Vida y obra de un amante incondicional
El pasado domingo el baloncesto perdió a su jugador en activo más laureado. Perdió al más talentoso, al que más cerca ha estado jamás de alcanzar la leyenda de Michael Jordan. Pero, ante todo, el baloncesto perdió a la persona que sin duda más lo amaba: Kobe Bryant. Un sentido poema publicado en The Player’s Tribune sirvió como despedida del eterno escolta de los Lakers no sólo de la NBA, sino del amor de su vida. En su carta habla del niño de seis años que vio su sueño cumplido. 31 años después, la mirada de Kobe es la de alguien que, a pesar de haber llegado a la cima, quiere seguir hasta tocar el cielo. Pero ya no le quedan fuerzas para volar. Esta temporada será la última para un jugador que nos hizo soñar como él soñó con seis años.
Pero los sueños no son más que imágenes lejanas si no lo ponemos todo de nuestra parte para alcanzarlos. Si observamos la carrera de Kobe en retrospectiva podemos ver que las cifras demuestran que fue el mejor jugador de la década de los 2000: sus porcentajes y sus datos de anotación son estratosféricos. Pero estaremos dejando de lado lo que ha hecho de Kobe un jugador único: la determinación que siempre ha demostrado para acabar convirtiéndose en la peor pesadilla de sus defensores y en esa persona que siempre querrías tener en tu equipo y con el balón en sus manos cuando se decide un partido.

Una mirada que casi dice tanto como la carta a la que acompañaba | ©Walter Ioos / The Player’s Tribune
De todo se ha dicho ya esto días sobre Kobe. Se ha hablado de sus gestas, de sus defectos y de sus virtudes. Pero pocos han buscado el origen de su creciente leyenda… y ése no es otro que su fuerza de voluntad. La voluntad de quien se sabe talentoso, pero que también comprende que eso no es suficiente para convertir sus sueños en realidad. La voluntad de un niño de doce años que en su primer día de entrenamiento con el equipo de su escuela volvió a casa sin haber anotado una sola canasta, pero que siguió luchando hasta ser el mejor de ese equipo, el mejor de la universidad, el mejor de su franquicia… el mejor del mundo.
El talento por sí solo no es suficiente. Tenemos ejemplos de sobra que así lo demuestran. Pero si al talento le sumamos el esfuerzo de un jugador que en su edad de oro, a pesar de ser con diferencia el mejor jugador de la liga, seguía entrenando más que ningún otro, nos encontramos con alguien capaz de hacer historia. Porque las leyendas no sólo se forjan cuando los focos apuntan hacia el héroe: detrás de cada canasta ganadora hay miles de tiros fallados en incontables horas de entrenamiento. Michael Jordan, que no destaca por su facilidad a la hora de repartir elogios, afirmó que Kobe Bryant era el único que había trabajado lo suficiente como para merecer ser comparado con él. Los resultados de ese esfuerzo desmedido quedaban más que patentes temporada tras temporada, pero… ¿qué hacía única la ética de trabajo de Kobe Bryant?
Kevin Durant acudió por primera vez a la concentración del Team USA en 2008, en los Juegos Olímpicos de Pekín. Era un equipo lleno de estrellas, pero había una que brillaba por encima de las demás: un Kobe Bryant que, a sus 29 años, estaba en el clímax de su carrera. Tras los primeros días de entrenamiento, Coach K dio a sus jugadores un día libre, aunque también puso un autobús a disposición de aquellos que prefieresen emplearlo para hacer prácticas de tiro. Sólo había un jugador en ese autobús además del alero de los Thunder: Kobe Bryant. Ser el mejor jugador del mundo no era suficiente para él. Quería siempre más y más.
Ser el mejor jugador del mundo no era suficiente para él. Quería siempre más y más

El propio Michael Jordan elogió la ética de Kobe Bryant, “el único que ha merecido la comparación conmigo” | ©Nathaniel S. Butler / Getty Images
En tan solo cuatro años la situación cambió mucho para Kobe. Las lesiones, que había podido esquivar durante toda su carrera, empezaban a hacer mella. El equipo con el que había conseguido dos anillos consecutivos se estaba descomponiendo a pasos agigantados. Kevin Durant, otro enamorado del baloncesto como, ya se había convertido en toda una realidad: le había arrebatado el título de máximo anotador a Kobe, que quedó segundo. El referente del Team USA era LeBron James. Los Juegos Olímpicos de Londres eran el escenario perfecto para no perder un tono competitivo que cada vez era más difícil mantener. En esa cita olímpica también desembarcó otro nuevo recién llegado: Rob Schwartz.
Schwartz debutaba como preparador físico de la mejor selección de baloncesto del mundo. En su primer día ofreció a los jugadores su teléfono, por si querían hacer ejercicios de acondicionamiento más allá de los entrenamientos. Dos días más tarde recibió una llamada de Kobe preguntándole si podría ayudarle… a las cuatro de la mañana. Cuando Rob llegó a las instalaciones no eran ni las cinco, pero Kobe ya estaba sudando como si hubiese jugado un partido completo. Durante dos horas estuvieron practicando ejercicios de fuerza y acondicionamiento. A las siete Rob se fue a descansar, ya que a las once estaba programado el entrenamiento. Cuando llegó se encontró a los jugadores hablando mientras Kobe estaba practicando el tiro. Rob le preguntó por curiosidad a qué hora había terminado su entrenamiento individual por la mañana. “Oh, justo ahora. Quería anotar 800 tiros antes de irme, así que ahora”.
De cuatro a once. Todo eso durante un campus de verano… y antes del entrenamiento. Podemos hablar de cifras, pero son los hechos los que determinan el alcance de una leyenda. Y el hecho es que ningún otro jugador ofreció jamás tal nivel de entrega. Salvo, quizá, Michael Jordan. Y es con él con el único con quien podemos comparar a Kobe Bryant, un héroe del baloncesto al que el tiempo pondrá en lo más alto del olimpo de la NBA. El hecho de que sea un ídolo contemporáneo elimina esa fina pátina de magia que envuelve las gestas del pasado, pero poco a poco las (pocas) críticas darán paso a las (ya numerosísimas) alabanzas que ha recibido y recibirá. El mundo del baloncesto le devolverá lo que él siempre le dio y lo único que exigió a cambio: amor incondicional. Por un deporte. Por ese momento en el que el silencio precede a la alegría. Pero, sobre todo, amor cuando los focos se apagaban y se encontraban ellos dos a solas. Frente a frente, fundidos en un solo ser. Amor verdadero. Sin más, os dejo con las palabras con las que Kobe Bryant se despide de su amante incondicional: el baloncesto.

Kobe vistiendo el uniforme de sus sueños, el uniforme que defendió durante toda su carrera | ©Mark J. Rebilas / USA TODAY Sports
(Traducción del texto publicado en The Player’s Tribune)
Querido baloncesto
Desde el momento que empecé a enrollar los calcetines de mi padre para tirar canastas imaginarias en el Great Western Forum supe que una cosa era real: me había enamorado de ti. Fue un amor tan profundo que te lo di todo: desde mi mente y mi cuerpo hasta mi espíritu y mi alma. Como un niño de seis años profundamente enamorado de ti nunca vi el final del túnel: sólo me vi a mi saliendo de uno. Y corrí. Corrí en cada cancha detrás de cada balón dividido. Me pediste mi esfuerzo. Yo te entregué mi corazón. Jugué a través del sudor y el dolor; no porque la competición me llamase, sino porque TÚ me llamaste. Lo he hecho todo por TI, porque eso es lo que haces cuando alguien te hace sentir tan vivo como tú me has hecho sentir.
Le diste a un chaval de seis años su sueño Laker y siempre te amaré por ello. Pero no puedo amarte obsesivamente por mucho más tiempo. Esta temporada es todo lo que me queda por darte. Mi corazón puede soportar el dolor, mi mente puede aguantar el trabajo… pero mi cuerpo sabe que es hora de decir adiós. Y eso está bien. Estoy listo para dejarte ir. Quiero que lo sepas ahora para que podamos saborear cada momento que nos quede juntos. Los buenos y los malos. Nos hemos dado el uno al otro todo lo que somos. Y los dos sabemos, sin importar qué haga a continuación, que siempre seré ese niño tirando calcetines enrollados a la papelera de la esquina. Quedan :05 segundos en el reloj y la pelota está en mis manos. 5…. 4… 3… 2… 1…
Siempre te querrá, Kobe