Un oasis en el desierto

El seis de enero en el calendario ciclista suele caer a principios del otoño. Es el día de Reyes, marcado por la ilusión, los sueños y la incertidumbre. Una jornada donde todos se levantan y corren para abrir sus regalos. Los pequeñitos, los más completos e incluso los especialistas en el arte de correr más que nadie en un suspiro. Todos, sin excepción, sueñan con llevarse el premio gordo en forma de maillot arcoíris. El problema es que solo uno se encuentra el regalo soñado mientras el resto se conforman con carbón.

El Mundial de ciclismo suele ser un día especial. Ese donde todos creen que pueden llevarse la victoria, hasta que este año llegó el desierto

Algo así es el Mundial de ciclismo. La carrera del año, la que pueden ganar los especialistas en clásicas, los escaladores y los sprinters. La prueba que todos tienen entre ceja y ceja desde el principio de temporada, el recorrido con el que sueñan los aficionados al deporte del pedal y la carrera que tiene el premio del maillot que todos quieren vestir. Hasta que el desierto llegó al Mundial.

Por eso, quizás, el domingo amaneció gris. Como un lunes cualquiera de rutina donde las penas flotan en el café. Uno de esos donde el tedio manda por delante de cualquier sentimiento o ilusión. Así se sentían muchos en Doha, allí donde el sol y el sprint son religión, ese lugar donde nadie se esperaba nada. Solo un sprint, una fiesta de un minuto para decidir a toda velocidad un arcoíris, un sprint que llegaría tras muchas horas de desierto. Desierto en el público, en el paisaje y también en las ganas de cambiar el guion preestablecido. Y mientras eso sucedía y algunos se frotaban las manos, un grupo de belgas soñaba con crear una clásica en medio del desierto.

Y fueron ellos, los que vestían el maillot más bonito del pelotón cuando no hay un arcoíris en la carretera, los que nos hicieron levantarnos del sofá por algunos momentos. Los que cambiaron la carrera en el único lugar donde se podía cambiar; atacando y dejando en evidencia a muchos de los grandes favoritos que llegaron sin opciones al circuito de “The Pearl”. No hubo supremacía alemana en Doha, ni siquiera los franceses pudieron perjudicarse entre ellos y los españoles cayeron como fruta madura a excepción de Imanol Erviti, el navarro más belga. El único que dignificó una actuación discreta, un regalo en forma de otro desierto.

Solo Bélgica logró cambiar el guion preestablecido y reducir el número de unidades del sprint. Allí apareció Sagan, con clase, para rematar una temporada brillante

Ese en el que brilló un grupo selecto, de ciclistas que supieron estar en el lugar y el momento adecuado, en ese “abanico” con el que los belgas decidieron cambiar a medias el guion previsto. Después estuvieron lentos, confiando en que Tom Boonen era más rápido que Cavendish y que once años eran un suspiro a la hora de volver a provocar un arcoíris. Eso sí, trabajar para un mito nunca debería ser catalogado como pecado.

Fue Tom Leezer el que nos sacó del desierto en los últimos kilómetros, en un ataque que se quedó en nada por el “rouge” final de los más rápidos. Ese momento donde apareció Peter Sagan, que corría casi solo, pero con la ambición de un escuadrón de guerra. La ambición de ganar de todas las formas posibles, la de superar a todos, aunque solo sea en el amor que profesa a este deporte. Por eso, la remontada de Sagan en un sprint antológico fue la remontada de todos.

La de un hombre que lleva toda la temporada dignificando el maillot que viste. La de un corredor que puede ganar en casi todos los terrenos y que lo volvió hacer en el día en el que pocos hablaban de él. El campeón del mundo vuelve a ser el que para muchos es el mejor ciclista del mundo. Y eso solo puede ser bueno para el ciclismo. Por eso, todos olvidaremos Doha cuanto antes, dejando simplemente un pequeño recuerdo en nuestra memoria colectiva. El de la remontada de Sagan, el de la lluvia de clase que provocó un arcoíris en medio del desierto.

*Foto de portada: El Periódico