Opacos

El otro día me paré a pensar en para qué servirían las paredes en un mundo en el que no hiciese el frío que hace en Compostela. Os puede parecer obvio, pero tenemos tan interiorizado a nuestro hogar como a un refugio frente a las tempestades que a veces lo obvio se puede escapar de la percepción. Evidentemente, las paredes sirven para mantener la privacidad y para evitar que los sigilosos perpetradores de hurtos colectivicen las pertenencias a las que esta nuestra sociedad con síndrome de Diógenes nos ha vinculado hasta lo enfermizo. En resumen, para que la gente que está al otro lado de la pared no vea lo que hay a nuestro lado de la pared ni pueda acceder a ello. Simples y útiles son las paredes.

Simples y útiles son también las gafas, otro extraordinario invento del ser humano pero que, curiosamente, se usa para todo lo contrario. Mientras las paredes permiten que una persona que está a cinco metros no nos vea, unas gafas permiten que nos vea mucho mejor. Sin embargo, mientras que una pared es bastante difícil de derribar, quitarse unas gafas no cuesta demasiado. Esta absurda reflexión me ha llevado a creer que el mundo nos quiere decir algo acerca de la realidad. Algo acerca de lo horrible que es. Nos lo pone fácil para evitarla pero muy difícil para enfrentarnos a ella. La lógica dicta que, si creamos paredes, por algo será. Hay algo ahí fuera que nos aterroriza.

En este sentido, se podrían diferenciar dos tipos de miedo que encarnan, a decir verdad, con bastante nitidez a los dos grandes tipos de seres humanos que cubren este vasto planeta. Está, por un lado, el miedo del que no tiene más remedio que enfrentarse, puesto que vivir siempre tras su pared no es una opción, sea por el motivo que sea. Ese tipo de miedo suele desvanecerse o, mejor dicho, apaciguarse cuando, tras emplear otro útil invento como la puerta, descubre que lo que hay ahí fuera no es más que otras personas con el mismo miedo. Cientos, miles, millones de personas acojonadas por lo que pueda venir.

El segundo tipo de miedo es el que más dura. Es el que pertenece a aquellos que, tras sus paredes, tienen todo lo que necesitan y más. De este modo, ignoran dos inventos útiles como las gafas y las puertas y se quedan con sus paredes, cada vez con más y más cemento. No es que yo sea ningún experto pero si hay algo que sé a ciencia cierta es que los miedos no se hacen aliados si no te enfrentas a ellos. Por eso el segundo tipo de miedo es el más peligroso. Lo peor de todo esto es que este tipo de miedo, al afectar a aquellos que no tienen la necesidad de compartirlo, suele pertenecer a las personas más importantes de cada sociedad. Las personas que suelen gobernar la vida social, de hecho.

Los señores feudales vivieron en sus castillos, rodeados por sus ampulosas paredes, durante siglos, y generaron su propia realidad, tradición que ha desembocado en la forma de actuar de los grupos elitistas actuales. Entre ellos, la clase política. No es ningún secreto que la clase política actual es ajena a los problemas de aquellos que salen a la calle a enfrentarse a sus miedos todos los días. Se está comprobando, precisamente, ahora mismo, con una fuerza teóricamente socialista peleándose consigo misma en lugar de formar un gobierno que atienda de una vez las heridas sociales que la legislatura previa causó a la población española.

Lo que le está ocurriendo a la clase política española hace tiempo que sobrepasó con creces el tomar decisiones sin tener las gafas puestas. Lo que le ocurre es que directamente gobierna y decide detrás de una pared, sin tener en cuenta a lo que hay al otro lado. Sin importarle un mínimo lo que les ocurra a todas aquellas personas muertas de miedo pero decididas a afrontarlo. Decía William Faulkner que la sabiduría consiste en tener sueños bastante grandes como para no perderlos de vista mientras se persiguen. Lo que yo sigo sin entender es cómo se puede perseguir el bienestar social detrás de una pared. Porque, obviamente, todos sabemos que las paredes sirven para algo más que para taparnos del frío.

Caricatura: Loiro.