La más perfecta canción de amor

Todo empezó con un largo letargo, como de costumbre. Pongamos que hablo de un Buenos Aires contenido, confinado y maniatado, consternado en su propio simulacro de realidad donde imperan los viejos cánones del silencio oligárquico que hace de la vida una perpetua penitencia, regida por las preceptivas más absurdas, más nocivas. Es bien sabido que Argentina ha sido un territorio veleidoso en cuanto a la estabilidad gubernamental se refiere: su propia convulsión política consagró al golpe militar como la más infame y útil de las estratagemas del poder, y el ruido de sables se hizo tan frecuente entre las altas esferas que en un momento dado resultaba imposible conocer quién gobernaba el país. Tan sólo una cosa era segura: todo el mundo era susceptible de ser apresado y sometido por la más mínima provocación. Es el verano de 1969 en las calles de Buenos Aires, y hace tres años que Juan Carlos Onganía rige con férrea disciplina y nula clemencia los avatares de sus conciudadanos.

Onganía lideraba un proyecto que empezó con el golpe de Estado del 28 de junio de 1966, al derrocar al radical Arturo Ilia, y que preconizó como “Revolución Argentina”, instalando el Estado burocrático autoritario que, si bien tenía como objetivo primordial la estimulación de la economía nacional mediante el flujo de agentes capitales externos (objeto que logró, con un aumento del 5% del PIB), supeditó dicho objetivo a un desdén dictatorial y represivo con los trabajadores, al suprimir el derecho a huelga y cualquier tipo de prerrogativa sindical, y en especial con los estudiantes universitarios y sus profesores, represaliados por ser considerados cunas de la subversión y del comunismo. Infame recuerdo es la Noche de los bastones largos del 29 de julio de 1966, donde los oficiales militares arremetieron violentamente contra estudiantes y profesores universitarios que habían tomado las aulas en clara señal de protesta ante la evidente ilegitimidad del gobierno. Las fuerzas armadas desalojaron las clases mediante el uso de una herramienta peculiar, y de ahí el término que designa la ingrata velada. De nuevo, la elocuencia se resumía en un manojo de hombres sin escrúpulos decididos a utilizar la violencia como su único fundamento retórico.

Muchacha (Ojos de Papel) marca el fin de la dominación victoriana del amor y habla honestamente del deseo de los adolescentes argentinos

En este agraviado contexto de sumisión al poder en beneficio de una causa mayor (el saneamiento económico de Argentina), los jóvenes veían coartada su libertad individual y colectiva: la educación, tanto académica como sentimental, se dirimía por unas pautas obsoletas, anacrónicas, que lograban hacer prevalacer con flamante cinismo la misma miríada de premisas intelectuales y familiares: cualquier demostración de afecto público era considerada un desacato y potencialmente un acto de subversión, en una sociedad firmemente anclada en unos principios conservadores y puritanos. Por lo tanto, limitados los labios a la secundaria función de soporte de las palabras, la vida transcurría anodina, insulsa y apática.

No obstante, esta Argentina hermética en lo afectivo pronto emprendería un inexorable viaje hacia su plena integración en el siglo XX. La incipiente revolución sexual que ya sacudía conciencias y tradiciones en el Viejo Continente llegaría al Cono Sur con excesiva demora, observándose las primeras transgresiones de la tradición a finales de la década de los años 60 y comienzos de la siguiente. Esta revolución, como explica Mario Margulis en su obra Juventud, Cultura, Sexualidad: la dimensión cultural en la afectividad y sexualidad de los jóvenes de Buenos Aires, “reescribe los hábitos conductuales de los jóvenes argentinos y desacraliza las dimensiones de los órganos, permitiendo el florecimiento de una nueva identidad que cuenta, así mismo, con un imaginario y una mitología más desinhibida y menos púdica”. De este modo, los jóvenes comienzan a lograr una mayor autonomía tanto física como moral respecto del seno familiar, y el recato empieza a ser tan sólo un término apodíctico perdido en un polvoriento protocolo. Como es lógico, esta gradual insumisión no fue un fruto repentino e inmediato, sino un extenuante batallar diario para sublimar las clásicas consignas de la responsabilidad ética de los actos humanos. Y uno de los hitos que jalonaron ese arduo camino es el motor de este artículo y el objeto que nos ocupa, la más perfecta canción de amor: Muchacha, ojos de papel, del grupo Almendra.

El grupo Almendra estaba liderado por el carismático rockero Luis Alberto Spinetta. Carismático es de hecho un calificativo insuficiente para definir la genialidad poliédrica de este icono de la música argentina; Spinetta representa la vanguardia musical y lírica del panorama bonaerense, la quintaesencia del poeta reconvertido en cantautor, cuya formación (qué bálsamo bebiste, Flaco) se fundamenta tanto en la filosofía como en la poesía más transgresora. Abiertamente polémico, incuestionable ingenio y prodigio, Spinetta soportó, como cientos y cientos de jóvenes en toda la nación, el activo silencio de las pasiones y la morigeración de la libido, resumida en privados suspiros no exentos de tristeza foucaultiana. Con una vocación innegablemente díscola, y el ígneo espíritu de la rebeldía ocupando demasiado en el desván de los buenos modales, Spinetta compuso los arreglos y la letra de la canción insignia de la Revolución Sexual argentina, cuya proeza reside en la delicadeza de su intimidad y en la inmortalidad de su mensaje. De este modo, el 22 de junio de 1969, Spinetta interpretó en vivo la canción en un recital en el Teatro Coliseo de Buenos Aires.

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Luis Alberto Spinetta, en concierto

Al lector atento, siempre impaciente, le estará rondado una incómoda preocupación por el título del artículo, siempre dispuesto al debate y al embate: ¿por qué es ésta, y no otra, la más perfecta canción de amor? En un alarde de hermenéutica amateur, tiraremos de un comportamiento analítico que esquematice los pensamientos que aparecen transidos como espigas de un mismo ramo en la canción, y cuya unicidad y sublime indiscreción componen la virtud última de esta tema inapelable. Para empezar, una audición primera de la canción nos hace constatar que el tema que la integra es el de una pareja joven que hace el amor, quizás por primera vez, en una noche informe. Por lo tanto, Spinetta, en un órdago de gónadas y aspavientos, reta al gobierno a censurar la naturaleza de dos jóvenes enamorados, en un tiempo pacato e irredento, donde se presupone la castidad en las jóvenes y el rito iniciático de las prostitutas en los adolescentes. Pero limitarse a un único reto sexual por parte de Spinetta sería ningunear la canción, frivolizar con su significado y, por ende, exterminar la auténtica trascendencia del tema.

Muchacha, ojos de papel, 
¿adónde vas? Quédate hasta el alba.

 
Nos internamos en la canción con una melodía serena, suave, lejos de la estentórea explosión que se presupone en el rock. Confeccionando el tema como una leve balada, Spinetta se dirige a una “muchacha” de la que desconocemos el nombre (luego se supo que la canción estaba dirigida a su novia de entonces, Cristina Bustamante). El término “muchacha”, en detrimento de. “mina” o “chica” o semejantes nos indica una situación cronológica concreta de la madurez sexual femenina: en plena adoscencia púber, la situación oscila entre el abandono de la infancia ingenua y el ingreso en la diferenciación sexual, en la conciencia recíproca de los cuerpos elementales. Además, al utilizar el término “muchacha” impregna el ambiente de una familiaridad jocosa, afirmando con ello una poética de lo mundano, no de lo épico ni de lo místico: este amor, por lo tanto, pertenece estrictamente al ámbito mortal, como veremos más adelante.

Es un amor delicado pero fatal, transgresor pero tangible, trémulo pero volátil

Continúa Spinetta con “los ojos de papel”, un poderoso símbolo que identifica a la muchacha a lo largo del tema. Esos ojos son los de la inocencia pura, casta, virginal, y que expresan la fragilidad de un pensamiento en construcción, agregando además una conceptualización de las tesis como débiles ante las lágrimas que puedan brotar. Es decir: al estar la vista coartada por la inconsistencia del papel, se nos hace partícipes de la inexperiencia de la joven, entendiendo el papel como un objeto vehicular, un ente en sí mismo vacío, y que cobra trascendencia por estímulos ajenos. El papel es un ideal, un contenedor por el que aspirar, con precaución, a la carnalidad que lo sustituye. Su mirada es por lo tanto cándida, ciega incluso, escrutando un nítido vacío de blancura (amaurosis, en términos pedantes) que desvirtúa la existencia y que sólo encuentra sustento en las impresiones ajenas.

¿Adónde vas?, increpa sibilinamente Spinetta. ¿Es este llamado un imperativo por parte del yo masculino del cantautor, que reclama más atención de una amante prófuga? Con sigilio, la muchacha se desliza e intenta evitar lo sicalíptico, por temor a las represalias paternas. Y eso es precisamente el objeto de esta pregunta, cargada de resignación y de derrota: la muchacha no se dirige a ningún lado porque no existe más realidad que la férvida expresión que aquí dentro se atesora; afuera rugen otros tormentos, otras penurias, otras incertidumbres. Acá nos protegemos en nuestra propia liturgia desvencijada, y renunciamos a cuanto concepto furtivo pretenda embalsamar las pasiones que nos dominan. Por lo tanto, esta interrogativa se vuelve retórica, vacua, superflua, puesto que la muchacha ya sabe que lo de afuera es una apariencia sostenida por engañosos símbolos, y que la desnudez interior (física y sentimental) responde a sus verdaderos instintos.

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Quédate hasta el alba. Este ruego, este lenguaje que exhorta a esa sombra ladina a tomar como propio el lecho ajeno es un deseo erótico manifiesto, sin paliativos alegóricos que lo interrumpan. Al menos, en apariencia. No obstante, entendamos este clamor como una afirmación de la pulsión onírica, como una materialización del sueño que abandone la confusión del ser nocturno, ambiguo entre las tinieblas y los deseos, y que se haga carne palpable, física, inconfundible, ante la serenidad veraz de la luz del día. Se trasciende así la naturaleza intocable del sentimiento, que pertenece al espectro abstracto de lo nocturno, para alcanzar el estado de la certidumbre de la vigilia: todo cobra forma y definición. El propio Spinetta, en un artículo sobre esta canción, señala que “¿Adónde va a ir una chica con los ojos de papel?”

Sueña un sueño despacito entre mis manos
hasta que por la ventana suba el sol…

Muchacha, piel de rayón, 
no corras más, tu tiempo es hoy…

Se pregunta Rozitchner (y yo también) que cómo es posible soñar despacio… La experiencia íntima ha alcanzado en este punto una violenta ruptura con lo ontológico, con lo existente: se vulnera el patronazgo de las normas impuestas, se impostan las identidades y se redunda en el  desvanecimiento mutuo. Es una invitación hermosa, tierna y afectiva, para el ingreso de lo soñado en lo corporal: extrapola lo ficticio, lo quimérico, y deposítalo en estas manos humanas, falibles, que harán lo posible porque el tiempo, habituado a sus desmanes inclementes, no lo corrompa entre vicisitudes deshonestas. Se inaugura la verdad metafísica del sentimiento, cuya auténtica naturaleza es tan descomunal que la realidad es insuficiente para expresarla.

El rayón es un sucedáneo barato de la seda, una copia tan artera y ridícula que podría asombrar su presencia en la descripción que entendemos elogiosa del cuerpo de la muchacha. El rayón fue muy popular durante las épocas belicosas en la nación, precisamente por sus bajos precios. Al afirmar que la piel de la muchacha está compuesta de este material, Spinetta humaniza el concepto divino de suavidad e instaura los cánones mundanos de la belleza de la muchacha, que es rigurosa y unánimamente terrenal. Ésta es una afirmación que refuerza la objetividad de la percepción de Spinetta de la muchacha, irregular, imperfecta, inacabada, pero siempre existente, real al fin y al cabo, indefectiblemente única incluso en la despreocupación absoluta de sus rigores amorosos.

Y no hables más, muchacha,
corazón de tiza, 

cuando todo duerma
te robaré un color. 

El corazón de tiza de la muchacha refuerza la imaginería de lo frágil y de lo inasible: la voluptuosidad, confirma Spinetta, se entreteje con unos materiales tan delicados y tan efímeros, que toda pasión es contingente de ser fulminada por el adoctrinamiento terco que fagocita conciencias en el otro lado. Además, la tiza, al igual que el papel, no sólo son materiales fácilmente asociables al ambiente interáulico, que corrobora la juventud inexperta de los amantes, sino también a esa idea de blancura como sinónimo e impresión de lo esperanzador y, no obstante, fugaz… La marca de la tiza es fácilmente desdibujable, como una noción o un sentimiento, con el sencillo arrebato del agua. Por eso, ante las caprichosas facultades que lo aturden, es preciso ultimar el idilio en este instante.

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Dibujo del propio Spinetta sobre esta canción

Si bien el concepto de la tiza y la inmediatez de la cópula pueden resultar algo bruscos, Spinetta lo contrapone a la exaltación definitiva del enamoramiento como estadio último del hombre, que implica todo sacrificio: cuando todo duerma, te robaré un color. La pretensión de este amor no es la épica sino lo cotidiano, y sus fundamentos ante los ojos elusivos de papel es la energía, el fervor cromático que insufla de vitalidad la existencia. De este modo, la disposición del amante es esperar a la anulación de las leyes naturales de la realidad (ese insomnio súbito e inquebrantable del todo que duerme) para imponer las normativas del amor, fantásticas por inverosímiles y por imposibles, de concepción tan increíble que permiten robar gamas y colores, matices y secretos, a los objetos que ocupan cuánto se percibe a través de los sentidos. Esta frase es una incitación al desprestigio de lo físico y una exclamación jubilosa del poder alterador del amor: al incluir el caos como una condición sine qua non en la ecuación del amor, se autoafirma ésta como la auténtica realidad, desvinculada embrionariamente de la otra, insidiosa y falaz, y sólo se contempla la existencia de dos individuos entrelazados en un equívoco de espaldas y jadeos. Robar un color es demostrar que todo es posible cuando se hace desde el corazón del sentimiento. Es un amor sustentado no en obscenidades explícitas, sino en delincuencias metafísicas.

Muchacha, voz de gorrión,
¿adónde vas? Quédate hasta el día.
Muchacha, pechos de miel,
no corras más, quédate hasta el día. 


El gorrión, como buena ave migratoria, mantiene un trasiego itinerante y peregrino, como el pensamiento (traducido en voz) de la muchacha, cuyas dudas la hacen contemplar con escepticismo trémulo, igual que un ave herida en su vuelo hacia el más allá de las nubes, la propuesta íntima de Spinetta. Además, el gorrión, junto con la tiza o el papel, son símbolos tan irrelevantes en una imaginería poética que su naturaleza alegórica da buena cuenta del discurso connotativo del cantautor argentino, evidenciando así mismo su excelsa formación parnasiana: lejos de fomentar metáforas laberínticas, Spinetta instala la situación de su amor en una cotidianeidad a la que impregna de plasticidad, de lirismo, derogando con lúcidas cláusulas la convención vigente del amor exacerbado.

Los pechos de miel son la prueba definitiva de que esta canción está completamente despojada de inocencia: aquí la insinuación se convierte en acto, asocia un sabor a una parte concreta del eterno femenino, y con ello da base empírica a la resolución carnal del mismo: ese cuerpo opera ya en una dimensión lúdica, recreativa y emocional, embarcada la mujer en la complicidad de la desnudez impura que Spinetta lleva desglosando toda la canción. Finalmente, las quintaesencias con las que el cantautor ha trazado un ideario en términos lánguidos se reordenan en un cuerpo derramado.

Duerme un poco y yo entre tanto construiré
un castillo con tu vientre hasta que el sol
muchacha, te haga reir,
hasta llorar, hasta llorar. 

Construiré un castillo con tu vientre, es decir, nos haremos forma conjuntamente, en este material malebale y modificable de nuestra identidad, no sólo física, sino social: seremos una fortaleza inexpugnable ante las batidas ajenas. El mensaje es muy claro: el amor se construye, se arma, necesita de unos procedimientos específicos para ser levantado, y esos pasan por exprimir los límites morales de la relación. Éste es un sueño de dos cabezas, una evasión a todas luces, sin preámbulos ni mediaciones, del tedioso juego de restricciones que asolan severamente a Argentina. Ésta es una cama imposible donde se pueden robar colores y construir castillos con vientres.

La redención de lo onírico se integra con la falsedad de las manos, dejando tan sólo el tiempo de la omisión corporal

Así mismo, como experiencia iniciática, la ruptura del himen, la confusión de los cuerpos por lo inusual de la situación, inédita e inesperada, provoca una extraña mezcla de sentimientos inenarrables que dificultan la definición del ánimo: apetece reír y llorar, por la felicidad, por la nostalgia, por la pérdida, por la apremiante madurez que ya hierve en las entrañas, por el curso indefectible de las estaciones que amenaza con llevarse consigo más de un cuerpo derrotado en los arcenes…El sentimiento es tan fuerte que logra encapsular en un único estado la sempiterna dicotomía del bien y el mal, siempre interpuestos por demandas ajenas.

En conclusión: Spinetta logra hacer de éste un tema abigarrado de profundas sensaciones primerizas, que responde no sólo a un momento específico de la historia de Argentina, sino al dominio universal de los jóvenes curiosos que atraviesan hacia la madurez por el portal de su intimidad expuesta y compartida. El amor es entonces un cauce único de complicidad indisputada, de rendición universal, que paraliza las extremidades y propone el desconcierto como salvedad de un tautología de dudas y carencias. Este amor reside entre barrizales y heridas, entre borrones y centellas, y no aspira más que a la tímida expresión de cuanto habita en el pecho. Por eso es la más perfecta canción de amor: porque apela a la mortalidad del humano, y a la trascendencia (ontológica, moral) del amor. Todas las hojas son del viento, menos la luz del sol.