El contenido

El otro día, producto de una conversación delirante sobre las piscinas, acabé por darme cuenta de lo importante que es el contenido en nuestro día a día. El contenido como entidad, como cualidad incluso. Las piscinas nos lo cuentan en su versión más literal. Ellas, tan sublimes y atractivas cuando su interior está cubierto de agua (es decir, de contenido), se convierten en la nada, dejan de ser piscinas, cuando resultan estar vacías. Una piscina vacía es un agujero peligroso, una construcción absurda, una caída implacable contra el azulejo. Finalmente acabé por darme cuenta de que el término piscina implica directamente los conceptos de infraestructura y de contenido, y de que el uno sin el otro, por mucho esfuerzo que se dedicase a ello, extravían el sentido del mismo.

Las cosas, sin embargo, dejan de parecer tan obvias cuando uno deja de hablar de piscinas. Nos resulta sencillo caminar con pies firmes sobre la verdad de lo literal, pero todo se complica cuando el concepto del contenido deja de referirse al agua y pasa a convertirse en algo abstracto y difícil de definir. Lo subjetivo sirve, la mayor parte de las veces, como escudo férreo para aquellos que saborean el triunfo de las excusas con un placer inusual. El problema llega cuando, como en todo delirio que se precie, acabas por tirarte a la piscina sobrepasando lo literal y, las más de las veces, todo lo que te encuentras al caer son azulejos.

Con la literatura pasa algo parecido a lo que pasa con las piscinas, con la diferencia de que en ella es más sencillo disimular la caída hacia el vacío. No hablo, por supuesto, de aquel género literario cuya única función es el puro entretenimiento. En aquel que posee la habilidad de entretener recae la poderosa responsabilidad de actuar como contrapeso del contenido, como vía de escape. Es absurdo solicitar contenido a un formato de entretenimiento, algo así como llenar de agua una superficie absolutamente plana. El líquido se dispersa, es absorbido o termina por evaporarse. Cuando hablo de literatura sin contenido me refiero a aquellos que construyen un pozo y lo abandonan a su suerte, vacío, esperando la caída del ingenuo (puede encontrar la bibliografía completa de Paulo Coelho en su librería más cercana).

Los seres humanos, pese a obtener por herencia biológica cierta capacidad racional, hemos caído víctimas de la mayor de nuestras virtudes: el lenguaje. Nos pierden las palabras. Nos encantan las piscinas verbales hasta el punto en que, a menudo, tendemos a ignorar casi voluntariamente si éstas se encuentran llenas o vacías. Y al final, como siempre ocurre cuando interviene esa villana cruel que es la costumbre, acabamos por no diferenciar una cosa de la otra. No resulta fácil descifrar a las palabras, embusteras por definición, pero lo cierto es que les ocurre lo mismo que a las piscinas: no valen de nada si están vacías. Son eso, palabras. Dado que son gratuitas, cualquiera puede emplearlas. Más difícil es encontrar a alguien que realmente diga algo.

De las piscinas a la literatura coelhista, y de la literatura, como siempre, a la ósea realidad. En épocas de volubilidad moral, es más fácil que nunca resultar engañado por las palabras y su destreza maniquea, capaz de convencerte de que el cielo no es azul y, además, de que tú eres estúpido por creer que es así pese a que, en el fondo, sabes que por cojones tiene que ser azul. De convencerte de que todo aquello en lo que tú crees es una ingenua, patética y absurda estupidez. La verdad viaja, incontrolable, de su teórica subjetividad hacia el empirismo más arcaico y es entonces cuando te das cuenta de que se ha difuminado, de que, tras el telón, la verdad sólo es un triste espectáculo de marionetas.

Jefes políticos, directores ejecutivos y hasta tu vecino el del cuarto dibujan su verdad e intentan convencerte de que esa es la real, y no la que otros te están contando, como cadenas de comida rápida compitiendo por demostrar que ellos tardarán menos – ¡muchísimo menos! – en provocarte un infarto de miocardio que las demás. Igual que hacen Coelho y compañía con su literatura. Intentan convencerte de que ellos sí saben de qué va todo esto y, cómo no, te invitan a tirarte a su piscina. Hay quienes, entonces, recuerdan la importancia del contenido, aunque también los hay que, aún a día de hoy, siguen esforzándose por aprender a nadar sobre azulejos.

Caricatura: Loiro.