En camino hacia la búsqueda perpetua
Siddhartha (1919) es el libro de la vida; es el libro de los sentimientos y de las emociones esenciales. Es el libro de la salvación. Con él se puede sentir, llorar, sonreír, estremecer, respirar. Aprender también, aunque el personaje principal proclame lo contrario: “He empleado mucho tiempo en aprender, Govinda –y aún lo sigo haciendo-, que no se puede aprender nada. Creo que, en realidad, aquello que llamamos «aprender» no existe. Solo hay un conocimiento que está en todas partes, amigo mío, y este es el Atman. Se halla en mí, en ti y en cada ser. Y empiezo a creer que este conocimiento no tiene peor enemigo que el querer saber, que el aprender”.
Algo interesante en el libro que nos ocupa y en la propia vida de Hesse es la confianza última que el autor trató de tener en los demás y que pareció cubrirse y aniquilarse en El lobo estepario (1927), su novela más derrotista y en discontinuidad completa con Siddhartha. Pese a su carácter misántropo y ermitaño, Hesse llegó a casarse hasta tres veces, formó familias y hogares en diferentes momentos de su vida, incluso después de haber atravesado serias crisis tanto físicas como emocionales. Murió en consonancia con la naturaleza, cerrando un ciclo de vida que, para algunos, siguió un orden inverso: empezó con la vejez y terminó con la juventud.
Hermann Hesse recoge en Siddhartha la profundidad ligada a la sencillez del pensamiento oriental. De ascendencia india y atraído por el budismo tras las lecturas de Schopenhauer, realizó un viaje por Asia y, en concreto, por India, cuya suciedad y clima adverso lo dejaron horrorizado, aunque fruto de ese contacto surgieron dos libros: Aus Indien (Desde la India) y Siddhartha, publicado años después. Esta última es una novela cargada de simbología, de lirismo y de llaneza expresiva, que recoge las grandes preocupaciones universalmente reconocidas como “humanas”. Quizás sea, junto con la película de Jean Renoir, The River (1951), una de las manifestaciones artísticas occidentales que mejor ha sabido captar la idea fundamental de la religión hinduista: la de que en cada alma individual (conocida como Atman) se concentra todo el Universo (conocido como Brahma) y que la verdadera sabiduría consiste en aceptar las cosas tal y como son. Esta unidad entre ambos conceptos, la armonía surgida del hecho de que Dios y la persona son uno solo (o de que Dios habita en cada uno de nosotros y viceversa) anula la jerarquía y la separación de las religiones monoteístas. Asimismo, es esta idea del Uno la que engloba todos los opuestos, sin necesidad de crear contradicción ni ruptura entre la luz y las sombras, la alegría y el dolor, el bien y el mal, la carne y el espíritu, etc. (algo muy alejado de lo que encontraremos en El lobo estepario). Esto desembocaría en la mejor de todas las ideas de Siddhartha: la de que lo contrario de toda verdad es también verdadero, una conclusión que ya hallamos en Gora (1909), la gran novela del humanista bengalí Rabindranath Tagore. También en otras vertientes hinduistas, como el tantrismo, se encuentra la idea de que siempre existe una continuidad entre todos los opuestos, una línea en la que el mal no sería un concepto autónomo, aislado, sino un estadio menos evolucionado del bien.
El recorrido de Siddhartha es un recorrido de búsqueda, en el que pretende despersonalizarse, “desyoizarse”, como único sendero para la liberación del sufrimiento: “solo una meta se perfilaba ante Siddhartha: quedarse vacío, despojarse de su sed, de sus deseos, de sus sueños, de sus penas y alegrías. Deseaba morir para sí mismo, no ser más él, hallar paz y tranquilidad en su corazón vacío, permanecer abierto al milagro despersonalizando el pensamiento. Cuando venciera y aniquilara a su Yo, cuando todos los impulsos y pasiones enmudecieran en su corazón, tendría que despertar lo último, lo más íntimo del Ser, lo que ya no es el Yo, sino el gran Misterio”.
Esta salida hacia el No-yo es, en realidad, el mismo concepto que el taoísmo nombra como No-Ser. Por supuesto, recoge también una de las Verdades Nobles del Budismo, que afirma que el sufrimiento solo puede cesar con el final del apego al Yo y a todo deseo. Esta “salida que le permitirá evadirse del ciclo y marcará el fin de las causas y el principio de una eternidad sin dolor” es la que impulsa a Siddhartha a abandonar el lugar familiar, acompañado de su amigo Govinda, para ir al bosque a vivir con los ascetas (samanas) y aprender el arte de la meditación, la espera y el ayuno. Desde allá, continuando la búsqueda, ambos personajes parten a escuchar las doctrinas de un sabio, de cuyas enseñanzas han oído hablar. Este sabio es Gautama Buddha, por lo que la cronología de la novela se desarrolla hacia el siglo V a. C. Govinda aceptará la doctrina y se quedará con el Iluminado. Por el contrario, Siddhartha, tras hablarle claramente al sabio, decide continuar sus peregrinaciones “no para buscar otra doctrina que sea mejor, pues sabe que no existe, sino para irse alejando de todas las doctrinas y de todos los maestros y alcanzar él solo su objetivo o perecer”. Aquí se perfila el tipo de búsqueda que escoge Siddhartha: la búsqueda consigo mismo, porque él es consciente del desconocimiento que tiene de su propio Yo: “La verdad es que nada en el mundo ha ocupado tanto mis pensamientos como este Yo mío, este enigma que supone estar vivo y ser una persona separada de todas las otras, aislada: el hecho de ser Siddhartha. Y, sin embargo, ¡nada hay en el mundo que conozca menos que a mí mismo, a Siddhartha!”.
Cuando decide abandonar a Buddha, en las últimas páginas de la primera parte y, por tanto, de su juventud, marcha otra vez al bosque y contempla el mundo como si lo viera por primera vez. Esta idea del re-nacimiento y de la novedad de la mirada da lugar a pasajes de un gran lirismo que denotan una percepción intimista y hermosa de la realidad.
En la segunda parte, su etapa adulta, Siddhartha coquetea con los placeres de la vida material: conoce a una cortesana, Kamala (Kama, en hindi, significa “deseo”), con quien comparte una vida sexual; conoce a Kamaswami (“monje del deseo”, podríamos traducir), un hombre de negocios que lo inserta en la vida del dinero, el juego y el vicio. Siddhartha empieza entonces a incubar sentimientos como el orgullo, el odio, la desesperación. Se vuelve un “hombre niño”, uno de esos “seres humanos que se entregaban a la vida con un apego infantil o animal que él [Siddhartha] amaba y despreciaba al mismo tiempo”. Este apego y desprecio simultáneo, la práctica de conductas mundanas y la no pertenencia a ese mundo, son los elementos que perturban a Siddhartha, los que hacen que la verdadera vida pase a su lado sin tocarlo. La sensación de estar jugando a un juego infinito y la posibilidad de caer en el ciclo eterno del sansara lo empujan a marcharse, a emprender rumbo hacia otro lugar. Solo agotando esta vida mezquina, viviéndola hasta extinguirla, consigue Siddhartha liberarse, lo cual coincide con la idea expresada hacia el final del libro de que “todo lo que no se terminaba de sufrir o no se resolvía hasta el final, se repetía”.
En esta nueva etapa se encuentra Siddhartha con otro personaje entrañable, el barquero Vasudeva, y con un símbolo, el río. Ambos enseñan a Siddhartha que también “es bueno tender hacia abajo, hundirse, buscar las profundidades”. Asimismo, ambos son pretexto para reflexionar acerca del tiempo y de la idea de que “nada ha sido ni será; todo es, todo tiene una esencia y un presente” y que la indestructibilidad de cada vida consiste en encontrar la eternidad de cada instante (“hoy es siempre todavía”, diría Machado). La meditación profunda es la que ofrece la posibilidad de abolir el tiempo.
Uno de los últimos sobresaltos que ayudarán a Siddhartha a conseguir la liberación será su reencuentro con Kamala, quien va en peregrinación a recibir las enseñanzas de Buddha, y el consiguiente descubrimiento de su hijo con ella. La aparición de este abrirá una línea decisiva en el carácter de Siddhartha: la confianza en que “lo blando es más fuerte que lo duro, que el agua es más poderosa que la roca y que el amor puede más que la violencia”. Es significativo, en este sentido, que la liberación de Govinda, quien se reencuentra con Siddhartha en el capítulo final del libro, se lleve a cabo a través de un beso. La importancia de nuestra posición ante los acontecimientos pueda, quizás, desembocar en que la herida no sea dada para hurgar en ella, sino para que florezca e irradie luz.
Tal vez la propia búsqueda sea el destino mismo de Siddhartha. “Buscar significa tener un objetivo” y la disposición y la espera se erigen como altas torres para anunciar que proponerse algo no consiste más que en dejarse atraer, en dejarse caer. La propia meta nos atrae siempre. Y este camino no puede aprenderse, de la misma manera que Buddha no puede enseñar el secreto de lo que él mismo ha vivido, él solo entre centenares de miles de seres humanos. Porque la sabiduría no puede comunicarse, solo es posible encontrarla, vivirla y dejarse llevar por ella.