Música y religión (I): Cat Stevens
Podríamos decir que la música, al menos como se entiende a día de hoy -es decir, el pop-, no llegó a este mundo hasta la década de los 60. Beatles, Beach Boys, Dylan y compañía inventaron un fenómeno transversal agarrándose a un pasado de elitismos, de una música que se alejaba mucho de ser popular. El jazz era, de hecho, el único género moderno plenamente desarrollado por aquel entonces. A esta serie de artistas, que planeaban una completa revolución, les bastó agarrarse a destellos de la década anterior para ubicar su punto de partida. Concretamente, se aferraron a tres pilares: el Rhythm and Blues y el soul de las dos décadas previas, encabezados por artistas de la magnitud de Little Richard o Ray Charles; el country y el roncanroleo en auge -Elvis, ¡Elvis!-; y las innovaciones poperas de un artista efímero como Buddy Holly, cuya trayectoria con The Crickets apenas duró un par de años antes de su fatídico fallecimiento.
Sin embargo, los 60 se cargaron de golpe y porrazo todo el misticismo y el aura celestial de la música anterior. Los artistas ya no eran seres inaccesibles y etéreos, sino chicos malos, gente de la calle que hablaba de los problemas de todo el mundo y no tenía problemas para exponerse por completo sobre un escenario. En el momento en el que el público comenzó a identificarse con las cosas que les cantaban, la música se convirtió de inmediato en un fenómeno de masas sin comparación. Eso fue antes, sin embargo, de que las discográficas se convirtiesen en mastodónticas empresas de márketing y servicios de imagen. Se podría decir que por un instante, durante dos décadas de rebeldía que fueron los 60 y los 70, los músicos fueron los protagonistas, exprimiendo sus corazones y sus mentes al servicio de guitarras y demás instrumental.
El contrapunto de que los músicos y artistas varios se convirtiesen en seres de alto nivel de transparencia fue, como era lógico, el desarrollo de un gran número de personalidades inestables, en constante búsqueda y con relaciones próximas con las drogas, las depresiones y algún que otro elemento más que acabaría por definir por completo el encefalograma del poprockero por excelencia. Algunos de ellos, quizá más de los que podrían haberse imaginado, acabaron falleciendo a una edad temprana por alguno de estos motivos, o por cualquier otro -lo cierto es que eso, por qué engañarnos, no importa absolutamente nada-. De entre los que sobrevivieron, hubo un poco de todo. Los menos fueron los que mantuvieron su fidelidad a la música de calidad -qué tal, aquí tienes el Nobel, Bob Dylan, disfrútalo-, mientras que muchos otros acabaron acogiéndose al fascinante universo de las discográficas y el éxito. Pero existe una curiosa raza entre los artistas sesenteros -y setenteros, por qué no-: la de aquellos que acabaron abrazándose a la religión después de años de excesos y búsqueda personal exhaustiva.
Ojos de gato y éxito acústico
Steven Demetre Georgiou nació en Londres -sí, en Londres-, de madre sueca y padre greco-chipriota, en 1948. Su adolescencia, pues, transcurrió entre discos de The Beatles, The Kinks, Dylan y Simon & Garfunkel, entre otros. Su personaje está lleno de leyendas. La primera es que su nombre artístico –Cat Stevens– se debió a que una novia de su juventud siempre le decía que tenía ojos de gato. A eso y a que su nombre real no resultaba precisamente atractivo en un ámbito internacional. Sin embargo, la mayor de las leyendas en torno a la figura de Cat Stevens es la de cómo logró su primer contrato con la discográfica EMI Music. Según la mitología rockera -y quizá también según la realidad, quién sabe-, lo consiguió gracias a su hermano, quien comenzó a correr por la calle gritando que Steven tenía un extraordinario talento musical. La más probable, sin embargo, es la versión que explica que, en el 66, impresionó a un mánager tocando en un pequeño pub londinense. Lo cierto es que, de golpe y porrazo y a sus 19 años, se había convertido en uno de los artistas más prometedores del panorama folk-rock internacional.
El éxito musical de Stevens comenzó a llegar con su tercer álbum, Mona Bone Jackson (1970), que incluyó su primer hit, “Lady D’Arbanville”, y lo catapultó al mercado norteamericano gracias a la distribución de A&M Records. Sin embargo, su techo lo alcanzaría con su cuarto álbum, Tea for The Tillerman (1970), en el cual obtuvo un sonido mucho más propio, y en el que su trabajo conceptual alcanzó las mayores cotas de su carrera, con temas de la profundidad reflexiva de “Father and Son” o “But I Might Die Tonight”, además del superéxito “Wild World”. Su siguiente trabajo, Teaser and the Firecat (1971), templó algo sus ánimos y comenzó a recogerse sobre sí mismo con una calidez abrumadora, que puede contemplarse claramente en canciones de la belleza melódica de “Morning Has Broken” o “The Wind”. Stevens ya no volvería a alcanzar el nivel musical y lírico ofrecido en estos discos de juventud, aunque lo cierto es que tampoco se daría a sí mismo demasiadas oportunidades para conseguirlo. En 1978, tras seis álbumes más -ninguno a la altura de sus predecesores-, se retiró de la música. Tenía 30 años recién cumplidos. Desde entonces, pasó a llamarse Yusuf Islam de forma oficial y abrazó, precisamente, a la religión que nombraba a su apellido como forma de vida.
Música para Dios
Para entender todo el proceso a través del cual Cat Stevens acabó convirtiéndose en Yusuf Islam, cabe remontarse a 1969, cuando, a sus 21 años, sufrió una tuberculosis aguda que lo mantuvo hospitalizado durante meses, en un estado crítico que lo llevó a debatirse incluso entre la vida y la muerte. Su larga estancia en el hospital lo marcó de muchos modos, llevándolo, pese a su juventud, a replantearse por completo cuestiones relacionadas con el estilo de vida occidental al que él mismo estaba suscrito. Pese a que finalmente se recuperaría de su enfermedad, e incluso viviría su época de mayor éxito musical a posteriori, ese fue el primero de tres hechos, y quizá el más relevante, que acabarían transportando a Steven Demetre Georgiou al islam.
La calidad de la música de Stevens se fue deteriorando a medida que él fue perdiendo su interés en ella. Años más tarde, todavía en la veintena, viajaba por Marruecos -Marrakesh, concretamente-, cuando comenzó a interesarse por el Adhan, la melodía empleada para convocar a los fieles a la oración obligatoria. Cuando, curioso, preguntó a los habitantes de Marrakesh por aquel ritual, le contestaron que lo que estaba escuchando era “música para Dios”. Años más tarde, en una entrevista, Stevens recordó este momento del siguiente modo: “Pensé, ¿música para Dios? Nunca lo había oído antes. Había oído hablar de música por dinero, de música por fama, de música por poder personal. Pero, ¿música para Dios?”.
Sin embargo, el detonante de su incursión definitiva en el mundo religioso fue un incidente que tuvo lugar en 1976 en la costa de Malibu, también más próximo a lo legendario del rock, aunque Stevens afirma su veracidad con bastante aplomo. El músico londinense cuenta que, mientras se encontraba nadando en una playa californiana, unas olas se lo llevaron a mar abierto, quedándose al borde del ahogamiento. Según sus propias palabras, en ese momento gritó: “¡Oh, Dios! ¡Si me salvas trabajaré para ti!”, y pocos instantes después una ola lo arrastró hasta la orilla. Tras navegar por varias religiones buscando cuál se aproximaba más al objetivo de su búsqueda espiritual, su hermano le trajo un ejemplar del Corán de un viaje a Jerusalén -¡a Jerusalén!-, sumergiéndose de inmediato en él y convirtiéndose a su doctrina escasos meses después. Stevens no volvería a hacer música hasta 30 años más tarde, cuando retomó ligeramente la práctica, pero dedicándose siempre a la música religiosa.
El músico folkie de Tea for The Tillerman desapareció entre los devaneos espirituales de Yusuf Islam, quien afirma que la religión -el islam, concretamente-, le ha brindado “la paz de espíritu” que siempre había buscado. Al fin y al cabo, son las cosas de la música desde que toda la música es pop en cierta medida. Nos pierde. Y cada uno… cada uno se encuentra a su manera.