Sábado de Resurrection, el Diluvio Universal
El cámping gratuito del Resurrection Fest es un lugar sin parangón en el ancho mundo. Tan pronto puedes encontrarte a dos simpáticos alcohólicos jugando a lanzarse navajas de forma más o menos peligrosa como despertarte de madrugada escuchando turbios jadeos a excesivo volumen en la tienda de al lado. O, en mi caso, también puedes enfrascarte en la cola del servicio (anormalmente más larga en el caso masculino que en el femenino) en una discusión contra un joven de 16 años, apoyando a la diligente señora de la limpieza, que intentaba explicarle los intríngulis de por qué no es recomendable empezar con el whisky a las 8 y media de la mañana. “Es que yo controlo“, decía el imberbe mozo. Y la señora, bastante áspera, “Charlie Sheen también decía eso“. Ahí la llevas, chaval.
Pero el último día de festival no fue protagonizado por el alcohol. Ni siquiera por Turbonegro, si no por la lluvia. La maldita lluvia de las narices. Los de Amon Amarth se habían pasado de listos el primer día, como contaba en mi primer artículo al respecto, con eso de convocar rayos y truenos con sus poderes paganos nórdicos y, tras un pequeño adelanto a lo sirimiri la noche anterior, mientras Watain nos satanizaban a todos, el sábado se desató el puñetero Diluvio Universal. Ya por la mañana hubo avisos en forma de chubascos intermitentes, que preferimos ignorar para correr desatados hacia la camioneta de Monster que, una vez más, mejoró las vidas (o, al menos, los despertares) de muchos muertos vivientes, devolviéndolos al estado de ser humano.
Me avituallo concienzudamente para combatir las inclemencias del tiempo y parto hacia la aventura. Llego a tiempo para observar al señor Lugubrious, de Haemorraghe, bañado en sangre hasta las cejas y vociferando exaltado hacia la muchedumbre desde el foso. No llevaba ni veinte minutos en el recinto cuando, demonios, tuve que ir corriendo a la zona de prensa a cargar la batería de la cámara y, por consiguiente, me perdí a la siguiente banda. Recordad, amigos, la Ley de Murphy es intocable en los fotógrafos. Si una cámara puede dejarte tirado, lo hará. Y, si eso, hasta lo hará dos veces. Por suerte, dio tiempo a ver a Hamlet. Irracional o J.F. pusieron a todos sus seguidores a dar brincos. Supongo que a Pilar Rubio, en el fondo, también, aunque ahora tenga que escuchar flamenco en su casa. Los madrileños son perros viejos, llevan 26 años repartiendo tralla, que se dice pronto, por toda la península y tienen tantas tablas que, te gusten o no, tienes que admitir que se entregan como nadie, independientemente de la edad que lleven a cuestas. Havok, dentro de su calidad musical, que indudablemente la tienen, me parecieron tan iguales a todas las demás bandas thrash de moda que me dejaron totalmente frío. Parece que así como hace cinco años lo que estaba al alza era el core y derivados y todo el mundo quería tener una banda que hiciese muchos breakdowns y muchas alternancias de voces limpias y rasgadas, hoy en día nos topamos con una excesiva explosión de thrashers clónicos, que acaban aburriendo hasta a las ovejas.

El señor McKenzie antes de su calvo histórico / © Hadrián Díaz
Quienes jamás aburren ni un ápice son los Real McKenzies. Vienen de Canadá pero son tan escoceses como Connor McLeod y William Wallace juntos. Acompañados del gaitero de Bastards on Parade, Paul McKenzie y los suyos reventaron el Chaos Stage a base de temazos (empezaron con Chip, a lo grande), alcohol en las venas y toneladas de buen humor. Paul nos regaló un calvo infame demostrando que es tan duro que no llevaba absolutamente nada bajo su kilt. El conjunto de Vancouver ya había triunfado en la edición de 2011 y en esta ocasión no fue menos. Por poner una pega, quizás su estilo de música y su show se ajuste más a una hora más cargada de cerveza en sangre, en plena noche, y no a las 5 de la tarde, con la gente aún ubicándose por el recinto. Sin descanso, una vez finalizados los McKenzies era el turno de los Gallows. Vaya por delante que, en mi opinión, ni en Orchestra of Wolves eran “el mejor grupo de punk desde The Clash“, como se llegó a decir en Inglaterra, ni ahora los considero el demonio en persona. De hecho, Wade McNeil demostró ser un frontman como la copa de un pino, lanzándose al pit ya en el primer tema y el sonido fue soberbio durante todo el set, pero… al menos para mí, ya no son Gallows. Gallows eran los hermanos Carter y ahora que ya no están, es otro grupo. Con sus cosas buenas y sus cosas malas, pero otro grupo.

Gallows, tras partirse la cara en el pit / © Hadrián Díaz
Aborted suenan como un jabalí de 90 kilos siendo degollado sin anestesia con una sierra mecánica. Y eso mola. Cada verso de Sven de Caluwé suena como escupido por un monstruo desquiciado que está a punto de arrancarte las tripas, y prácticamente logró arrancárnoslas con su death metal teñido de grind, tan brutal como efectivo. Acaba Aborted y llegaba el momento de Bury Tomorrow. La histeria femenina que se desató hacía presagiar una lluvia de ropa interior de mujer que, afortunada o desafortunadamente, no llegó a ocurrir. Vale que Dani Winter-Bates es guapo. No es Nick Carter, ni Bon Jovi (bueno, ya le gustaría), pero es de esos tíos que te dan rabia de los guapos que son y a los que desearías darles con una pala. Porque eres un envidioso del carajo. Exacto. Tú, lector que ojeas estas líneas. Y yo también. En lo estrictamente musical, puede afirmarse que son una de las bandas más en forma del metalcore actual, pero los problemas de sonido lastraron su concierto durante gran parte del mismo.

Joe Duplantier imitando a las ballenas voladoras / © Hadrián Díaz
La mejor puñetera banda del festival. Ni Red Fang, ni Crowbar ni leches en vinagre. Sin más. No puede describirse de otra forma a Gojira. Estos tíos juegan en otra liga, a otra cosa. Si los demás grupos son Arbeloa ellos son Zidane, no sé si me entendéis el símil. Los de Bayona saben hacer música. Música comprendida como arte. Aunque sea dura, muy dura. From Mars to Sirius tiene ya algunos años, pero sigue siendo uno de mis álbumes favoritos en su género y lo gocé como un niño cuando comenzaron a sonar las primeras notas de Flying Whales. Vacuity también nos reventó la cabeza como un cañonazo. Joe Duplantier estaba pletórico e inspirado, en su salsa, y completó un concierto del que pocos de sus asistentes se olvidarán en un futuro cercano. Tras semejante alarde de técnica y poder, Caliban me supieron a poco. Su último disco es bastante decente y Andreas Dörner sabe meterse a la gente en el bolsillo, pero el problema de Caliban es que tocaron después de Gojira y eso les lastró, porque no era algo que pudiesen superar. Sí, sé que es un argumento de chichinabo pero oye.

Andreas Dörner, antes de ser sobado por jovencitas / © Hadrián Díaz
Fue con el último grupo citado cuando empezó el chaparrón. Más que chaparrón aquello parecía una advertencia para que fuésemos construyendo un Arca de Noé o algo similar. Lo que en su momento había sido un verde campo era ahora un lodazal donde podías hundirte hasta los tobillos si no mirabas bien dónde pisar. Las ballenas de Gojira bien podrían haber encontrado su hogar en los charcos kilométricos en los que un servidor cayó más de una vez, por despistado. Discharge se aprovecharon de la situación y en su pit volaron el agua, el barro y los cuerpos empapados. Es que, prácticamente, ellos inventaron el juego. Una rápida huida a cenar un kebab pasado por agua precedió a Five Finger Death Punch. Los norteamericanos eran una de las bandas más esperadas del festival y, sinceramente, aún no entiendo la razón. No hacen nada que Disturbed o, si me apuráis, Avenged Sevenfold, no hagan bastante mejor. Pero Dios es cruel y fue a ellos a quienes concedió una pequeña tregua ante las inclemencias del tiempo. Por si fuese poco, sacaron a un par de exaltadas muchachas (qué sorprendente que fuera chicas ¿verdad?) a corear algunos temas. En otro orden de cosas, fue un palo perderse a Judge pero había que refugiarse del retorno del amago de monzón (que volvía a alcanzar tintes épicos) y retorcer un poco los calcetines para quitarles el exceso de agua y Obituary, que tocaban en el cubierto Ritual Stage, eran la excusa perfecta. No hubo tregua durante los tres cuartos de hora en los que los de Florida despacharon su death metal sin descanso ni cuartel.
Entonces, el momento espartano. Uno de los fotógrafos apeló al espíritu de los 300, agitando su melena al viento, gritando altamente desquiciado y contagiándonos de su inestimable ánimo y energía, mientras Testament salían al escenario. Para entonces yo resguardaba como podía mi cámara con el chubasquero, calándome hasta los huesos en consecuencia. Y la máquina ni enfocaba. Fabuloso. Los de Chuck Billy, por otro lado, estuvieron enormes, con un Alex Skolnick realmente pletórico a la guitarra (se notan esos años dándole al jazz) y consiguieron que, por un momento, nos olvidásemos de la que caía y nos quedásemos extasiados ante otra de las mejores actuaciones de este Resurrection Fest.

La lluvia tocándonos las narices con Testament / © Hadrián Díaz
Y hasta ahí llegó la resistencia del que esto suscribe. El Monster no puede paliar los inicios de una gripe y, ni mucho menos, la falta de tarjetas SD de memoria, y muy a mi pesar, abandoné a Carcass a la mitad de su concierto para refugiarme en mi tienda de campaña, en la cual había entrado una cantidad moderada de agua, que apenas pude evitar con el saco de dormir. Atrás quedaban Turbonegro y Gigatrón, dos de las bandas que más ganas tenía de ver. Maldita lluvia. Al mediodía siguiente, unos tibios rayos de sol se desperezaron entre las nubes caprichosas y yo no pude hacer otra cosa que levantar mi puño al cielo, amenazando a esas cabronas. Así terminaba por fin la que fue quizás la mejor edición hasta el momento del Resurrection. Muy variada, acertada y con un nivel medio altísimo. Que sí, que ya no es sólo hardcore, pero en la variedad está el gusto. Todos los asistentes nos llevamos buenos recuerdos de los tres días de festival y creo que puedo asegurar que casi la práctica totalidad de nosotros estará en pie de guerra para volver el año que viene.