“También esto pasará”: por pasar, pasó la vida
Blanca ronda los cuarenta años cuando vuelve a Cadaqués, el pueblo de los veranos de su infancia, para enterrar a su madre. Los últimos meses han sido toda una agonía real y figurada para ambas. Se siente muy triste, pero también exhausta. En el cementerio, la acompañan sus dos mejores amigas, los padres de sus dos hijos, la perra de su madre, Patum, y un misterioso desconocido que la observa. Abundan los amigos, pero también las ausencias -“qué rápido se va la familia que elegimos”-. Lo que sigue a esta escena inicial es un magnífico autorretrato psicológico. Las idas y venidas de la protagonista durante este punto de inflexión van llegando desde dentro y en primera persona. En un continuo diálogo con el recuerdo de su madre y consigo misma, acompañamos a Blanca por el cansancio, el dolor, el hastío y la depresión. .Pero también por el sexo, el morbo de la seducción, por la juventud infinita y las drogas. Son pocos los momentos de satisfacción, pero la empatía que genera el personaje los hace sentir como propios.
Quizás la cuestión esté en esta empatía. Blanca sale con un hombre casado, no trabaja y vive de rentas con sus dos hijos de distinto padre en una buhardilla en el centro de Barcelona. Con todo, no le faltan amigos para completar el aforo de su chalet en l’Empordá y volver, por momentos, a los mejores veranos de su vida. De su madre aprendió a saber llenar la casa con según qué gente y a disfrutar de grandes velada en las mejores compañías. Sabemos que tiene o tuvo un hermano, pero nunca aparece en el libro. Blanca es inmadura y cada vez se encuentra más cómoda instalada en sus contradicciones. Lo más sencillo es definirla como una auténtica colgada, pero una colgada que, pese a todo, cae bien. Y es por eso por lo que no es incómodo acompañarla por sentimientos y situaciones tan oscuros y tan íntimos.
Las doscientas páginas del libro, editado para España el año pasado por Anagrama, son un canto a la vida y a la muerte, y a lo contrario de la vida, (“que no es la muerte, sino el sexo”). Engancha por la transparencia, por lo visceral de la emociones, pero para disfrutarlo completamente, hay que mirar hacia afuera. Es entonces cuando reconocemos a Blanca como el alter ego de su creadora, Milena Busquets Tusquets. En la solapa del libro les dirán que es licenciada en Antropología por una universidad londinense, pero no es este el punto. Milena es la hija de Esther Tusquets, fundadora de la editorial con la que comparte apellido. Tusquets fue responsable de la publicación de un grupo de autores que van desde Ana María y Terenci Moix hasta Ana María Matute, de quien hablamos ya aquí. Pueden encontrar bastante más sobre aquellos años en sus dos volúmenes de memorias, “Habíamos ganado la guerra” y “Confesiones de una vieja dama indigna”. El segundo encaja perfectamente con los recuerdos que pone Milena en boca de Blanca a lo largo de su novela. Ficción o realidad, para la autora este libro no es otra cosa que una carta de amor a su madre.
El amor ni se crea ni se destruye. Los años van pasando, los amores van muriendo, las amistades se van. La vida alcanza un punto en el que nos damos cuenta de que parte de lo que nos prometieron que vendría no se ha cumplido. Cuando Blanca era pequeña (quién sabe si la propia Milena Busquets estuvo allí), su madre le contó un cuento chino para consolarla tras la muerte de su padre. En el cuento, unos sabios se reúnen al servicio de un rey, que les pide que encuentren una frase adaptable a todas las situaciones posibles. Cuando la encuentran, determinan que “también esto pasará”. Como la euforia, como la deprresión, como el capricho por un hombre casado, como el hambre tras el último porro. Y como las páginas de este libro, breve en su justa medida, pero, sin duda, recomendable. Léase preferentemente del tirón, en una tarde.