El queroseno ha tomado el escenario
Despojados de nuestra violencia ingénita y arrojados a una civilización de normas y derechos apenas interiorizados, a veces no nos queda más remedio que cultivar el extrañamiento y la alienación como parte de la maldición del raciocinio. Por eso, debatiéndose entre la corrección de una ética nefasta y la virtud de un recodo de libertad, las expresiones culturales destinadas a dar forma a este miedo a lo convencional son ínfimas, a menudo repudiadas por su arrojo grotesco, por la excentricidad de sus raíces. Sin embargo, en la clandestinidad del sentimiento siempre cabe lugar para una verdad impetuosa que proyecte incómodas realidades, que no titubee a la hora de bucear las pútridas letrinas de la moral. Armándose con los pocos recursos permitidos a los extravagantes (la radicalidad, la apoteosis), estos mártires misereres extreman el dominio de los conceptos para evidenciar su ridículo, para promover el levantamiento contra lo imperdonable y lo coercitivo. De esta beligerancia del afecto nace el teatro de Sarah Kane.
Nacida en 1971 en la telúrica localidad de Brentwood, Essex, la dramaturga británica más transgresora de las últimas décadas sopesó una infancia que oscilaba entre la genuflexión ante el altar y la colocación del escapulario. Criada en una familia fervientemente cristiana, Kane recibió una educación que hacía de la curiosidad un anatema y que exigía una devoción continuada; no obstante, fue una época de moderada, discreta felicidad, sazonada de un insobornable espíritu lector que la llevó a transitar de Shakespeare a Edward Bond y a admirar el teatro como un espacio de recreo idóneo para el aturdimiento peregrino. De carácter travieso y de una audacia perspicaz, provocaba las iras de sus melindrosos padres con equívocos demasiado explícitos para una edad tan temprana. Sin embargo, y hasta bien entrada su adolescencia, Sarah Kane cumplió castamente sus deberes religiosos, manteniendo un límpido compromiso con su credo y con las preceptivas de éste, asistiendo rigurosamente al ejercicio dominical entre salmodias y confesionarios. Aunque renunció abruptamente a su práctica religiosa al acbar sus estudios secundarios, en sus trabajos posteriores se nota una tenue huella de moderado cristianismo todavía bajo la naturaleza de sus personajes y de sus situaciones.
Durante su época como estudiante de teatro en la Universidad de Bristol, Kane practicó estrictamente la composición poética, pero la complejidad de sus sentimientos no le permitía expresar fielmente todo cuanto deseaba vomitar, de modo que renunció gradualmente a unos versos que, no obstante, encontraron una nueva canalización igualmente reveladora: el drama. Kane aseguraba que el teatro (como el océano que toca Zihuatanejo) no tiene memoria, y por lo tanto olvida y perdona equitativamente, destruye con ligereza existencias y dimensiones enteras y permite administrar con arbitrio de artesano los paralelos donde entrechocan la esperanza y la oscuridad. Amalgamar los vicios, las inquietudes, con legítima creatividad, fascinaba a Kane, que por entonces no había logrado asimilar la magnitud orbital de sus emociones.
La importancia de la resiliencia daba pábulos para sus obras
Con una desbordante erudición por el teatro clásico, Kane censuraba sin embargo su anacrónico discurso, su incapacidad para responder a la coyuntura inmediata, y también reprochaba una deuda histórica del teatro con la bondad interpuesta, exigiendo una presencia necesaria de proscritos, de individuos repulsivos, de acciones en el límite de la condición humana. Con estas características en mente, Kane transcribe sus vísceras durante su estancia en Bristol para dar lugar a Blasted, su ópera prima, leída públicamente por primera vez en 1995. Cuando debutó en un teatro amateur de Birmingham, el cariacontecido auditorio dudaba entre levantarse en cólera o huir entre síntomas inequívocos de asco: por el escenario desfilaron violadores, asesinos, caníbales…superpuestos con un delicado atrezzo, con una armoniosa realización. En una formulación rayana en lo repugnante, se suceden blasfemias, asesinatos y crímenes sexuales, incluyendo violaciones anales a soldados británicos. La censura del público fue unánime; sin embargo, entre los asqueados asistentes se encontraba el eximio Mel Kenyon, agente teatral que, fascinado por la reacción del respetable ante la tragedia de Kane, decidió ofrecerle la oportunidad de representar Blasted en el Royal Court Theatre de Londres. A riesgo de destripar la trama, me niego a incluir más detalles del argumento: el lector aprensivo podrá ver parte de la obra aquí.
Devorada por los críticos teatrales, Blasted supuró su desprecio en representaciones marginales, mientras Kane caía en una profunda depresión espoleada por los barbitúricos y el valium. Sin embargo, en defensa de la precoz dramaturga, hubo algunas voces respetables que elogiaron poderosamente la obra, que entendieron como un mensaje claro ante la obsolescencia de la dialéctica del drama convencional y l reivindicación de una erística del arte más allá del artificio vacuo, repetitivo y tedioso. Entre ellos, sin duda el más combatiente de la obra de Kane fue el Nobel Harold Pinter, a la postre amigo íntimo de la escritora, que interpretó (correctamente) la obra como una equivalente sátira entre la guerra de Bosnia, aún candente en aquel momento, y la violencia doméstica.
A raíz de ese efecto de redención institucional, y motivada por la publicidad que la hizo adalid de la divergencia, Kane fue contratada por el britaniquísimo Channel 4 para exhibir una de sus creaciones. De este modo, en 1997 la emisora británica emitió Skin, una estridente composición sobre la vida amorosa, declive y caída emocional, de un cabeza rapada con una mujer negra. Con una duración de 11 minutos, y con Vincent O’Connell tras las cámaras, el corto llegó a estar nominado a “Mejor Corto” en la Berlinale. La crudeza de su imaginería, la explícita labor del maltrato, del consumo de drogas y del conflicto étnico la convirtieron en un must-watch del circuito de cine indie británico, en una nación que comenzaba a revolverse de sus escombros culturales para sobrellevar la masificación del Brit-Pop en la era post-Thatcher.
Regresando a la deconstrucción de obras clásicas, y en síntoma de nuevo indignado, disidente, Kane se lanzó a una reinterpretación del clásico de Séneca Phaedra con su siguiente obra: Phaedra’s Love. Esta es quizás una de las obras más honestas de la escritora británica, en tanto la percepción de su propia penitencia vital, su sensación general de abandono trágico, de misantropía latente y de profunda depresión ahogan a los personajes hasta hacerlos émulos y catalizadores de ese sentimiento de desamparo, incluso tendientes al suicidio. Bordado con la finura de un cinismo genuino, Kane logró grangearse el respeto de los arcaicos críticos, que aplaudieron las tablas del teatro clásico mostradas y la relectura de algo aparentemente magistral.
Sarah Kane es la última gran dramaturga del siglo XX
Luego vendrían Cleansed (inspirada en la frase de Roland Barthes “estar enamorado es como estar en Auschwitz”), Crave (renuncia gradual a esa violencia obscena de sus obras, ligeramente basada en la obra de T.S. Eliot La Tierra Baldía) y, finalmente, 4.48 Psychosis. No obstante, la impetuosidad de su carácter permanecía vencida por la amargura, la desesperación existencial y la inquietud del aislamiento: a pesar de su buenhacer social, de su ingenio próximo y de su humor espontáneo, Kane se forzó a estigmatizar un mundo que le resultaba ajeno, sórdido, incomprensible, tal vez lastrada por los profundos arraigos del dogma que tanto tiempo alimentó durante su juventud. De hecho, Crave es en este aspecto determinante, puesto que se disecciona la función de persecucionismo social de los llamados “policías de la moral”, que velan por el cumplimiento íntegro y escrupuloso de una corrección civil, aún a riesgo de sentenciar al individuo a su abandono epistemológico.
Después de soportar una vida de sobremedicación y haciendo de nómada entre psiquiátrico y psiquiátrico, Kane ingresó de urgencia en el London King’s College Hospital después de haberse tomado una sobredosis de barbitúricos en 1999. Aunque comenzó a recuperarse, el estrépito que perfiló el espinazo de la enfermera que la halló colgando del techo, a sus 28 años, con los cordones de los zapatos alrededor del cuello aún cierra como un funesto epílogo la vida de una dramaturga irreverente, inagotable y desmesurada. Su realismo vírico, su costumbre de mofarse de la manera más vulgar posible de la tradición y su familiaridad con el lumpen más desolador permiten una vigencia de sus obras, hoy artículos de culto en una oferta programática resumida en una endogamia insulsa. La intertextualidad de sus obras no representaba una pérdida de originalidad, sino que, muy al contrario, upaba sus desvaríos y cristalizaba la perfidia de sus pretensiones. Y ni siquiera la más unánime de todas las cóleras puede hacer olvidar su trayectoria, con sus psicopatías, sus trastornos y sus debilidades humanas, demasiado humanas.
Aquí vuelve un reflejo eximido de distorsión, proclive al desánimo y al nihilismo, con las venas del antebrazo desgarradas mientras un puño lene sostiene en suspenso las últimas horas de una humanidad demasiado correcta. Y una voz salvaje se desgañita en nombre de la autenticidad. Bienvenidos sean los que dan la espalda al canon de la impostura, porque ellos mearán sobre las tumbas del olvido.