‘Moonlight’, la poesía de la transformación

En cine, al final, todo se reduce a dos cosas. Fondo y forma. El primero sin la segunda simplemente no funciona, no es capaz de alcanzar al espectador; no hay nada peor que una historia contada sin comprender el formato cinematográfico. La segunda sin el primero es puro artificio, un juego de malabares vacío de contenido. De todos los triunfos de Barry Jenkins al ejecutar ‘Moonlight’ no existe ninguno mayor que el de conjugar esos dos aspectos con una maestría extraordinaria. Es innegable que Jenkins tiene una historia que contar, algo con capacidad para conmover, pero el arte surge cuando la moldea de una forma que le permite cargarla de belleza, de matices sutiles, de delicadeza. ‘Moonlight’ es una película frágil, que se agrieta en cada secuencia, que navega con elegancia corriendo el riesgo de encontrarse algún obstáculo y volar en mil pedazos. Pero no lo hace. Termina tan entera como empieza, o incluso más, arrollándolo todo a su paso y comandando las aguas.

La historia de los inadaptados es un fenómeno recurrente en el cine pero siempre existen modos distintos de afrontarla. ‘Moonlight’ no victimiza a nadie, y huye de toda carga estructural estereotípica. Simplemente deja fluir su historia, la cual es lo suficientemente portentosa como para no necesitar luces de neón y bombillas navideñas que guíen al espectador. Todo es natural. Jenkins cuenta, en tres actos, el proceso evolutivo sufrido por un niño de raza negra natural de un barrio marginal de Miami a través de tres momentos de su vida. Las elipsis entre cada uno de esos actos lo cuentan todo: más allá de esos puntos de inflexión, sabemos que estamos asistiendo a un cambio velado constante, a la construcción de una personalidad tallada en base al dolor y la falta de aceptación.

'Moonlight' conjuga su poder narrativo con su inmensa fuerza visual.

‘Moonlight’ conjuga su poder narrativo con su inmensa fuerza visual.

El personaje principal va a cambiar tanto en cada una de las tres historias que Jenkins ya nos avisa de salida dándole un nombre diferente para cada uno de esos momentos. Primero conocemos a ‘Little’ (Alex R. Hibbert), un niño asustado que empieza a sentir el peso del mundo sobre sus hombros, castigado por los malos hábitos de su madre (una Naomie Harris absolutamente soberbia) y acogido en su seno por un delincuente local llamado Juan (personaje que encumbra, a pesar de que su aparición se reduce a la primera media hora de la cinta, a un mastodóntico Mahershala Ali) en el que despierta un profundo instinto paternal. La historia de ‘Little’ es la de un bautizo, la de su bienvenida a un mundo lleno de crueldad, de discriminación, de dolor y de injusticias. El poder artístico de Barry Jenkins para contarnos todo esto hace que su historia pegue bajo y al estómago pero acariciando, como un pequeño poema visual lleno de simbolismo y de dulzura. La sobresaliente y luminosa dirección de fotografía de James Laxton brilla con luz propia en esta primera historia, y se va adentrando en la oscuridad en las dos siguientes, a medida que ‘Little’ deja de ser ‘Little’ y su entorno empieza a hacer mella en él.

Después de una poderosísima secuencia que se convierte en una especie de ritual de instrucción entre Juan y ‘Little’, Jenkins nos presenta a Chiron (Ashton Sanders), el preadolescente en el que se ha convertido el protagonista de la historia. Después de lo que se intuye como una infancia difícil ante su dificultad para integrarse en el estilo de vida que le rodea, Chiron resulta ser un joven sumamente débil, indefenso ante la soledad a la que lo induce el reciente descubrimiento de su homosexualidad y carente de una figura sobre la que apoyarse dada la situación de su madre. En su búsqueda constante para encontrarse a sí mismo, acaba otorgando ese papel a una mujer llamada Teresa (efectiva Janelle Monáe) y encontrando el amor en su mejor amigo, Kevin, un joven que complementa con palabras vacías todos los silencios cargados de fuerza de Chiron. La fuerza simbólica de la segunda historia de ‘Moonlight’ reside en lanzar sin piedad a su protagonista a un mundo lleno de soledad y de traición. Chiron se despide de sí mismo con una consigna aprendida: o pasa a la ofensiva frente al mundo, o el mundo pasará a la ofensiva contra él.

Jenkins lo expresa todo a través de sus silencios.

Jenkins lo expresa todo a través de sus silencios.

De este modo, con la resignación por bandera, aterrizamos en ‘Black’ (Trevante Rhodes), la tercera versión de nuestro protagonista, ya adentrado en su veintena y convertido en un rudo y frío narcotraficante en las calles de Atlanta. ‘Black’ es un personaje profundamente cicatrizado. Sin embargo, la tercera de las historias de Barry Jenkins en ‘Moonlight’ es una fábula sobre la redención y el retroceso hacia el núcleo de los vínculos humanos, más allá de todo el artificio social que se les exige. En una secuencia sórdida pero llena de romanticismo, ‘Black’ y Kevin se reencuentran en una mesa de bar y se destapan emocionalmente, sin el yugo de la soledad infringida por el entorno, en medio de toda la oscuridad, con la luz de la luna iluminándolos desde arriba, haciendo que los niños negros que corren por la playa parezcan azules…

En definitiva, ‘Moonlight’ es una especie de retrato en tres actos de la constante adaptación a la que debe someterse una persona que pertenece a uno o más colectivos en riesgo de exclusión, un retrato ejecutado de un modo casi expresionista, con la fuerza del color y las imágenes como herramienta narrativa más poderosa que las propias palabras. Barry Jenkins dibuja su historia casi artesanalmente pero lo hace con la destreza de un artista que habla con pasión, desde el estómago, de un modo visceral y profundamente sincero. Entre sus relatos no deja agujeros a través de los que pueda colarse el desapego: ‘Moonlight’ es como una bala que se desvincula del revólver para penetrar directamente, sin rodeos, en el corazón.