La economía de un cartel de la droga
Después de haber hecho una sesión de networking y teambuilding con el responsable, el headhunter se dirige a la sala común donde los candidatos esperan a ser entrevistados, y, si tienen éxito, reclutados para una de las mayores organizaciones del país. Nuestro headhunter se encuentra en una de las mejores talent pool que podría encontrar para su compañía, aunque sabe que la competencia es dura y que también está tratando de atraer a los mejores talentos de la zona. Hasta aquí todo es normal. Lo que quizá resulte un poco sorprendente al lector es que la talent pool sea una cárcel pobre y abarrotada de El Salvador, y que nuestro sagaz headhunter represente a la mara Barrio 18, una de las mayores organizaciones criminales del mundo, con más de 50 000 “empleados” a nivel global.

Cárcel de El Salvador, uno de los principales centros de reclutamiento para bandas como Barrio 18 | ©diario.es
Le pido al lector que haga el difícil esfuerzo de ponerse en la piel de nuestro reclutador. Las características del tipo de empleado que buscamos son difíciles de encontrar a la luz del día: pocos escrúpulos, pocas opciones alternativas -para garantizar su fidelidad, generar una relación de confianza de largo plazo y pagarle menos- y un buen currículum con años de experiencia a sus espaldas. ¿Qué mejor lugar para encontrar al candidato ideal que una cárcel? Y es que las mecánicas de las organizaciones criminales y los cárteles de la droga -como toda organización que busca maximizar beneficios- tienen poco de romántico y mucho de entrepreneurship, espíritu capitalista y negocios. La diferencia fundamental estriba, claro está, en que mientras que Apple actúa bajo el paraguas de la ley y puede recurrir a la misma en caso de necesidad, un cártel de la droga lo hace a través de la violencia, sobornos y amenazas.
Todos estos hallazgos y análisis los ha hecho Tom Wainwright, periodista de The Economist, en su libro Narconomics: How to Run a Drug Cartel. A través de viajes por numerosos países del mundo y entrevistando a líderes tanto de países -como el entonces presidente de México Felipe Calderón- como de bandas criminales -como el líder de Barrio 18- Wainwright hace un análisis profundo de las causas y consecuencias del estado actual del tráfico de drogas. Una de las principales conclusiones que extrae es que estas organizaciones se comportan como una empresa más. Tanto que hasta tienen actividades de relaciones públicas y responsabilidad social corporativa. En el caso de relaciones públicas, lo hacen principalmente a través de sobornos, desapariciones, asesinatos y amenazas a periodistas de la zona que puedan hablar o hayan mencionado el tema. Pero no sólo se quedan ahí: también usan pintadas y las llamadas narcomantas para limpiar su imagen con respecto a otros cárteles -diciendo, por ejemplo, que ellos no matan o secuestran a niños y mujeres- o para ensuciar la de otros -acusándolos de haber perpetrado determinadas masacres-.

Narcomanta cuyo texto reza “Los Zetas no secuestran niños y mujeres. Honor al trabajo” | ©expedientenoticias
Uno de los grandes problemas que enfrentan los países en los cuales los cárteles efectúan la mayoría de sus actividades (desde la mayor parte de Sudamérica hasta México) es la falta de provisión de bienes públicos por parte del Estado. Y ante un Estado incapaz de proveer áreas de recreo suficientes, los cárteles ven una oportunidad más para redimirse a ojos del pueblo y que así no dificulten tanto sus actividades. De esta forma estas organizaciones cumplen a la perfección con su responsabilidad social corporativa a la vez que obtienen un beneficio de la misma.
No sólo eso, sino que hasta algunas organizaciones como la de los Zetas han llegado a implantar un sistema de franquiciado no muy diferente al de empresas como McDonald’s. Los Zetas ofrecen el know-how, formación, armamento y una reputación temible, mientras que los franquiciados aprovechan su conocimiento local del área y el apoyo de los Zetas para obtener beneficios a cambio de darles un pedazo de la tarta. Y como pasa en el mundo “legal”, en el que si un franquiciado de McDonald’s vende un producto en mal estado o gana mala reputación esto afecta al resto, lo mismo sucede en el mundo ilegal. Si uno de los franquiciados mata a supongamos, un policía estadounidense, las autoridades llevarán a cabo redadas concentradas en todo el grupo, generando perjuicios para todos.

Áreas de México controladas por diferentes organizaciones criminales | ©zoomdigitaltv
De todo esto se deviene una clara observación: la reputación y la confianza importan mucho. No disponer de un sistema judicial hace que reclamar el incumplimiento de un contrato se vuelva una situación peliaguda. Es por ello que importa tanto saber con quién haces negocios como tu propia reputación. Y normalmente la reputación se establece a través de la violencia. No sólo eso, sino que esto se extiende a la competencia. Es mucho más beneficioso ser el único vendedor de cocaína en un área que tener que competir en precios o calidad con otros cárteles. Al no haber sistema judicial que pueda penalizar acciones no “éticas” contra la competencia, esto se traduce en violencia por el control del territorio. De hecho, cuando dos organizaciones logran llegar a un acuerdo para repartirse el territorio de venta la violencia cae drásticamente. Además, al igual que lo haría una empresa normal, estas organizaciones diversifican sus actividades para obtener una fuente más diversa de dinero y reducir el riesgo: tráfico de drogas y de inmigrantes, secuestros o extorsiones forman parte de su cartera de actividades.
En su libro Wainwright no se queda únicamente en un análisis de este tipo de organizaciones, sino que además lo extiende a las políticas que han tomado los Estados para tratar de solventar el problema de la droga y el crimen organizado. Lo cierto es que este tipo de políticas han estado fundamentalmente centradas en la oferta -como han sido la quema de campos de cultivo de coca, persecución y penas de cárcel duras para los traficantes, desmantelamiento de laboratorios o el establecimiento de barreras para impedir el tráfico entre países-. El problema es que la droga es un producto cuya demanda apenas varía con el precio. Eso significa que los incrementos en coste de todos estos impedimentos se traducen en una caída del volumen comerciado muy reducida. No sólo eso, sino que esos costes son soportados en su inmensa mayoría por los compradores de a pie, no por los narcotraficantes. Además, algunos apenas tienen efectos. Por ejemplo, la quema de campos de coca apenas tiene un efecto sobre los beneficios de los narcotraficantes, ya que aunque el precio por kilo de cocaína aumente en 1000€, esto es una parte muy pequeña del coste total -que viene dado mayormente por los procesos de valor añadido en su transformación y los costes de envío-, parte que debido a la poca elasticidad de la demanda incluso se traduce en una caída mínima de la cantidad vendida. De hecho, de las conclusiones de Wainwright se extrae que las políticas deberían estar centradas en medidas mucho más efectivas y eficientes como el establecimiento de cárceles centradas en la reinserción y no el castigo. De esta forma se evitaría el reclutamiento masivo por headhunters de los cárteles y se ahorrarían los costes posteriores de la violencia generada. No sólo eso, sino que pese a que reconoce que la legalización de las drogas puede generar numerosos problemas, defiende que bajo el paraguas de la ley la regulación puede ser lo suficientemente efectiva como para que el resultado sea ampliamente mejor que el statu quo.

Quema por parte del ejército de Colombia de un laboratorio de coca | ©AFP/Raúl Arboleda
En vez de dedicar más dinero a la guerra contra las drogas, defiende reutilizarlo en campañas educativas, provisión de bienes públicos, centros de desintoxicación y regulación que permita un desarrollo controlado del mercado de las drogas. Quizá no sea la solución óptima. Quizá la solución óptima simplemente no exista y estemos condenados a escoger entre second best. La contribución de Wainwright es mostrar que los cárteles de la droga no son entes especiales, sino que se comportan como una empresa más, sólo que una empresa al margen de la ley, con sus propias reglas no escritas. Quién sabe, quizá si el tabaco hubiera sido ilegal tendríamos un Joaquín “El Chapo” Guzmán en lugar de Philip Morris, estableciendo su territorio en base a la violencia en lugar de precios, innovación y marcas, y siendo regulado a través de redadas, cárcel y persecuciones en lugar de marcos legales de competencia. Lo que parece estar claro es que el statu quo no funciona.
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