Horizontes de cemento
Entre la aparente confusión de nuestro misterioso mundo, los individuos están bien ajustados a un sistema, y los sistemas a otros sistemas y a un conjunto, en el que, por apartarse un momento, un hombre corre el riesgo de perder su sitio para siempre.
Wakefield – Nathaniel Hawthorne
Decía Muñoz Molina que el mundo se divide entre los que están dentro y los que están fuera. Los que están dentro repudian a los que no necesitan estarlo y colaboran para provocar que, hasta donde llega su poder de comprensión, la suya sea la única opción deseable. Pero, como suele ser frecuente, la vida no es tan fácilmente reductible. Más allá de la pregunta de qué es concretamente estar dentro, es interesante revisar cuáles son los muros que separan uno y otro mundo.
Es habitual que el ser humano común, a lo largo de sus quehaceres rutinarios, asuma ciertas acciones o conceptos como cuestiones intrínsecas a su realidad o, en un grado todavía superior, como un elemento más en la construcción y descripción de su personalidad y hábitos. En último término, se podría establecer que el ser humano aprehende como propios ciertos conocimientos arbitrarios a lo largo de su proceso de aprendizaje y estos permanecen sujetos a su humanidad hasta el día de su muerte.
Uno de los elementos más relevantes que todo humano empieza a asimilar desde la edad más temprana posible es el lenguaje. Lenguaje en todos sus aspectos, en lo referido a la expresión verbal y no verbal. Sin embargo, la primera de ellas es la que, esencialmente a través de los tres últimos milenios, ha consolidado la idea de sociedad y dividido ésta en subgrupos que, a su vez, han desarrollado culturas paralelas, aunque distantes entre ellas. Un individuo forma parte de un contexto social en la medida en que conoce y aplica un lenguaje que le permite asociarse a él. En consecuencia, es lógico apuntar que cualquier ser humano despojado de esta virtud se verá, a efectos inmediatos, apartado de cualquier realidad sociocultural.
Alrededor de este concepto reflexiona la Carta de Lord Chandos, hipotéticamente dirigida a Sir Francis Bacon y escrita en 1902 por el poeta y dramaturgo austriaco Hugo von Hofmannsthal. En ella, se estudia el proceso mediante el cual su autor pierde la capacidad para expresarse a través del lenguaje y, como consecuencia directa de ello, se convierte en un individuo incapaz de llevar a cabo actividades intelectuales, al no tener un medio a través del cual materializarlas.
La necesidad de contar con un, por así decirlo, catalizador de pensamientos, es pura y estrictamente humana. La capacidad lingüística es el elemento diferenciador y jerárquico entre la humanidad y las especies restantes. De nuevo, y escalando esta vez un peldaño en la catalogación, se puede establecer, teniendo en cuenta el razonamiento previo, que cualquier individuo que no posea la habilidad del lenguaje se convierte, automáticamente, en un ser no humano.
Esta afirmación se sostiene en base a un concepto denominado fusión de horizontes, acuñado por el filósofo alemán Hans-Robert Gadamer y que supone, simplemente, una extrapolación al conocimiento general de lo que Jauss llamó horizonte de expectativas en la literatura. Su explicación es simple. Este término determina que cada individuo percibe la realidad en base a su propio horizonte cultural, es decir, al conocimiento y las convenciones que ha ido adquiriendo y asimilando durante su vida. Partiendo de esta base, se puede aseverar que, siendo el lenguaje uno de los fundamentos básicos de la concepción humana, constituye así el horizonte esencial a partir del que cualquier persona pasa a comprender la realidad que la rodea. De este modo, entender esta realidad de una forma, por así decirlo, humana, es básicamente imposible sin dominar el horizonte del lenguaje.
De la misma idea que La Carta de Lord Chandos parte Bartleby, un pequeño relato fechado en 1853 y firmado por el novelista estadounidense Herman Melville. Sin embargo, el personaje de Bartleby se distancia de Lord Chandos en el sentido de que no sólo elige despreciar el horizonte del lenguaje, sino que decide ser ajeno a toda convención propiamente humana hasta que esta condición, inexorablemente, lo conduce hacia la desgracia y, posteriormente, la muerte.
Así, se puede considerar que la concepción humana de la realidad (aquella que, según Kant, existe de forma ajena a la percepción pero no es posible conocerla sin condicionantes) se dibuja en función, en primer lugar, de un horizonte lingüístico, que constituye la vía para entrar en contacto con ella y, en adición, de una suma de horizontes que terminan por convertirse en los hábitos, rutinas y predisposiciones culturales del ser humano. Renunciar a ellos, como hace el Bartleby de Melville, supone una inmediata exclusión de la sociedad.
La prominencia de esta especie de convenciones a partir de las que se crea la identidad humana se entiende, como explica Friedrich Nietzsche en su Sobre verdad y mentira en un sentido extramoral, a través de la imperativa necesidad que el individuo posee por encontrar la verdad. En la medida en que ésta no existe de forma empírica, el humano toma otra dirección y decide generarla. A través de los siglos, esa verdad humana ha ido construyéndose en forma de los horizontes previamente mencionados. Su solidez se ha ido fortificando y, con el asentamiento de la civilización occidental, se han vuelto irrefutables.
El proceso de asimilación de todos estos horizontes o convenciones propiamente humanas ha terminado por generar, de nuevo extrapolando términos acuñados por la literatura, una especie de canon de la humanidad, una serie de características que definen a la raza como tal y sin la cual ésta no puede ser entendida ni acaso entenderse a sí misma.
La creación de este canon, sin embargo, ha venido determinada por una serie de factores causales absolutamente arbitrarios. El ser humano ha ido edificando su propia identidad en función de la más simple satisfacción de sus necesidades más primarias, y es conveniente señalar que la aparición de ese conjunto de horizontes o canon humano es consecuencia directa de la ejecución de este proceso.
La derivación de este razonamiento nos traslada, por ejemplo, a la misma filosofía platónica y su archiconocido mito de la caverna, según el cual el individuo genera su propia realidad y sus costumbres a través de su propia experiencia, sin atreverse siquiera a explorar lo que se esconde tras cada acto, ya sea comunicativo o de cualquier otra índole, que realiza de forma rutinaria cada día de su vida.
De esa forma, todo ser humano atraviesa un proceso a menudo denominado como toma de conciencia humana, mediante el cual asume su condición, acepta sus obligaciones como tal y se autoimpone una serie de costumbres, valores e incluso modos de vida. Sobre ello reflexionó el escritor suizo Robert Walser en una de sus primeras obras, Jakob von Gunten, publicada en 1909. En ella, Walser expone la transformación del protagonista que da nombre al libro, un joven que, al acceder a un nuevo instituto (el cual simbolizaría en este caso el previamente citado canon de humanidad) guiado por la rebeldía y la ignominia, cree encontrar su lugar y descubrir que en el hecho de no hacer ninguna pregunta se hallan la mayoría de las respuestas.
La fina ironía de Walser al ridiculizar el conformismo y la limitación en la visión humana de la realidad convierte al Instituto Benjamenta en una suerte de Show de Truman que, a buen seguro, posee un enlace físico con la realidad social de la humanidad desde su aparición como tal. Una realidad creada y generada por los propios humanos, siempre destinados a construir horizontes en lugar de derribarlos, a alzar barreras en lugar de puentes y, en última instancia, a no poder ni imaginarse la existencia de cualquier otro tipo de verdad que la que se presenta ante sus ojos.
A todo individuo, de igual manera, le sobreviene antes o después la idea de intentar escapar del castillo construido por su propia relación con su entorno. El Wakefield de Nathaniel Hawthorne lo llevó a cabo de forma temporal, aunque el veredicto final fue tan nítido y contundente que apenas deja lugar a la deliberación: Wakefield regresa a casa al entender que él no existe si se desprende de aquello que lo rodea, aquello que lo define. La verdad ineludible es que las cadenas que el individuo establece consigo mismo son inquebrantables, y que intentar eliminar una identidad propia una vez ésta está consolidada sólo conduce a la soledad y el hastío. Mientras, el ser humano construye su acomodada celda y ama su condena sobre todas las cosas. Por ese motivo, Wakefield vuelve a su hogar. Por eso y nada más, Wakefield vuelve a sí mismo.