El odio
Hay noches en las que, por fuerza mayor, las palabras se quedan atragantadas en la garganta. Lo cierto es que la del pasado viernes 13 de noviembre de 2015 fue una de ellas. Tras los atentados perpetrados en París, con el foco principal en la sala de conciertos Bataclan, por parte del Estado Islámico, la esperanza comenzaba a esconderse en el sótano de la consciencia. La crueldad del ISIS, puesta en escena desde su separación de Al-Qaeda en 2014, ha terminado por alcanzar términos impensables para el ser humano.
La situación en Oriente Medio es, de hecho, insostenible. El conflicto sirio sigue recrudeciéndose en base al intercambio de balas y explosivos, siendo la inocencia la única castigada. Todo un país sometido a las iras cruzadas, cada vez más desatadas, de oriente y occidente. Todo un país sometido al odio. Un odio que sigue, tras cada atentado y cada respuesta, vertebrándose y haciéndose más fuerte, sumido en una vorágine de crecimiento desenfrenado al que parece que será imposible poner fin de no cambiar la actitud al respecto.
El fundamentalismo del ISIS ha destrozado de un modo tajante todo resquicio de piedad y compasión. El fusilamiento a sangre fría en Bataclan pasará a la historia, sin duda alguna, como uno de los actos de violencia más crudos y salvajes de la historia moderna. La respuesta de François Hollande y de todo occidente ha sido, de momento, la de fomentar el hambre de guerra del Estado Islámico. Y es que desde occidente también se odia. Desde occidente también se asesinan civiles, aunque lo cierto es que éstos no suelen estar en salas de conciertos. Los mismos civiles, las mismas muertes, que el ISIS lleva perpetrando ya durante un año en Siria.
Después de una noche en la que las palabras estuvieron de más por respeto a los seres queridos de los, de momento, 129 inocentes fallecidos el viernes en París, ha llegado un punto en el que el ser humano como tal debe replantearse a sí mismo. Replantearse su humanidad. Con Hollande firmando el fuego cruzado se está firmando, de forma consciente, una guerra ideológica que terminará con una cifra de fallecidos que será notablemente superior a la del pasado viernes. Se está firmando la guerra del odio. Y el odio sólo acarrea la más visceral de las crueldades.
El origen de este conflicto, ubicado a partes iguales en lo ideológico y lo económico, partiendo siempre de las altas esferas, acabará dejando un rastro de deshumanización latente en una sociedad partida en dos, llena de resentimiento y de prejuicios. El odio llevará a que ser musulmán en occidente sea un peligro y ser occidental en Oriente Medio también lo sea. Si es que no lo es ya. Pero esto parece importar poco a aquellos que, desafortunadamente, están a punto de decidir el destino a corto plazo de la humanidad.
La amenaza bélica por parte del ISIS, tras los atentados de París del pasado viernes, es ya una realidad. El deseo occidental de venganza será, sin embargo, el que acabe por convertir un acto de crueldad extrema en una guerra total. Como si el sufrimiento de 129 familias no fuese, a todas luces, suficiente para darse cuenta de que la violencia y los asesinatos producidos por el odio resquebrajan por completo todo aquello que el ser humano se ha esforzado en construir durante siglos.
El odio triunfó el pasado viernes en París. El halo de esperanza de la solidaridad posterior a nivel civil hace pensar que quizá las personas de a pie no quieran morir. Que quizá no quieran matar. En un sistema democrático en el que, teóricamente, el poder representa la voluntad del pueblo, sólo se puede pedir que el Gobierno francés esté a la altura del suyo. Sólo con ello, el odio se debilitaría. Y, sin odio, la guerra perdería todo su sentido.