Sangre y gloria

Alberto Contador se ha despedido del ciclismo, o el ciclismo se ha despedido de Alberto Contador. Antes de su muerte en común, les ha dado tiempo a volver a enamorarse. Amor de vísceras, galopante, desatado. De las cosas imposibles, de los rincones más lúgubres de un deporte tan desquiciado como el de la bicicleta, el pinteño ha vuelto a arrancar, con las uñas ennegrecidas, un resquicio de pasión salvaje, de amor eterno. Del amor de Bogart y Bergman en un ventanal de París con vistas a la guerra. En su burbuja, en un mundo que se derrumba por completo. Los aviones, en cualquier caso, siempre acaban despegando. El amor siempre se escapa entre los dedos, se escurre como un chorro de agua gélida, agua de invierno. Hay cosas ajenas a la voluntad: el tiempo es una de ellas. Si despedirse es innegociable, elegir la forma de hacerlo es algo intransferible.

Arrancaba el pelotón camino al Angliru, en el corazón de Asturias, verde y escarpado, con el olor asfixiante del asfalto empapado. Las circunstancias, un caldero hirviendo. Última etapa de La Vuelta antes del paseo de vino y rosas por Madrid. Última etapa de Alberto Contador como ciclista profesional. Muchas cosas en juego; el podio, la propia Vuelta y un largo etcétera, cuestiones complementarias, actores de reparto destinados a contemplar el adiós de un bailarín desbocado con las suelas gastadas. Hay algo en Contador que lo diferencia del resto de ciclistas, algo íntimo, espiritual, una cuestión cárnica. Algo en su forma de competir, de desarmarse a sí mismo con una facilidad pasmosa. Algo que hará que, pese a las sombras, todo el mundo lo recuerde. Porque nadie baila así, tan bonito, invitándote a no irte nunca a dormir, a desear con los huesos que el baile no termine jamás.

Siempre anacrónico como un reloj de arena, Contador atacó bajando el Cordal, en una bajada que serviría como tobogán para un parque acuático, curvada, tramposa, el hogar del peligro. Allí se fue, lanzado por Jarlinson Pantano, un gregario inusual por poco ortodoxo e inestable, deslizándose por el hueco asfaltado entre los árboles, habitando la humedad a la velocidad del diablo. Sorprendió a todos, como casi siempre, y arrancó a subir con casi un minuto de ventaja. Después vinieron cosas hermosas, cosas que nunca veréis. Contador fue alcanzando a los integrantes de una fuga desmembrada, y ellos reaccionaron ante la situación como reacciona el amante ante el amor. Todos empezaron a trabajar para él, a tirar, a gastar todo lo que había. Enric Mas, Adam Yates, Marc Soler, propios y extraños. Todos colaborando, en acuerdo tácito, para escribir la última página de una leyenda caballeresca de una osadía insultante.

Al cabo de las rampas, como colmillos de escarcha, todos ellos fueron quedando atrás, viéndolo marchar, tras las montañas, con la cadencia de quien sube porque qué va a hacer si no, si subir es lo único que le pide su sangre magmática. Por las paredes del Angliru se subió Alberto Contador en su última galopada en solitario, navegando por el desierto como un pistolero que no busca nada más que navegar, disparando al pecho con su revólver de carne y hueso. En su crepúsculo, tan indebidamente oscuro y tenebroso, cruzó la línea de meta por última vez, pero lo hizo de primero, con las ruedas en carne viva y los ojos inyectados en rabia, ya no la rabia furiosa de Fuente Dé, sino la que habita tierras baldías de melancolía, la rabia del adiós.

Hay cosas que vienen acabando de hace un tiempo a esta parte. Como una mecha larga, larga y dolorosa, postergando su conversión al mundo de las cenizas. En el Angliru terminó la carrera de Alberto Contador. Terminó entre las nubes, encumbrada, adherida a la gloria infrecuente de los últimos años, la costumbre de los anteriores. El tiempo, caprichoso y experto en el reinicio, dirá cómo se recordará a este corredor sanguinario, un deportista incómodo. Pero, pistolas al cielo, nadie lo olvidará jamás.