Compostela sabinera

Cuando uno piensa en Joaquín Sabina rápido llega ese intenso aroma a poeta de portal, a libreta deshojada y a vino barato en copa cara. Resulta difícil imaginar sus letras sin su voz de cigarrillo empapado y, aún así, las noches sabineras de Pancho Varona han conseguido captar su más bruta esencia agarrando el estilo de macarra de medio pelo enamorado del amor, de Madrid y de las curvas de mujer y carretera. El que ha sido la mano derecha de Sabina desde el amanecer de los 80 lleva en su maleta a otro de los infieles incondicionales del de Úbeda como es Antonio García de Diego, además de a la incombustible Mara Barros, una de las voces más desgarradoras del panorama nacional y también actual corista del propio Sabina.

Para llenar la Sala Capitol, a estos tres músicos no les hizo falta nada más que un puñado de poemas y un cajón lleno de anécdotas. Minutos antes de que apareciesen sobre el escenario, la sala compostelana ya se llenaba con The Turtles y su ‘Happy Together’, dando paso al premonitorio Nat King Cole con su suave y delicado ‘Unforgettable’. Los allí presentes, agolpados al filo del escenario, no esperaban menos de una noche cálida a la que nada más allá de la música, los corazones rotos y los corazones por romper parecía importarle.

Varona, García de Diego y Mara Barros fueron puro perfume sabinero | ©Andrea Oca.

Varona, García de Diego y Mara Barros fueron puro perfume sabinero | ©Andrea Oca.

Todo ese aire de misticismo que el ambiente había ido adoptando en los minutos previos se rompió como un jarrón al caer desde un octavo piso con la entrada de Varona, quien, comprendiendo que aquella no era noche para sueños sino para cuentos sobre la pasión en plena calle, alzó ligeramente su sombrero, se encaramó sobre su guitarra y empezó con aquello de que qué bonitas son las noches en Compostela, y también con eso otro de que peor para el sol, que se mete a las siete en la cuna A García de Diego, quien acompañaba al teclado, no le costó demasiado empolvar sus teclas y agarrar su guitarra para arrancarse sobre las calles mojadas, el vuelo de los pájaros en Portugal y un par de cosas más.

Mara Barros, sentada en una banqueta relativamente alta para evidenciar su porte y su presencia, decidió confesar en algún momento, sensual voz mediante, que lo que realmente le gustaría en la vida es llegar a ser una chica Almodóvar, alzando el brazo derecho entre el humo y deslizando el izquierdo por su perfil mientras su cuerpo se movía como el dorso de una serpiente a cámara lenta. A Varona y García de Diego, que por un momento parecían haberse desvanecido tras la voz de Mara Barros, poco les costó volver a levantarse para decirle que ella sabe mejor que nadie eso de que hasta los huesos sólo calan los besos que no has dado, mientras los centenares de asistentes confesaban no querer un amor civilizado, por aquello de perseguir los amores que matan, esos que nunca mueren.

Pancho Varona no se ha separado de Sabina prácticamente desde sus inicios | ©Andrea Oca.

Pancho Varona no se ha separado de Sabina prácticamente desde sus inicios | ©Andrea Oca.

Como en toda noche sabinera, acabó llegando el turno del público, quien divirtió y sintió a partes iguales, contando las noches mucho más rápido que los días, jugando a un juego que dicen que se llama amor y haciendo algún que otro pacto entre caballeros. Para aquel entonces, la mayoría de los allí presentes ya no tenían dificultades a la hora de imaginar al propio Sabina cantándoles, desde su taburete, cosas sobre parques de arena y besos y juegos en los que un par de ciegos juegan a hacerse daño.

La recta final del concierto repartió pastillas para no soñar a un público que, temeroso ante el inminente fin del espectáculo, comenzó a pedir más y más ruido antes incluso de que Varona, Barros y García de Diego se dispusiesen siquiera a abandonar sus instrumentos. La noche era cerrada en Compostela, daban las diez, las once, las doce… y todos, ya se sabe, entre la cirrosis y la sobredosis. En la noche sabinera de la Sala Capitol todo fue Sabina con excepción de aquella falsedad de “y cada vez más tú, y cada vez más yo… sin rastro de nosotros”.