Entre maridos y mujeres

Woody Allen es un autor de un talento incontestable. Su cine es inteligente, mordaz, ácido, entretenido y casi siempre fundamentalmente necesario. De cualquier modo, suele haber en él una pátina de resina intelectual, un soberbio y crujiente envoltorio que se encarga de abstraer los conceptos, de convertirlos en universales. De esta forma, Allen se libera a sí mismo de la responsabilidad de hablar en primera persona. Expresa sus pensamientos y sus emociones, pero su estilo cinematográfico las envuelve de un modo globalizador, haciendo que, de inmediato, pasen a ser los pensamientos y las emociones de todos sus espectadores. Ese genio arrebatado y esa facilidad para la abstracción, de todos modos, han vivido -aunque no de forma paralela el uno con la otra- momentos de reluciente lucidez y también instantes de flaqueza.

Allen aprendió -y aprendió bien- que cuando se habla de la desnudez es preciso emplear un lenguaje desnudo. En Recuerdos quiso relanzarse como un artista en crisis al estilo Fellini y no vamos a decir que fracasó, porque la cinta mantiene una frescura y una originalidad deslumbrante, pero lo cierto es que perdió parte de la fuerza emocional que a él, a todas luces, le gustaría haber podido transmitir. Así como esta película se enmarcó en una etapa de transiciones en la vida del autor neoyorquino, podemos trasladarnos a la época más convulsa de su trayectoria para encontrarnos con sus cintas más descarnadas, a saber: Delitos y faltas y la película que nos va a ocupar, Maridos y mujeres. En la primera nos introdujo en su mundo en pleno derrumbe. En Delitos y faltas todo está recubierto por un pesimismo reflexivo, por una pequeña lluvia antes de la voraz tormenta. Allen vivía en una insoportable quietud existencial. Podía decirlo más alto, pero no más claro. O quizá sí podía ser más rotundo todavía.

Hacer una película como Maridos y mujeres es un acto arriesgado, un salto ciego al vacío. Ubicándonos en el presente, podemos recordar lo que pasó incluso meses antes de que se estrenase la película: Allen y Mia Farrow, que por aquel entonces era su pareja sentimental y la habitual protagonista de sus lides cinematográficas, rompieron su relación, y lo hicieron en los peores términos imaginables. Farrow encontró en posesión de Allen unas fotografías reveladoramente eróticas de Soon-Yi Prévin, la hija de origen surcoreano que, en 1978, había adoptado junto al pianista André Prévin, por aquel entonces su marido. Tras romperse la relación, Allen blanqueó su relación con Soon-Yi, 35 años más joven que él, con quien se casaría en 1997. El asunto no acabó ahí, sino que meses más tarde Farrow emprendió acciones legales contra su expareja, esgrimiendo una acusación por abusos sexuales a su hija adoptiva en común Dylan, cuando esta tenía apenas 7 años. El caso se diluyó y, como suele ocurrir en este tipo de cosas, todo cayó en un relativo olvido.

Pero ese no es el caso. Retrocedamos hasta 1992, año en el que Maridos y mujeres, la última película en la que Mia Farrow colaboró con el neoyorquino, salió a la luz. En la película, Allen plantea la situación matrimonial de dos parejas diferentes. La cinta da comienzo cuando el matrimonio conformado por Jack (Sydney Pollack -del dibujo de este personaje se puede extraer una conclusión bastante nítida sobre la opinión de Allen acerca del cine de Pollack-) y Sally (una arrebatadora Judy Davis), los mejores amigos de la pareja protagonista (interpretada por los propios Allen y Farrow), se rompe. Ante la evidente fragilidad del núcleo marital como concepto, Judy (Farrow) empieza a replantearse si su relación con Gabe (Allen) es plenamente funcional. Lo descarnado de Maridos y mujeres está en lo insultantemente sencillo que es comprobar cómo Allen habla sobre sí mismo y su situación sentimental sin ningún tipo de pudor, empleando precisamente a su pareja real como vehículo para hacerlo. No sé si Mia Farrow estuvo contenta durante el rodaje de esta cinta, pero me extrañaría mucho que así fuese.

Del mismo modo -y con comparable exhibición de talento- en que Elia Kazan justificó la delación de sus compañeros cineastas en el fragor del macartismo a través de La ley del silencio, Allen justificó en Maridos y mujeres lo insostenible de su relación sentimental. Durante toda la película se puede comprobar cómo él se siente culpable por no haber logrado que el vínculo funcionase, cómo dibuja a Farrow como una mujer bondadosa, limpia, casi nívea, mientras se retrata a él mismo como siempre lo ha hecho; como un hombre histérico, abandonado, crítico hasta la saciedad, casi insoportable en la intimidad. No hay nada en esa relación que nos lleve a pensar que Woody Allen no tuvo la culpa de que las cosas entre él y Mia Farrow terminaron yéndose a pique, hundiéndose como un barco plomizo que hace aguas.

Pero la cosa no acaba ahí, sino que la confesión de Allen se sumerge hacia profundidades desconocidas. En el ecuador del film, su personaje -un escritor, que tampoco es que se fuese de mano con la inventiva- comienza una especie de devaneo prohibido con una de sus estudiantes, una chica de 20 años a la que lleva… sí, unos 35. La inteligencia de Allen es tal que da a la película formato de falso documental, para hacer su confesión directamente frente a la cámara, cuando el falso periodista le pregunta por su fruta prohibida de la pasión, registrando el siguiente delirante diálogo:

ALLEN: “Traté de ser honesto con ella, pero, ¿qué puedo decir? ¿Que me estoy dejando encaprichar por una chica de 20 años? ¿Que me veo caminando hacia el desastre y que no he aprendido nada a lo largo de todos estos años?”

PERIODISTA: “Entonces, ¿por qué no paraste?”

ALLEN: “Porque había algo que no funcionaba en mi matrimonio, y estar con Rain era… simplemente algo excitante”

Si diez años antes Allen había empleado el formato de falso documental en Zelig para confesarle al mundo que estaba totalmente loco por Mia Farrow (no en vano, apenas tres años después de la crisis de Recuerdos, Allen escribió aquello de “A fin de cuentas, lo que cambió su vida no fue la aprobación de los demás, sino el amor de una mujer”, en su cénit de romanticismo enloquecido), en Maridos y mujeres lo hizo para comunicar que ya había perdido ese amor. De entre la variopinta filmografía de Allen, es difícil encontrar otra película con un subtexto más descarnadamente cruel. Todo en ella es amargo, todo en ella evoca sensación de pérdida, de soledad. Maridos y mujeres es la película en la que Allen se volcó a sí mismo de un modo más desinhibido, y él mismo lo asume al final de la cinta, cuando el falso periodista le pregunta por sus próximos proyectos y él afirma, con indiferencia: “serán, sin duda, menos confesionales”. Vaya si lo fueron.