El tatuaje de los aros entrelazados
Se los había tatuado en la espalda. Cinco aros entrelazados que a simple vista parecían una unión de tinta imborrable sobre la piel, pero sólo lo parecían. En el fondo guardaban toda su vida. Las mañanas de madrugones constantes para ir al colegio después de entrenar, las tardes sin bajar al parque y las noches sacando unos minutos al reloj para leer apuntes con los ojos ya medio cerrados. La tinta guardaba una transición al deporte profesional que la había alejado de sus amigos y de la rutina amateur, reflejaba las noches en la Blume o en el CAR de Sant Cugat.
Había crecido con los más grandes en la cabeza. Apellidos de diferentes partes del planeta resonaban en sus oídos. El Comaneci de Nadia, el Owens de Jesse. Cada historia de superación de cada uno de los referentes de las disciplinas deportivas era un impulsor para los días de fatiga. Una meta con nombre de competición y el sonido del podio invadían su ángulo de visión, como un túnel que se persigue aunque el final continúe siempre lejano. No son sólo cuatro años, es una rutina diaria incrustada en la memoria. Piernas que no pueden más, bolsillos de padres que ya no saben a qué organismo solicitar una beca, entrenadores con muecas fruncidas por no haber robado un segundo más al cronómetro o no haber conseguido más puntos en el marcador definitivo.
Para ustedes son cuatro años de parón entre los que un evento de tres semanas se cuela por las televisiones y el resto de pantallas. Para los que lo cuentan, tecleándolo o narrándolo, es trabajo. Y el verbo disfrutar une las sensaciones de todos los amantes del deporte en ambos bandos. Pero para los deportistas es una vida. Lo es para ella, que lleva los aros tatuados. ‘Ella’, pero podría ser cada uno de los que con la bandera de su país en el pecho gritarán alto que no conocen el verbo rendirse. Giren su cabeza hacia el Cristo Redentor. Es cinco de agosto del año 2016: empiezan los Juegos Olímpicos de la XXXI Olimpiada.
Fotografía de portada: ©AFP