Artificiales
Últimamente vengo leyendo, más a menudo de lo que debería, a los nuevos referentes de la poesía tanto nacional como internacional. He descubierto, valga el apunte, ciertas cosas que me han terminado por resultar interesantes, aunque lo cierto es que la sensación general con la que me he quedado es la de que ya no existe la poesía. Al menos no tal como los cinco siglos previos de poetas la venían entendiendo. Me cuesta creer, pues, que en apenas 20 o 30 años (cabe destacar que este proceso es notablemente reciente), un género literario con tal magnitud histórica haya sufrido un cambio tan sustancial. Pero lo más extraño es que, aunque lo que podemos leer ahora en verso persigue un concepto totalmente opuesto al entendido como poesía hace apenas medio siglo, todos seguimos llamándolo poesía.
Para que me entendáis, el principal motivo por el que creo que lo que he estado leyendo no es en absoluto poesía es porque, realmente, termino siendo consciente de que, bajo todo esa parafernalia retórica, nadie me está queriendo contar ni transmitir nada. En lugar de imágenes que reflejen perspectivas o sensaciones, con lo que me he encontrado es con una pila de modelos predefinidos, como si, en lugar de escribir para saciar su propia necesidad artística, lo estuviesen haciendo pensando directamente en lo que yo, lector, voy a pensar de su obra tras leerla. Dicho de otro modo: el producto no es sincero, sino pura ansia comercial. Donde antes había poetas ahora hay asesores de marketing hablándonos de sexo y tabaco. Como si en el siglo XIX no se follase ni se fumase.
Mi enfado para con la poesía, sin embargo, duró lo justo y necesario, pues también es cierto que ella, a fin de cuentas, poca culpa puede tener en todo esto. Pasando por alto la obvia y evidente defunción de las artes pictóricas (no por ausencia de talento, sino por falta de carga mercantil, entiéndase), queda patente que los únicos modos de expresión que pueden llegar a triunfar en la sociedad actual son el cine (con su tendencia, cada vez mayor, a trasladarse a la televisión), la novela plana (muy, muy plana a poder ser) y la música. Sumidos en un universo de prisas, instantes de fama y eternos silencios, nos hemos acostumbrado a entender el arte como un bien de usar y tirar. Necesitamos reinventarnos constantemente y es por eso que nunca llegamos siquiera a saber quienes somos nosotros mismos. Y es que realmente no somos nada en concreto. Somos, precisamente, de usar y tirar. Pero lo somos en voluntad propia y no en un sentido estrictamente físico (que también).
Oteando el panorama político-social la cosa no promete mucho más, y es que es bien sabido que la cultura es y ha sido reflejo de aquellos que la producen y la consumen, véase todos nosotros. Los mismos, exactamente los mismos modelos predefinidos que acabo por encontrar siempre en la nueva poesía o la nueva música o incluso el nuevo cine que triunfan, son los que veo cuando salgo a la calle. Que los seres humanos han sido arrastrados por los estereotipos, servidor incluido, es algo que es absurdo discutir. Nuestras actitudes, al igual que la de los nuevos poetas, están regidas por asesores de marketing, magnates morales de la revolución tecnológica. Aparentamos ser pero difícilmente somos, y es por ello que nos hemos vuelto unos absurdos incrédulos con respecto a todo. Básicamente porque es difícil creerse lo que te dicen los demás sin siquiera creer en lo que tú dices.
A veces me siento y me pregunto qué pensarán nuestros líderes políticos cuando se acuestan por las noches y si estarán convencidos realmente del papel que están realizando y del escaso componente genuino que comporta. Quizá sus mentes domadas apenas sean conscientes de este fenómeno y, cabeza sobre la almohada, sólo se dediquen al autoconvencimiento circular de su doctrina, aquella que se cierra con un fin de la cita que ya han aprendido a escribirles entre paréntesis y una línea más abajo para evitar confusiones. Realmente es comprensible que se pueda caer en el absurdo dialéctico cuando ninguna parte del discurso es honesta, si apenas propia.
Muchas veces me gusta darle vueltas a cómo sería el mundo si todas las personas que viven en él expresasen libremente sus pensamientos, los de verdad. Me gusta creer, supongo, que todos tenemos cosas que decir que, por un motivo u otro, acabamos negándonos a nosotros mismos. Romanticismos aparte, la que creo que acaba por ser la verdad es que nos aterroriza exponernos, que los demás acaben por descubrir quiénes somos. Nos aterroriza a quienes no somos nadie, pero también a los poetas, los músicos y los agentes políticos. Curioso, cuanto menos, cuando se ha demostrado que no es desnudarse lo que, en último término, nos escandaliza, sino el chirrido que producen nuestros pies cuando son incapaces, por un momento, de sostener la imagen que hemos creado sobre ellos. Y es entonces cuando caemos, sin poesía, con las manos cubriéndonos los ojos y pidiendo perdón por las molestias.
Caricatura: Loiro.