¿Qué es cine?
Llevo horas, días, quizá meses con esa pregunta rondando mi cabeza. Sí, sé que, a priori, es algo obvio. Todos sabemos lo que es el cine, esa pequeña gran sucesión de eventos plasmados en fotogramas que se muestran, sin descanso, ante los ojos ávidos de show del espectador. Pero también es bastante sabido que el cine no es lo mismo dependiendo de qué mirada se pose ante él. El cine puede ser entretenimiento, puede ser reflexión. También, por qué no, puede ser paz, e incluso podría, en algún caso, llegar a ser un amigo. Para algunos, no demasiados, el cine puede llegar a ser amor. Temo y celebro incluirme en este pequeño y solitario grupo. Pero después de pensarlo concienzudamente, consciente de que cada visión de esa maravilla fílmica es diferente y que cada vértice esconde una perspectiva diferente, he llegado a una conclusión que creo nos favorece y representa a todos. El cine es vida. Nada más y nada menos. Sólo vida.
El cine es alegría, claro que sí. ¿Qué sería la vida sin alegría? Charles Chaplin nunca la concibió sin ella. Ni iluminando una ciudad para una pequeña joven invidente, ni luchando contra el consumismo, ni buscando oro. Tampoco hablando del nazismo. Nunca dejó de reír. Y eso lo hizo diferente. Casos similares a él se han sucedido a lo largo del último siglo. Desde los clásicos Buster Keaton, hermanos Marx, Stan Laurel & Oliver Hardy, pasando por maestros de la parodia como Billy Wilder o Ernst Lubitsch hasta llegar a la que, para muchos, fue la época dorada de la comedia: los años 70 y 80. George Martin, Chevy Chase, Bill Murray, Ted Knight, John Belushi, Harold Ramis… Una larga lista de nombres que, a la postre, se convertirían en sinónimo de alegría. Las sitcom, con su arranque fulgurante de la mano de Friends o Seinfeld, entre otras, acercaron si cabe el fenómeno de la risa todavía más a la realidad. Y es que reír es de lo más humano.
Pero en el cine, al igual que en la vida, no todo han sido momentos felices. El cine también son lágrimas. Aunque parezca paradójico, el drama es el género cinematográfico de mayor tirada. Y es que en él se halla la representación más cruda del significado último de la humanidad. Somos seres sufridores, que atravesamos y sobrevolamos obstáculos sin cesar. Nos encanta batallar y en la lucha es donde nos encontramos a nosotros mismos. El drama humano ha marcado la historia del cine. La soledad de Kevin Spacey en American Beauty dolía en lo más hondo de todos aquellos que se veían reflejados en sus pupilas.
No ha sido otro que el cine europeo, quizá por su deteriorada conciencia histórica, el que más ha ahondado en los dramas existenciales de cada ser humano. Directores como Ingmar Bergman, Andrey Tarkovskiy, Federico Fellini o François Truffaut, cada uno de ellos reunido junto a todos sus compañeros de generación (numerosísimos tanto en el caso del neorrealismo que representó Fellini como en la nouvelle vague que lideraron Truffaut, Godard y Resnais), abrieron el alma humana de par en par y nos mostraron tal como somos, llenos de dolor y compasión. Lo mismo ocurrió con el maestro Stanley Kubrick, capaz de abrir en canal la mente de una raza corroída y destriparla sin piedad en filmes de apenas dos horas. Todo ello se debe a que gozamos siendo conscientes de nuestra miseria, nuestros defectos y nuestros errores. Porque la belleza de la vida no se halla sino abriendo los ojos, guardando las armas y quitándose los zapatos.
Más allá de las sonrisas y lágrimas, tanto el cine como la vida gozan de muchísimas más posibilidades. Está el amor, claro que sí. Están los besos. El de Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en aquella ventana de París asolada por la guerra, el de Ethan Hawke y Julie Delpy en su primera noche en Viena, el de Jim Carrey y Kate Winslet en la obra culmen sobre la impiedad del amor (Eternal Sunshine of the Spotless Mind), y, ¡cómo no!, el más vertiginoso beso entre James Stewart y una Kim Novak que regresaba de entre los muertos. Las personas, en última instancia, se mueven por amor, en cualquiera de sus vertientes, y el cine no iba a ser menos.
El cine también es guerra. Si no, que se lo digan a Einsenstein y su Acorazado Potemkin, a Clint Eastwood con su álgida Cartas desde Iwo Jima o a Steven Spielberg y su fiel soldado Ryan. Los disparos, los bandos y la sangre corren a partes iguales a cada lado de la pantalla. Muchas veces el cine, más allá de su mera función reproductora de realidades, ha buscado reivindicar la imperiosa necesidad de regresar al origen pacífico del ser humano. Esto último concierne a lo que llamaríamos metacine, puesto que si el cine es realidad y, al mismo tiempo, lucha por cambiar el status quo, no hace otra cosa que buscar modificarse a sí mismo.
Y, cómo no, el cine también es evasión. Porque es mejor que la realidad y todos lo sabemos. Entre Evasión o victoria, que dirían algunos, siempre elegimos evadirnos, internos en nuestra cobardía más sensata. Evasión en forma de ciencia ficción, en ocasiones bañada de crítica social como en algunos filmes de Ridley Scott o el propio Stanley Kubrick, y en otras por puro y acertado entretenimiento como en la indispensable saga Star Wars. También en forma de fantasía, de gángsteres y criminales diversos y de animaciones, en ocasiones inocentes y en otras no tanto como pretenden aparentar.
El cine es todo y es nada, es la pluma que baila sobre nuestras cabezas sin intención de motivarnos pero decidida a captar nuestra atención. Es la ingenuidad, es la pasión, la incredulidad, la astucia, la incomprensión, la autocomplacencia, el monólogo interior, la magia. El cine transmite sin palabras, grita con susurros y seduce sin caderas, porque en lo sutil se halla lo sexual y porque, siendo francos, todos preferimos a Audrey Hepburn antes que a Megan Fox. Por eso, ante mi propia pregunta de ¿qué es cine?, retrocedo, me abofeteo, sonrío y digo: ¿qué no lo es?