La muerte del amor

“No fueron los aviones. Fue la belleza la que mató al monstruo” (King Kong, 1933).

No hay que ser ningún lince para darse cuenta de que vivimos tiempos convulsos en lo psicológico. No lo digo yo, lo dice la OMS, que se expresa en el único lenguaje que hemos aprendido a comprender, el de las cifras. En los últimos diez años, los casos de depresión se han incrementado en un 18% y los de ansiedad en un 15%. Es decir: el mundo es mucho más triste ahora de lo que lo era en 2007, cuando George W. Bush era presidente de los Estados Unidos, Osama Bin Laden todavía correteaba por las calles de este planeta y Ed Sheeran todavía no nos perforaba la mente con su prodigioso talento lírico. Es posible que todo este proceso responda a una mera correspondencia con el diseño social en el que estamos insertados, con la cultura millenial en boga y las calles convertidas en pasadizos de alta velocidad para llegar a todas y a ninguna parte.

Con el mundo sumido en la tristeza, cabe replantearse qué es lo que nos hace tan vulnerables. Pero el hecho es que la mayoría de las personas que sufren esta situación actúan precisamente en la dirección contraria, es decir, huyendo de preguntas y refugiándose en sí mismos. El resultado, cómo no, introduciendo esta especie de introspección defensiva en una coctelera junto a la voracidad del mundo tecnológico, es igualmente desesperanzador: se ha acabado por conformar una sociedad profundamente fría. El gran perjudicado de todo esto no es otro que el correcto desarrollo de las personalidades, lo que acaba introduciendo al individuo en un círculo vicioso en el que no se define a sí mismo por pánico social y sufre de pánico social por no definirse a sí mismo. Las personas viven llenas de inseguridades y complejos sociales, inmersas en ese constante escaparate al que las someten las redes sociales y el mundo del juicio y la sentencia inmediatos. No hay margen de error.

La forma que tenemos de defendernos ante toda esta avalancha de sufrimiento es la de escondernos de todo lo que nos pueda, de hecho, hacer sufrir. Y no cabe la menor duda de que no existe nada en el mundo a lo que le tengamos más miedo que al amor. Así que lo hemos sentenciado: el amor ha muerto, lapidado en todos sus sentidos como gran sacrificio de la sociedad moderna. Pero esto no es nuevo, viene de atrás. Antes de someterse a un juicio irrelevante por lo obvio de su culpabilidad, el amor ya había sido sospechoso de sumir a la humanidad en un pozo de sufrimiento. Al humano, que tanto odia sentirse débil y que los demás lo perciban como un ente vulnerable, hacía ya tiempo que le producía pavor el simple acto de amar.

En 1933, Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedshack crearon una figura literaria fantástica en la gran pantalla para describir este proceso: King Kong. El rey de la Isla Calavera, un gorila gigante que vive sometiendo a civilizaciones a su gusto dada su enorme superioridad y lo infranqueable y primario de su desarrollo psicológico, se derrumba por una soberana estupidez: se enamora como un humano más. Kong ve cómo su imperio se desmorona por culpa de la debilidad que le genera el hecho de depender emocionalmente de otra persona, de querer protegerla, de anteponerla a sus prioridades previas. En definitiva, Kong muere en lo alto del edificio más elevado de la ciudad más importante del mundo intentando salvar a su amada, una mujer rubia que lo teme y lo repele a partes iguales. De todos modos, hay algo de poético en la muerte de Kong, de igual modo que lo hay en cada muerte romántica de la historia de la literatura. Pero, a día de hoy, a nadie se le ocurriría morir por amor.

Es evidente que el amor nos hace vulnerables. El concepto, sin embargo, puede discutirse: ¿es estrictamente necesario que ser vulnerable sea algo negativo? Existe cierta suerte de salvación en el dolor, si lo piensas: es en los momentos más ínfimos de nuestra vida en los que acabamos, finalmente, avanzando, comprendiéndonos a nosotros mismos y acercándonos a la verdad, sea cual sea ésta. La vida en la planicie no es más que una muerte constante. Imagínatelo rápido: una montaña rusa sin subidas ni bajadas, solo una línea recta a toda velocidad, con el viento siempre a favor. Nadie se subiría a esa puta montaña rusa. Y por eso seguimos intentando amar, aunque cada vez sepamos hacerlo menos. Porque, al igual que Alvy Singer y Annie Hall, necesitamos los huevos. Y no hay nada malo en ello, está inscrito en nuestra constitución como seres vivientes y molientes.

La idea de que el amor es nuestro último vínculo con nosotros mismos se encuentra más arraigada que nunca en La bella y la bestia, el tantas veces adaptado cuento de hadas francés. En su versión cinematográfica de 1945, dirigida por Jean Cocteau, la bestia sentencia finalmente, tras convertirse de nuevo en príncipe: “El amor puede convertir a un hombre en una bestia. Pero también puede convertir a un hombre horrible en algo bello”.Y es ahí, en ese modelaje, donde se encuentra la esencia del amor. En cierto modo inconsciente nos diseña, nos hace aprender cosas de los demás, de nosotros mismos y de nuestro entorno, y sobre todo nos hace partícipes de él, nos convierte en piezas del tablero.

Teniendo sobre la mesa la idea obvia de que el amor nos hace vulnerables y también teniendo en consideración el hecho de que la vulnerabilidad puede no ser necesariamente negativa, sabiendo además que esto ha sido así desde que el ser humano es ser humano, es preciso volver a la cuestión original: ¿por qué ha muerto ahora el amor? ¿Vivimos acaso en la era del desprendimiento emocional? En este punto, cabe regresar a la cuestión de la velocidad, del modo irreverente en el que se suceden las cosas en el mundo actual. Erich Fromm lo explica perfectamente en El arte de amar: “¿Sucede acaso que solo se consideran dignas de ser aprendidas las cosas que pueden proporcionarnos dinero o prestigio, y que el amor, que ‘solo’ beneficia al alma, pero que no proporciona ventajas en el sentido moderno, sea un lujo por el cual no tenemos derecho a gastar muchas energías?”. El arte de amar se escribió en 1959. Han pasado 58 años y la realidad expresada por Fromm no ha hecho más que multiplicarse por infinito.

Existe un concepto fundamental para entender esta problemática: el tiempo. La gestión del tiempo en el mundo moderno es absolutamente caótica, pero resulta ser un elemento común y constante el rechazo frontal al desperdicio. La vida contemplativa, más allá de templos budistas y demás parafernalias, ha seguido los mismos pasos que el amor y se encuentra bajo tierra desde hace ya varias décadas. A este mundo falto de alma resulta faltarle tiempo para el amor. Porque el amor requiere tiempo, y requiere mucho. En El Principito, ese clásico atemporal de Antoine de Saint-Exupéry, se contiene la mejor frase para tazas de la historia de la literatura: “Es el tiempo que dedicas a tu rosa el que hace que tu rosa sea tan importante”. Nosotros mismos caducamos antes de que nuestras rosas puedan llegar a significar algo para nosotros.

Vivimos tiempos de gasto y no de inversión, inmersos en el constante cortoplacismo que nos limita y nos sofoca, en parte fomentado por nuestro miedo a sufrir, que a su vez acaba traduciéndose en miedo a ser felices; en parte por la ansiedad que nos genera, haciéndonos vivir con la necesidad de completarnos a cada instante, de sentirnos siempre llenos. Esa velocidad corrompe nuestra perspectiva, y, sin la perspectiva necesaria para valorar las cuestiones que verdaderamente importan, hemos perdido la capacidad para construir entidades de verdadero significado e integrarnos en ellas. Seguimos corriendo por los tejados, huyendo de los fantasmas del amor que hemos matado. Hemos puesto la literatura patas arriba: Kong derrotó a su amor y aterrorizó a Nueva York, la bestia nunca dejó de serlo y la rosa del Principito se marchitó, como se marchita todo lo que se deja de cuidar. Como nos marchitamos todos, entre salto y salto, con la confusión de no encontrarnos nunca ni de pretender siquiera buscarnos a nosotros mismos.