La teoría del todo: el paciente rostro del amor
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Hollywood lleva ya casi un siglo vendiendo amor. Digo vendiendo porque lo disfraza y lo colorea, lo maltrata y lo convierte en un aliado de conveniencia. Sin embargo, postrados en este tardío 2015, es inevitable reflexionar sobre lo poco que ha hablado el cine del amor. ¿Qué es el amor en su profundidad más tenebrosa? Habitualmente, las historias que se nos presentan en la gran pantalla finalizan cuando hombre y mujer se besan y cierran el ciclo de la búsqueda. Sin embargo, ¿qué pasa después? ¿Qué sucede cuando el amor se ha de enfrentar al dolor, la enfermedad o incluso la muerte?
La historia de Stephen Hawking y Jane Wilde comenzó como tantas otras terminan. Miradas tímidas en una fiesta universitaria cualquiera, bailes bajo fuegos artificiales y besos cargados de ese tipo de ilusión que sólo se percibe durante la efímera juventud. La selección de Eddie Redmayne y Felicity Jones para encarnar a los jóvenes enamorados encaja a la perfección con la atmósfera dulce que James Marsh elige para su película. Sus rostros, frágiles, se funden con el relato que están a punto de comenzar a narrar. Aparcan la pasión y abrazan a la comprensión, los gestos comedidos pero inconfundibles y esa clase de sonrisas con la mirada baja que tanto encandilan a la cámara. Se acercan peligrosamente a convertirse en la portada de la Cosmopolitan como pareja del año.
Sin embargo, el amor de ensoñación pasa a un segundo plano cuando un tercero irrumpe en la relación. Ni un amante ni una suegra, sino una enfermedad. Concretamente la esclerosis lateral amiotrófica, una de las peores y más profundamente irreversibles. Termina el cuento de hadas y comienza la vida real, tan inesperada e impredecible como siempre. Pese a ello, la historia de Stephen Hawking y Jane Wilde no perdería ese aroma a primavera que la caracterizó desde el principio. Por y para que esto funcione, la batuta de la BSO se le entrega al islandés Jóhann Jóhannsson, quien brilla sobremanera con sus creaciones de fantasía, leves y acompasadas, que, aunque extradiegéticas, funcionan en perfecta armonía con el film.
El guión, escrito por Anthony McCarten, es ligero e inteligente. La personalidad de Stephen se perfila a las mil maravillas, dibujándolo con maestría como un genio de la ironía y, sobre todo, como un hombre de una fortaleza mental férrea. Jane, por su parte, es la, a priori, chica frágil e inocente que se enamora del chico más tímido de la fiesta. Sin embargo, a medida que la cinta avanza, se descubre tras sus ojos de color vidrio la presencia de un alma batalladora y fiel, cercana y generosa. Jane Wilde se transformaría en Jane Hawking apenas dos años después del terrible diagnóstico que marcaría, de forma irreversible, un matrimonio no apto para débiles del corazón.
Y así comenzó la vida en común de Stephen Hawking y Jane, su primera esposa. Uno de los físicos más brillantes del último siglo postrado de forma irreparable en una silla de ruedas y una filóloga que se veía obligada a situar su vida en un segundo plano por el simple hecho de amar a una persona que requería su presencia a todas las horas de todos los días de todos los años. El mérito de Jane Wilde no fue amar, sino hacerlo con tal vigorosidad como para poder convertir una vida destinada a la degeneración irremediable en un día a día lo más agradable posible. En una madurez con tres hijos. En definitiva, su mérito fue construir una vida para Stephen sacrificando la suya propia. Y nada puede haber más valiente que eso.

La ternura y la compasión se conjugan a la perfección en la cinta de James Marsh (Foto: El Antepenúltimo Mohicano).
El amor, sin embargo, no es impermeable al dolor. Por mucho que el reflejo de unos ojos despierten océanos de lava en tu interior, el tiempo y la enfermedad son enemigos muy poco convenientes para la supervivencia de un vínculo. Stephen Hawking, en su extraordinaria condición de hombre íntegro e inalterable, otorgó a su amada esposa Jane la posibilidad de ser feliz en 1990, cuando le regaló por su cumpleaños unos papeles de divorcio recién firmados que simbolizaban el más sincero agradecimiento por haber dedicado 30 años de su vida a permitir que él pudiese centrarse en su trabajo como físico. Entender a Stephen Hawking sin entender a su esposa Jane es imposible por innumerables motivos. Lo es porque, sin la ilusión de un amor incipiente y la continua presencia de alguien que te mira como si acabases de nacer a cada instante, es prácticamente imposible afrontar una enfermedad de la magnitud de la ELA con la entereza con que Hawking lo hizo y sigue haciendo en la actualidad.
La teoría del todo, como film biográfico espléndido, es capaz de recoger en pequeñas frases y detalles los momentos clave de una relación, su ascenso y su decadencia incorregible. Símbolo fehaciente de este hecho es la conversación en la que Jane admite ante un Stephen impotente que ya no puede más. “Te he amado”, murmura, transmitiendo un dolor brutal en las entrañas al pronunciar estas palabras. En ese instante, todos sabemos que la historia de Stephen Hawking y Jane Wilde ha terminado. Lo sabe especialmente Stephen, quien, como citamos previamente, contribuye activamente a que esto se cumpla. Lo hace desinteresadamente, de la misma forma en que Jane vivió para él sin pedir nada a cambio durante casi tres décadas completas.
¿Qué es el amor, pues? Desde luego, no lo es el beso de Richard Gere y Julia Roberts en un andamio. El amor es dolor, sufrimiento y paciencia, mayormente. Sin embargo, también cuenta con el poder de transformar, salvar y crear. Sobre este punto incide La teoría del todo en una de sus últimas secuencias. En ella, Stephen y Jane, ya divorciados y con la perspectiva del tiempo de su lado, observan a sus tres hijos correr y reír. Entonces, ella se percata de que él escribe algo en su pantalla. Interesada, pregunta: “¿Stephen, qué escribes?”. Él gira los ojos y esboza una ligera sonrisa. Segundos después, su sintetizador de voz entona un significativo “mira lo que hemos hecho”. Ella le devuelve la sonrisa y recuerda a aquel chico tímido bailando bajo los fuegos artificiales.