La atalaya de Ana María Matute

Existen seres excepcionales que marcan la diferencia. Por lo general, son sencillos, humildes, curiosos. De entre todos ellos, hay un colectivo verdaderamente fascinante: los niños, ese germen en miniatura de lo que un día será una persona. Son imaginativos, soñadores, entusiastas, disfrutan de lo que hacen y viven dominados por la sorpresa, maravillándose ante cosas a las que los adultos ya estamos acostumbrados. Aunque, en el fondo, a todos nos queda algo del niño que algún día fuimos.

A raíz de esa sensibilidad, me parece de ley delegar ahora en las palabras de una niña que un día escribió: “pocas cosas existen tan cargadas de magia como las palabras de un cuento”. Esa niña tan perspicaz nos dejó el 25 de junio de 2014, a los 88 años, en Barcelona, la misma ciudad que la vio nacer. Su nombre era Ana María Matute Ausejo, una mujer convencida de que el conservar la inocencia de la infancia es lo que nos mantiene jóvenes a pesar del discurrir de los años.

“Pocas cosas existen tan cargadas de magia como las palabras de un cuento”

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Ana María Matute. | elcultural.es

En cuanto a su producción literaria, las constantes temáticas son la sensación de desánimo, la pérdida, la rebelión ante la injusticia y la denuncia ante la falta de amor. Todos estos motivos derivan de las trágicas experiencias vitales de la autora, que ha sido víctima de la incomprensión. Desde siempre le costó adaptarse al mundo y encontrar su lugar. La escritora Ana María Matute ha conseguido una voz propia y bien diferenciada dentro del gran coro que es la historia de la literatura española. Toda su trayectoria viene avalada por numerosos reconocimientos: la candidatura al premio Nobel y la obtención de premios como el Cervantes, el Planeta o el Nadal, ganando este último con una novela que escribió cuando tenía tan solo 17 años. Finalmente, como colofón a una travesía literaria brillante, se la nombró académica de la Real Academia Española.

Sin duda, el lance más doloroso de la vida de Ana María Matute fue la separación del que era entonces su marido allá por los sesenta, que, dada la mentalidad y prejuicios sociales del franquismo, le supuso prácticamente la marginación. La ruptura ocasionó que hasta su propia familia le diera la espalda, así como la separación forzada de su hijo, negándosele el derecho de volver a verlo. Si a esto le sumamos que vivió los años más crudos de la posguerra española es lógico que arribe a una postura vital pesimista. El sentimiento matutiano sobre la vida irradia desamparo. “Siempre te quedan facturas por pagar, la vida es un acreedor tremendo”, aclaró en una entrevista.

“Siempre te quedan facturas por pagar, la vida es un acreedor tremendo”

Todo escrito trasluce algo de la conciencia que lo forja. Así, el dolor circunda la obra de Matute. En cierto modo, desde una impresión personal, los acontecimientos trágicos que se relatan parecen remitir a la vida de la autora. Es, digamos, un uso terapéutico de la escritura, pues, por un lado, sacia la necesidad de contar algo gravoso para la conciencia, y, por otro, instaura una especie de justicia poética, puesto que denuncia aquello que impide la felicidad de los protagonistas. Así, el cuento La niña fea es un magnífico retrato de lo que debió ser la infancia de la pequeña Ana María.

Matute manifiesta una atención especial a los niños, concediéndoles un papel protagonista en su obra, que algunas veces no se ha entendido. Por ejemplo, un libro que la escritora considera crudelísimo, Los niños tontos, hay quien lo ha calificado de tierno, cuando la falta de ternura es precisamente lo que se denuncia. Y, aunque los microcuentos que componen dicha obra se prestan a la libre interpretación, traslucen una voluntad de censurar la maldad de quienes rodean a los protagonistas.

Incidiendo en las propiedades curativas de la literatura, es preciso señalar que fue este noble arte quien sacó a Matute de una gravísima depresión que la sumió en 18 años de silencio literario, ya que, retomando una novela a medio construir, halló de nuevo las fuerzas y la fe para vivir. Olvidado Rey Gudú es el título de esa genial medicina que nos devolvió a la mejor Ana María Matute. Como el ave fénix, la escritora volvió renovada, aportando con esta publicación lo más personal y característico de su prosa, que la crítica considera su opera magna.

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Ana María Matute en la década de los 70 | fransaval.blogcindario.com

El reconocimiento de Matute radica en el carácter único y personal de su producción. Cabe destacar que la autora catalana ha caminado siempre vacilante entre dos aguas: por un lado, entre intimismo emocional y el testimonio, y, por otro, entre la fantasía cautivadora y la necesidad de censura. Hay una tensión, pues, entre lo individual, lo que atañe a la vida de Matute, y el propósito de censurar una época deshumanizada. Por eso, la obra de Matute no se puede reducir a un espectro u otro, es un híbrido, que, dicho sea, tiende más hacia la exploración personal que hacia el ámbito social.

Pero esta personalidad de la literatura matutiana no es un hecho aislado, sino que viene refrendado por el carácter de su creadora, una mujer adelantada a su tiempo que no se sometió a ninguna directriz que no fuera diseñada por ella misma. Era una mujer muy suya. Prueba de ello es que, aunque nuestra escritora formó parte de la generación del medio siglo, sus intereses parecían disentir un poco de la tónica general, sobre todo en el aspecto realista.

A Matute se le ha achacado falta de compromiso con la novela social debido a su predisposición y gusto por lo fantasioso. Me interesa clarificar que no existe contradicción entre compromiso y fantasía, pues la capacidad imaginativa no remite únicamente a la evasión. La ficción es una manera alternativa de aproximarse a la realidad, igual de válida que el “realismo”, e incluso, en ocasiones, privilegiada. De hecho, la imaginación desbordada de Matute es su manera personal de aproximarse e interpretar su propia percepción de la realidad.

La imaginación desbordada de Matute es su manera personal de aproximarse e interpretar su propia percepción de la realidad

Contaba la escritora barcelonesa en una entrevista tras la publicación de La puerta de la luna, un recopilatorio de cuentos y artículos, el por qué del título. Decía que en el pueblo de su madre, había un lugar que la fascinaba: un pequeño saliente en la ladera de un barranco. Desde aquel balconcillo la pequeña Ana María admiraba el mundo, el milagro de la vida, encontrando el deleite en la mera contemplación.

Es digno de agradecerle a la escritora que, a través de los años, haya ido transportando a sus lectores una y otra vez a esa “puerta de la luna” para observar toda la vida que está encapsulada en cada una de sus historias. Desgraciadamente, ya no contamos con esa excelente guía que era Ana María Matute, no obstante, conocemos esa magnífica atalaya a la que siempre podremos volver para maravillarnos.

Imagen destacada: laverdad.es