La putada de ser imputado
“Dadme dos líneas escritas por el hombre más honrado y encontraré en ellas motivo para hacerlo encarcelar.”
Cardenal Richelieu (1585-1642), redactando un auto de imputación.
El mundillo judicial está lleno de palabras feas. Términos como “querellado”, “reo” o “suplicatorio” nos hacen pensar en tensas declaraciones ante jueces de flequillo, largas estancias en Soto del Real y horas de tertulia televisiva donde el regodeo o la indignación van de la mano de la filiación política. El más grave estigma y la mayor vergüenza de nuestros días es que un juez te regale con un auto de imputación, lo que se traduce en el linchamiento mediático y la muerte civil mucho antes de que exista (si es que llega a existir) condena judicial.
A la desnaturalización interesada de su significado acompaña una generalizada confusión en el uso gramatical del término “imputado”. Un juez de instrucción, en el curso de la investigación de un delito, imputa algo a alguien. El hecho delictivo funciona ahí como complemento directo del verbo “imputar”, y la persona funciona como complemento indirecto; igual que sucedería con los verbo “atribuir” o “achacar”: se le atribuye algo a alguien. Sin embargo, titulares como “Siete concejales de Santiago imputados”, es decir, “Siete concejales de Santiago atribuidos” son comunes en la prensa.
Con el fin de erradicar este vicio gramatical tan extendido, el Gobierno ha remitido a las Cortes un proyecto de modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal en el que, entre otros cambios, sustituye la figura del “imputado” por la del “investigado” en la primera fase del proceso penal. A partir de ahora se dirá, con más propiedad, “Siete concejales de Santiago investigados”. Esta medida confirma que la sintaxis no es solo una cuestión de moral, como decía Paul Valéry, sino también una cuestión de justicia.
El cambio parece acertado y probablemente contribuya a que la figura del imputado-investigado recupere el alcance jurídico y el fin que le son propios. Desde una perspectiva procesal y en contra de lo que pudiese parecer, la imputación no es algo negativo, sino que es una garantía para el ciudadano que le permite ejercitar con plenitud su derecho de defensa. Cuando el juez imputa a una persona la comisión de hechos con apariencia delictiva, le permite conocer la acusación que se formula contra él y le garantiza la asistencia de abogado. Además, a diferencia de lo que ocurre con el testigo, el investigado es titular de uno de los más sagrados derechos en una democracia: el derecho a mentir. Los juzgados y tribunales no son confesionarios y los delitos no son pecados, sino que el proceso es una lucha entre el Estado represor del crimen y el ciudadano que busca preservar su libertad. Es por esto, por ser fundamental en cualquier Estado de Derecho, que los investigados deben poder negarse a colaborar con la misma justicia que les puede encarcelar.
Los juzgados y tribunales no son confesionarios y los delitos no son pecados, sino que el proceso es una lucha entre el Estado represor del crimen y el ciudadano que busca preservar su libertad
Fundamental en cualquier Estado de Derecho es también la presunción de inocencia, que se ha visto resentida por el uso partidista de las imputaciones como armas arrojadizas contra el adversario. Cada vez que se abre una investigación judicial contra un cargo público se suceden las peticiones de dimisión cuando aún no se ha demostrado su culpabilidad. La situación se agrava por la lentitud a la que discurren los procesos penales, que pueden durar años. Recientemente, en un caso sobre un aspirante a la Guardia Civil al que se le impidió continuar con el proceso selectivo porque estaba inmerso en una causa penal por tráfico de drogas, el Tribunal Supremo sentenció que limitar a los imputados el acceso a las funciones públicas es inconstitucional, por vulnerar el derecho a la presunción de inocencia.
Ante el fácil recurso a la indignación popular contra la casta corrupta e imputada que vamos a echar porque sí se puede, hay que ser consciente de que cualquiera de nosotros podemos ser usuarios del proceso penal con relativa facilidad. No es tan difícil que se nos impute la comisión de un delito. Simplificando mucho las cosas, alguien que nos quiere mal podría acusarnos cualquier día de un delito de contornos difusos, como por ejemplo, tráfico de influencias. Bastaría entonces con que la denuncia no fuese manifiestamente falsa o absolutamente ridícula para que el juez se viese en la obligación de averiguar e investigar la veracidad de los hechos denunciados y nos imputase, con el fin de que tuviésemos la posibilidad de defendernos de la acusación. En ese caso a todos nos gustaría que, a pesar de la sospecha, el único que nos pudiese condenar fuese un juez después de que quedase demostrado más allá de toda duda razonable que somos culpables.
Si todos los políticos investigados tuviesen la obligación de dimitir, independientemente de las circunstancias o el delito que se le impute, no solo la presunción de inocencia, sino también la separación de poderes resultarían menoscabadas. En una democracia quien pone y depone a los líderes no es la Iglesia, ni el Ejército, ni los jueces, sino los ciudadanos en elecciones periódicas. Si cada vez que la titular del Juzgado de Instrucción número 1 de Lugo redacta un auto de imputación el mandato democrático de cargos públicos por toda Galicia queda automáticamente revocado, parece pertinente preguntarse por qué seguimos votando y no dejamos que el Poder Judicial, en su infalibilidad, elija a los mandatarios según su recta conciencia.
En una democracia quien pone y depone a los líderes no son los jueces, sino los ciudadanos en elecciones periódicas
El cambio terminológico impulsado por el Gobierno va más allá de la mera corrección lingüística, y demuestra una vez más el poder de las palabras. Solo la posterior práctica política y periodística en el uso del término “investigado” evidenciará o no el éxito de la medida. Ojalá baste decirlo con otras palabras para que seamos conscientes de que criminalizar a todo imputado nos acerca más a una moderna caza de brujas que a una sociedad libre de corrupción.