‘Café Society’: el baño visual de Woody Allen
El estreno de la película anual de Woody Allen acostumbra a ser uno de los acontecimientos marcados en la víspera de cada otoño. El director neoyorquino, ya octogenario, se mantiene fiel a su filosofía de “hacer cine por entretenimiento” y sigue brindando, pese a su edad, un largometraje por año a sus más fieles seguidores -que no son pocos-. Pese a denotar una notable pérdida de frescura argumental y de dinamismo en sus guiones respecto a sus obras de anteriores décadas, lo cierto es que los últimos trabajos de Allen venían destacando por su afán innovador, el cual se había encontrado en numerosos casos con un ligero fracaso, pero también en algunos con una agradable acogida.
Después de perderse a sí mismo un poco, aunque con sonoro acierto, en las imágenes visuales y los colores de Medianoche en París (Midnight in Paris, 2011), los devaneos de Allen rogando por reencontrarse con su estilo han sido variados. La falta de chispa de A Roma con amor (To Rome With Love, 2012) supuso un retroceso ampliamente subsanado por el éxito de Blue Jasmine (2013), dotada de una inmensa carga dramática que le repatrió una buena dosis de su caché como lector de impulsos sociales. Sus dos últimos trabajos, Magia a la luz de la luna (Magic in the Moonlight, 2014) e Irrational Man (2015), por su parte, supusieron dos intentos algo descafeinados por conjugar su sutil excentricidad con una clara voluntad de crecimiento en el aspecto visual. Se podría decir que Woody Allen ha adquirido con los años una especie de hambre perfeccionista en este sentido, de ambición por convertir sus genuinos trabajos tras el libreto y su desenfadado estilo de dirección en productos de verdadera belleza audiovisual. Se podría decir que Café Society (2016) es su mayor éxito en este sentido desde recreaciones de época como la realizada en Manhattan (1979).
La de Café Society es una historia reducida en el sentido argumental pero plena en el ámbito del simbolismo, algo muy del agrado de Allen y con lo que hacía tiempo que no era capaz de toparse. A menudo la supuesta grandeza intelectual de alguna de sus obras -las dos últimas son obvios ejemplos en este sentido- ha funcionado como un contrapeso excesivo para su éxito. Su apuesta por la pulcritud visual ha quedado de manifiesto de forma definitiva en un film para el que ha contratado, por primera vez en toda su carrera, a un director de fotografía de la entidad del italiano Vittorio Storaro, triple ganador del Oscar por tres obras tan mastodónticas como Apocalypse Now (1979), Rojos (Reds, 1981) y El último emperador (The Last Emperor, 1987). El resultado no ha podido ser mejor en este sentido.
La fantástica recreación de los años 30 en Los Ángeles y Nueva York -buscando, por supuesto, el contraste entre ambas amparándose en un guion que lo favorece- que realiza Storaro queda patente tanto en la limpieza de sus composiciones como en la destreza de sus movimientos de cámara, un aspecto fundamental a la hora de materializar el ansia por la perspectiva propia de Allen. En este sentido, la dirección de fotografía funciona al unísono con una extraordinaria dirección de arte y un muy trabajado y diseño de escenarios. No sería descabellado, pues, afirmar que Café Society pueda ser uno de los filmes más cuidados de su filmografía en todo lo que se refiere al aspecto visual. No hay detalles pasados por alto, no hay fisuras. Sus colores y su aura son puro Hollywood clásico.
Allen vuelve a fluir
La falta de dinamismo argumental venía siendo otra de las carencias fundamentales del cine más reciente del neoyorquino, a menudo enredándose en sus propias reflexiones y brindando una resolución final algo trillada al espectador, como en Irrational Man; o simplemente perdiéndose por completo en el camino hacia su objetivo, que finalmente se mostraba absolutamente desdibujado, lo que le ocurrió en Magia a la luz de la luna. Sin embargo, en Café Society las cosas se suceden a un ritmo que permite al espectador mantenerse conectado a la historia en todo momento, sin sentir que la propia pretensión de grandeza de la película acaba por sobrepasar su propia aplicación práctica.
Como suele ser habitual en las películas en las que no aparece en pantalla, Allen se traslada a sí mismo al interior de la película, encarnando su personaje prototípico de hombre inseguro y ligeramente paranoico en un Jesse Eisenberg que se calza estos zapatos con una naturalidad pasmosa. Sus peripecias y relaciones en el mundo de Hollywood y, posteriormente, el neoyorquino, van teniendo lugar con una fluidez característica de sus momentos de mayor inspiración, pese a que hay que tener en cuenta la absoluta reducción de pretensiones argumentales que lleva a cabo en esta cinta. Café Society es, en este sentido, el triunfo de la simplicidad y la inspiración en el cine clásico, algo que queda patente en vínculos tan evidentes como el del propio enredo amoroso triangular, verdaderamente similar al que tiene lugar entre Jack Lemmon, Shirley MacLaine y Fred MacMurray en El apartamento (The Apartment, 1960).
En lo que se refiere a sus personajes, Café Society constituye otro rotundo éxito de Allen, que retrocede de nuevo en busca de sus perfiles clásicos y olvida riesgos como los tomados con el personaje de Joaquin Phoenix en Irrational Man o el de Emma Stone en sus dos últimos filmes. Lo cierto es que una actriz con el ímpetu de Stone eleva en exceso el volumen de libido habitual en las películas de un Allen que siempre ha preferido otorgar a sus personajes femeninos de una mayor sutileza y elegancia. A este modelo responde perfectamente una redimida Kristen Stewart que brilla con luz propia atesorando esa mezcla de misterio en la mirada y evidente atractivo sexual que el neoyorquino no encontraba en una actriz desde Scarlett Johansson.
Más allá de Eisenberg y Stewart, el reparto coral de Café Society es fantástico, con un Steve Carell en racha que cada vez muestra en mayor medida su espectacular versatilidad interpretativa -es capaz de viajar de la vis cómica a la demoledora fuerza dramática de su rol en Foxcatcher (2014)-. Además, cabe destacar la fuerza narrativa de los personajes interpretados por Corey Stoll, quien continúa su meteórico ascenso desde su aparición en House of Cards; y Stephen Kunken, cuyas apariciones, aunque escuetas, imprimen un influjo de aire fresco muy alto a la película.
Café Society cumple el requisito básico en una película de cumplir con creces sus propias expectativas, algo que Allen no conseguía de un modo tan holgado desde Match Point (2005). Pese a que éstas, en el caso que ocupa, no resultaban ser excesivamente elevadas en lo argumental, el neoyorquino es capaz de manejarse en la simplicidad y crear un producto rebosante de ingenio y dotado de secuencias que rozan la genialidad -el encuentro del personaje de Eisenberg con la prostituta en prácticas interpretada por la frágil Anna Camp es uno de los mejores momentos del cine de Allen en todo el siglo XXI-. Café Society es, en definitiva, un triunfo. Una respuesta a voces para aquellos críticos que afirman que su cine está en horas bajas. Y es que, mejores o peores, todas las cintas de Woody Allen poseen un sello intransferible. Que sean muchas más.