Una de fanatismos
Hace años, todavía en el instituto, escribí un texto con este mismo título para un proyecto escolar. Había elegido el tema de los fanatismos a raíz de la batalla producida en Egipto entre los aficionados del Al-Masry y del Al-Ahly. Ese 1 de febrero de 2012 murieron setenta y cuatro personas en el estadio Port Said. Detrás no sólo había fútbol sino también motivos políticos. Desde aquella fecha, la violencia ha seguido presente dentro y fuera de los estadios, con consecuencias más o menos graves. Este domingo, el fútbol español vivió un episodio violento en Madrid del que ya habrán escuchado y leído mucho. De todas las versiones y para todos los gustos, una entretela de comentarios y acusaciones entre los que la verdad se muestra confusa. No voy a analizar las opiniones de unos y de otros, ni tampoco el papel de la prensa, ni cada palabra que se le ha dedicado al tema. Hoy simplemente recupero la esencia de un texto que denunciaba la violencia en el fútbol y que, por desgracia, sigue en la llama de la actualidad.
Domingo cualquiera de fútbol. Un equipo viaja a otra ciudad de España para jugar con otro equipo de categoría media, lejos del poder de las grandes estrellas de la liga. En un autobús, los aficionados más implicados acompañan al equipo. Los ultras. Los fanáticos. Llega un punto en el que el término utilizado poco importa, ocurre cuando las palabras no alcanzan la indignación que conllevan muchos actos. Ellos cuentan con el apoyo de los clubes, porque en ese estadio de ese equipo es necesario que haya siempre afición. Acceso despejado al estadio, señores. Pasen, vean y hagan lo que les venga en gana. Que encima les daremos las gracias por su presencia. Por diferentes personas con las que he tenido oportunidad de debatir sobre fútbol todos estos años, sé que los fanáticos (mantengamos la esencia del título) se consideran los auténticos seguidores de su equipo. ¿Se crean de verdad que eso es cierto? Es una auténtica necedad. Pueden gritar todo lo que quieran en los estadios, pueden llevar todas las banderas existentes y pueden ir a los partidos aunque sea en la última punta del planeta. Pero sólo eso no los convertirá en los mejores aficionados. En ellos, hay que diferenciar a los que realmente se desviven por su equipo, y sienten amor por el fútbol, de los que ejercen la violencia por motivos futbolísticos o políticos. Porque explíquenle todos ustedes a los niños que van con su familia al fútbol una tarde de frío invierno qué hacen cuatro mamarrachos gritando barbaridades desde una punta del estadio. O explíquenles por qué antes de un partido unos descabezados individuos se agreden tras hacer miles de kilómetros hacia el punto de encuentro. ¿En nombre del fútbol? ¿En nombre de ideales políticos? Lo peor es que nos dan sus discursos y nos los tenemos que creer. Porque sí, en pleno siglo XXI, los ideales se defienden así. Puños libres. Cuenten la milonga a quien esté dispuesto a perder su tiempo en justificarles.
No sé si serán el aburrimiento, la situación del país o la sinvergüencería (más bien esto último) los causantes de ciertas actitudes. Se trata de descargar las frustaciones del día a día con algo, supongo. La ira, la rabia y el odio que algunos deben de sentir con ellos mismos. Todo eso para el de enfrente. El apasionamiento del fanático, dice la RAE en su entrada sobre fanatismo. ¿Apasionamiento? Si eso es pasión, que se mantenga alejada. Y a todos los violentos, enmascarados con un escudo de un equipo, vayánse por donde han venido porque no han entendido qué es el fútbol. El fútbol sí es pasión, magia y tolerancia. Tolerancia con el que piensa diferente y al que hay que estarle agradecido porque, sin los opuestos, las victorias no sabrían a nada. El fútbol es la mirada de un niño que empieza a adorar un deporte. Y la de unos seguidores que tienen como principal objetivo disfrutar. Este artículo está dedicado a ellos. A los otros, los energúmenos, lo único que les deseo es que algún día se miren al espejo y la vergüenza empañe su rostro.
Imagen de portada: El Roto / El País