Por qué me hice WhatsApp
No hay tenacidad más terca que la de quien no sabe admitir una derrota. Durante años (bastantes, sea dicho), me enorgullecí decorosamente de ser el propietario de un móvil anacrónico, destrozado por las vicisitudes del tiempo y por las tempestades, fracturado en su débil estructura y con unas funciones tan elementales y ordinarias que con su tenue sencillez yo era feliz, al menos lo que me permitía mi moral de convencido pordiosero. Lo exhibía sin resabios de pudor, con un avinagrado sentimiento romántico que me permitía atesorar lo que su creciente obsolescencia tenía de auténtico. Sin embargo, la pugna materialista del individuo distante de sus semejantes le conduce, inexorablemente, a una espontánea mofa, seguida de un eventual desprecio y, para concluir, un apartamiento cautelar por temor a metástasis de atavismo. Decididamente anclado en mi superchería, me limité sin grandes alardes a mi papel de reliquia ignorada, mientras permitía que mi idilio con la nostalgia presente me expulsase paulatinamente de la sociedad hasta hacerme partícipe del silencio tácito de los olvidados.
Desde la marginalidad, nada se oía, salvo un apagado trajín de teclas golpeadas con premura, a veces confundiéndose con la lluvia al otro lado de las estaciones. Como un animal de entrañas mutiladas, me enroqué en un hamletismo intransigente que expuso las debilidades de mis axiomas, dejándome vulnerable al fin ante el solícito escarnio de mis amistades: ser o no ser civilizado, comulgar de una farsa deliberada y enrarecida o deambular inmisericorde por las ciénagas de la incomunicación. Ante la negligencia vital de la soledad, claudiqué, entregué mis postreros júbilos a pies de sus ancestros e incliné la cerviz en señal de derrota: era el momento de integrarme, al fin, en su juego de pérfidos equívocos. Me desprendí de mi viejo teléfono, que se despedazó en el vacío como un signo inconfundible de fracaso; algunos de sus fragmentos se incrustaron en el interior de la papelera como estigmas de una noche terebrante. Después de estudiar sin demasiado conocimiento ni interés el mercado de la telefonía móvil, cerré los ojos y acepté como propias las indeseables ofertas que con tan diplomático desdén se me presentaban; y en un desordenado instante el nuevo ejemplar cayó en mi mano, quemándome el corazón con un hiriente sentimiento de lástima.
Me hundí en un crepitar de despojos sociales, que me acogieron con un ceremonioso desencanto, cómplice al cabo de sus nuevas costumbres, de sus idénticas debilidades. Celebraron al unísono mi pérdida ladina, mi frívola entrega, y en su truculento idioma de resquicios acabaron por corromper mis fríos hábitos. Porque, con el nuevo teléfono, vino una nueva expulsión de mis coartadas, una sutil forma de coacción: irrumpía su silueta como un disparo preñado de cuaresmas, algo ingenuo al principio, más explícito cuando su calor yermo se amoldó a las hechuras de mis bolsillos. Pero lo peor no era su memento mori permanente, su impresión de descarrilamiento cercano; lo peor era el tétrico chirrido de cada nuevo mensaje, como un corazón delator (¡los insoportables latidos de la culpabilidad!) alcanzando algunas zonas de mi sueño, hasta entonces inexpugnables, con la indolencia laboral de un pájaro carpintero. La asiduidad de la trepanación se producía por la necesidad de mis grupos de WhatsApp de expresarse, de proyectar sus nimiedades insípidas con completa diligencia de profetas. Tartamudeaban, se debatían entre el suspiro y el jadeo, trascendían la ortografía hasta alcanzar el neologismo, y en su idea de democracia, incluían generosos todo pensamiento por no discriminarlos a sus propios desvanes.
El zumbido de cada nuevo mensaje me persigue incansablemente allá donde voy como un temible depredador. Lo sospecho en el pánico, describiendo en el aire hormigueantes curvas que nunca sucumben; lo intuyo entre los libros, moribundos ahora que desdeño sus vísceras por el estentóreo exabrupto de otra amante; sustituye la implacable fragua que se ensaña con la pulpa de las tardes; se amapola entre la sangre que palpita por la comisura de mis labios; y, frenético y temerario, se adentra sin complejos por el otro lado de las cosas grises.
Permuté mis insulsas costumbres para lograr alcanzar la cumbre de la civilización, inconsciente de mi craso error
“¡Pero silencia tus grupos!”, me aconsejan con rigores terapéuticos. ¡Ah, la facultad de poder administrar el silencio, de templar la naturaleza desbocada como fruto de una civilización de iluminados! Si fuese tan sencillo desprenderme de su juicio vehemente, habría puesto en marcha los mecanismos para mi destierro hace bastante tiempo; pero si recurro al WhatsApp es por la crueldad apática de la existencia, su epidemia de tristezas tediosas, que me fuerza a generar un vínculo embrionario con personas hilvanadas de ausencias para evitar consumirme en un hastío unánime. Me distraigo de un nuevo ejercicio de condescendencia de la realidad: sin dueño, sin alma, se propagan en la ambigüedad, fluyendo sigilosos con sus mensajes navegables. Me deprimen los términos de la conversación, claro: según parece, la comodidad ha hecho que la fraternidad requiera el burdo arrebato de la impetuosidad para expresarse en la gramática de la indiferencia, supliendo un ánimo con el socorrido recurso del emoticono.
El acortamiento de las distancias ha provocado que se tambalee mi confidencialidad y, acreedor de una intimidad más próxima, el WhatsApp ha logrado impostar mi reserva para hacerme público y evidente y miserable. Por si no tuviese bastante con reiterar mi mediocridad a diario, el teléfono ha indagado en mi rutina para, a fuer de espasmo repentino, engendrar una sombra hincada en la depresión de mi pecho taciturno, fundando en los lindes de mi día sus embajadas pobladas de inanición. Mi voz (si algún día la tuve) se ha emancipado del páramo de mi garganta, consciente de su superfluo complemento, y asustada por su incipiente prosodia marchita. Yo mismo me he transformado, cruel y gradualmente, en una multitud de locuaces oquedades, en cuyo interior reverbera mi apéndice deformado por esta inmerecida penitencia. La vacuidad se ha empeñado en enarbolar un discurso pavoroso, y mi ingénita mezquindad se ha visto resignada a una inapetente labor de interlocutor. La fugacidad ha interpuesto unos mensajes carentes de significado, ridículos en esencia, un osario de palabras polvorientas condenadas a entenderse en una espiral de escupitajos.
Me arrastré furibundo por las cloacas del vocabulario sin tiempo para enmendar mi rol críptico, envuelto en papel celofán
He pagado cara la traición a mis principios. Emboscado en una esquina del progreso, forzado al contrabando de conversaciones, soy sólo ahora un petimetre falaz de cuanto fui. Voy desdibujando los ecos calcinados por su abuso en unas bocas invisibles, ígneas por la cal viva con la que se desenvuelven. Por eso, el título de este artículo no es una apología o una explicación, sino un planto que lamenta la adquisición infausta del teléfono. Con carácter elegíaco destrozo estos últimos suspiros, confiando en expiar la ingratitud que ya guardo, para siempre, con mi vida. Soñando el mundo como una mancha de aceite, que diría el otro, me he involucrado en una liturgia de brea y alquitrán que sólo puede conducir hacia el fango, donde arderán mis penúltimos deseos. Lego al lector la obligación de juzgar la abstracción de todos los lenguajes, las simas deseosas de prófugos que caen en su limbo quejumbroso. Y ahora, si me disculpan, me retiro: me acaba de llegar un nuevo mensaje al móvil.