Birdman: todos los sueños del mundo
Si la condición humana se pudiese sintetizar en 4 frases, mis candidatas serían las del comienzo del poema “Tabaquería”, de Fernando Pessoa: “No soy nada./Nunca seré nada./No puedo querer ser nada./Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo”. El enigmático escritor portugués, perpetuamente desdoblado, genial y contradictorio, decía contener en sí mismo (o en uno de sus yos) “todos los sueños del mundo”. Y es que, al fin y al cabo, son los hombres los encargados de mantener los anhelos más profundos e inagotables, incluso desde su tremenda insignificancia. ¿Quién nos recordará dentro de 5.000 años?¿Quién llevará cuenta de nuestro trabajo, nuestros amores, nuestro sufrimiento, nuestra individualidad? Y, aún así, soñamos. Es nuestro deber.
A estas alturas, se antoja verdaderamente complicado decir algo nuevo sobre Birdman, la obra maestra dirigida por Alejandro González Iñárritu. El mexicano ha logrado algo fácil de describir y terriblemente complicado de llevar a cabo: con un elenco consagrado y una buena historia, una cinta magnífica. Sin embargo, como suele suceder con todo lo verdaderamente simple, la dificultad es extrema. Tras esta trabajo, Iñárritu se ha convertido en un mediocentro que siempre juega al pie y al primer toque.
Iñárritu ha logrado algo fácil de describir y terriblemente complicado de llevar a cabo
Birdman presenta, adaptada a la época actual, una de las contradicciones que viene azuzando al ámbito cultural desde hace mucho tiempo. El argumento nos presenta a un actor que, tras alcanzar tiempo atrás las más altas cotas de popularidad interpretando a un superhéroe similar a un pájaro, intenta rehabilitar su trayectoria dirigiendo y protagonizando una obra de teatro en Broadway, algo que le llena y apasiona. La lucha entre el deber, el querer y el poder. La cultura de masas, de dudosa calidad, con su artificio y su dinero fácil, contra la alta cultura, la que llama a la nostalgia de forma constante, la siempre condenada a desaparecer y perdurar, la que todos defendemos y miramos con recelo. Fast-food contra cocinar toda la tarde. El proceso contra el fin.
Michael Keaton es un Birdman magnífico, un ring humano en el que el deber y el verdadero anhelo se golpean constantemente. ¿Volver a enfundarse un traje con unos abdominales irreales y ganar varios millones o versionar a Raymond Carver cada noche ante unas cuantas decenas de románticos en la meca del teatro? Y, como árbitro, la fama. La fama identificada con el ideal de justicia, con el reconocimiento absoluto por lo que uno quiere hacer. Una lucha a la que la gran mayoría del mundo (si se permite la grotesca generalización) asiste impertérrita, dedicándole, como mucho, unos minutos de vídeo con su móvil. La anécdota por encima de la verdadera discusión. Cultura es Keaton atravesando en calzoncillos una calle llena de gente, dirigiéndose al ensayo de la obra que ama. El hombre está desnudo y ridículo ante sus anhelos.

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En 118 minutos se desgrana ante el espectador el combate de un verdadero soñador contra el mundo. Alguien que lo ha destruido todo, incluyéndose a sí mismo, con tal de dejar una huella profunda en lo que considera respetable y digno de admiración. Así, se nos presenta la vanidad del protagonista como un sentimiento dulce y enternecedor. Además, si ya el propio Keaton encarna una lucha que daría para tres películas y una decena de cursos universitarios, el resto de actores está a su altura, ayudando a tejer el tapiz colorido de una obra genial por atípica y atípica por genial. Destacan especialmente Edward Norton y Emma Stone. El primero, que tanto viste una esvástica en el pecho como se lía a hostias con Brad Pitt sin perder ni un ápice de genialidad, es un secundario de lujo que da una trama paralela con la hija del protagonista, interpretada por Emma Stone. Una Stone a la que, por cierto, le sienta tan bien el papel de drogadicta que dan ganas de ponerle un porro en la boca y quemar todos los centros de rehabilitación.
Como una cariñosa ninfómana, Birdman agota al espectador, juega a saciarlo y a abrumarlo, y también le pide la atención que se merece. Todo a cambio de mostrarle una obra que aborda aspectos clave del ser humano, de una forma atractiva y a base de un trato exquisito. Birdman es el eterno plano secuencia en el que se viven los sueños, y también es los golpes de batería, secos, suaves, que componen una banda sonora verdaderamente sencilla, o sea, complicadísima.
Se recomienda Birdman como una exigencia necesaria, como el ejercicio, como agotarse haciendo el amor, como leer una línea más cuando aprieta el sueño. Se recomienda Birdman para comprobar que el cine puede seguir reinventándose sin tener que acudir a temáticas falsas y disparatadas. Se recomienda Birdman para comprobar el poder de los sueños y la belleza inmanente a la discusión entre lo que uno debe y lo que uno quiere. Se recomienda Birdman para volar, aunque sea un rato, desde la butaca de un cine.