Pasa de largo y piensa: fue una época

Nostalgia. Esa es la palabra que se queda incrustada en el fondo de la taza de este 2014. Dolor del que regresa, dicen. Una vuelta a la mediocridad que asusta; no sólo por lo que cuesta regurgitar toda la excelencia que ha estado hinchando nuestras almas hasta ahora, sino porque, además, y sobre todo, pone punto final a una época irrepetible para todos aquellos que nacimos en torno al 90: nuestra juventud.

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Como siempre sucede en estos casos hubo un primer aviso. Lento, cruel y apenas perceptible. Ni siquiera los más pesimistas logramos verlo. Había algo en el aire, es cierto, un fuerte olor a nada que se podía hasta palpar si te concentrabas; un presagio que algunos consideramos la absurda alarma de la vieja guardia: los que viven acongojados ante el éxito justificado. Fue inútil; siempre es complicado creer a Casandra, pero ahí estaba: era la Copa Confederaciones y el verano de 2013.

El alud que nos enterraría después era impensable porque no habíamos perdido la brillantez, aunque a veces se intuían momentos de cierta espesura; como un cansancio inexplicable que nos abotagaba creando dudas y algo de miedo. Por instantes nos desdibujábamos, arrastrándonos irreconocibles. Sin embargo, aquel verano ante Uruguay arrasamos, jugando durante varios tramos a un nivel extraordinario, con ese fútbol de salón que enamoraba y que ya se ha vuelto imperdurable. Además, contra Italia, la suerte, eterna aliada de los héroes justos, volvió a inclinar la balanza hacia nuestro lado. No era momento de escatimar en confianza.

Torneo menor sí, donde cualquier descalabro podía considerarse mera anécdota, sin embargo el escenario y la entidad de los rivales lo convertían en un poético ajuste de cuentas de perentoria conquista. Benjamín Prado se encargaba de corroborarlo magistralmente en un apocalíptico y entrañable artículo horas previas a la final. Recuerdo que, cuando terminé de leerlo, dejé el periódico con tranquilidad y pensé: «Si hasta los poetas están de nuestro lado no hay nada que pueda preocuparnos». ¡Cuánto me equivocaba entonces y qué poco sabía de la vida! Del resultado nos acordamos todos: un 3−0 emponzoñado, con un Arbeloa nefasto ejerciendo de villano junto a la endeblez de un remate de Pedrito que hubiera supuesto el empate — y quién sabe si algo más — y confirmaba que hasta a los héroes justos se les acaba la suerte.

Cuando recobré el aliento viré mi cara hacia el tenis. Pensé que no se trataba de filias o fobias. No importaba ya que ganara o no mi equipo, sino sentir que era partícipe de algo histórico y casi perfecto; hermoso en suma. Y es que… ¿Qué culé no ensalza las virtudes de Di Stéfano o qué deportivista es capaz de negar la magia redentora del díscolo Mostovoi? A nadie conozco, siendo noble y amante de la belleza, que muestre la imprudencia de mentirse tan descaradamente a sí mismo. El tenis, por suerte, ni siquiera contempla esa posibilidad, lo que hacía todo más fácil. En aquel entonces vivía el que para muchos ha sido su mejor momento: el de tres deportistas inquebrantables como Djokovic, Nadal y Federer; entre los que se colaba cada vez con más fuerza el infausto Murray. Los fab four, los llamaban, y, a excepción de un descalabro justificado en 2008 ante Del Potro, se repartían, desde mediados de 2005, todos los Grand Slams y prácticamente todos los Máster 1000. Era una dictadura férrea y dulce que duraba ya 9 años; no producto de la falta de calidad de sus competidores, sino del altísimo nivel que mostraban ellos sin síntoma alguno de albergar fondo.

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Pero la historia está harta de ver caer imperios, y el deporte de élite no se libra de sus caprichos. 2014 no sólo confirmó la caída estrepitosa y definitiva de una España sublime (su Mundial fue una pesadilla que obligó tristemente a despertar a muchos que aún pensaban que, cuando estos se juntan, es otra cosa), sino que también infectó de mediocridad el universo de la raqueta. Sin quitarle a Cilic ni un ápice de mérito, su victoria ante Nishikori en la final del U.S. Open fue un duro golpe para la poesía deportiva: tocaba descender de nuevo a los infiernos. Todo ese límpido prodigio había sido parte de nosotros y ahora costaba decirle adiós. El desborde de Iniesta, la visión de Silva, el carácter de Puyol, la tenacidad de Nadal, la elegancia de Federer o los contraataques de Murray no eran sólo el engranaje de una estética superlativa, sino el perfume de nuestros mejores años universitarios. Aquellos partidos y aquel espectáculo sostuvieron noches memorables de cervezas y amigos, mañanas de resaca y taquicardia; bares y besos, rupturas y reencuentros… No importaba que odiaras el fútbol o no supieras lo que significaba hacer un ace, el hecho era que estaban ahí, aunque fuera entre bambalinas, combatiendo nuestro desasosiego.

Hoy por hoy Casillas ya no es Santo, Xavi ha perdido la brújula, a Villa se le devolvió al barro con excesivo silencio y los fab four son simples mortales. Los Dioses les han retirado su protección desde hace tiempo y todo se resquebraja. Es el dolor del que regresa — ya definitivamente tras la derrota ante Eslovaquia — a una realidad inhóspita; ve que ha pasado el tiempo y nada ha cambiado: los muebles en el mismo lugar y el mismo polvo acumulado, imposible de limpiar. El que tuvo retuvo, cierto, pero ya nada será igual: podrán llegar nuevos éxitos futbolísticos y las jóvenes espadas del circuito de seguro que ofrecerán espectáculo en el futuro; pero si al rozar la orilla vamos a tener que hundirnos, mucho más viejos y ajados, renegando de la belleza que un día fue nuestra, yo me pregunto… ¿Merecerá la pena?