La impresión de un desaliento

La medianoche se había descalzado y caminaba de puntillas sobre las rocas efímeras del caudal del río. Algunos débiles faroles crepitaban como ígneos espejismos sobre los turbios remolinos. Las aguas apuraban sus fulgores y deambulaban en silenciosa zozobra de borrachos. Por el sentido de la lógica, el viento se zambulló entre los perseverantes nenúfares y extrajo mustios yerbajos que golpearon fláccidos las orillas informes del torrente. Semienterrados en el lodazal contiguo, algunos pétalos de cerezo tiritaban y se hundían lentamente. Las últimas flores de loto de la temporada se abandonaban al curso inexorable del ritmo fluvial, y desaparecían estrictamente en un horizonte de maleza y escarcha.

Emanuelle Riva se retiró un par de sueños del cabello y los arrojó a la noche, abierta como su kimono. Dos rezagadas hebras de trigo se deslizaron por su frente y le llenaron de oro la mirada; Eiji Okada las recogió con las manos y dejó que resbalasen por los dedos como volubles arroyos. El hostal era decrépito, y el murmullo infatigable del río despertó el recelo de los cuerpos enamorados, sofocándose como dos anguilas entre las dunas, buscando un tiempo o un oasis donde desfallecer.

hiroshima3

Emanuelle Riva se iba desnudando de las astillas de la memoria, iba y volvía del nunca al todavía en un doloroso peregrinaje que traía consigo el sabor a sangre de la nostalgia. Poco importa el presente cuando el miedo ha hendido de forma tan punzante el olvido entre las carnes: devalúa la realidad, suplanta el ánimo, regresan las caducas urracas del destierro. De repente, los mismos cadáveres toman las manos y la mirada, y un infinito escalofrío ensucia torpemente lo vivido, lo inefable. Eiji Okada intentó apresar las palabras del horror en su boca, imponiendo rigurosos besos como terapia óptima para la indiferencia. Pero en la superficie se tradujo la añoranza en un hedor a cadáveres calcinados que serpenteó entre los escombros de Hiroshima. Resiliencia. Resiliencia. Resiliencia.

Emanuelle Riva conoció el amor en Nevers una tarde en la que amarse era algo más que una encrucijada de ensimismamientos. El río sibilino batía entonces contra sus pies de adolescente enjuta, insegura y aniñada, con un corazón en plena efervescencia. Lllevaba los vestidos poco holgados, iba al café delicadamente y vivía de espaldas al mar. Se refugiaba en los brazos de un alemán itinerante, y el día que la bala le atravesó el pecho como un eclipse se anegó al presidio infame de los sótanos sin nombre. Sus padres abjuraron de su prole; y encinta y objeto del vilipendio popular, dilapidaba las horas sollozando tímidamente mientras el invierno iba helando sus barrotes y sus entrañas. La cabeza rasurada fue de nuevo floreciendo con gradual esplendor, y turbado el recuerdo el espinazo se convirtió en un alud interminable.

emmanuelle_riva_hiroshima-mon-amour

Tiempo después, abandonó el tormento nocturno y volvió a las calles tomadas por los viandantes y las bajas temperaturas. Un relámpago tácito tal vez, una avenida hecha de retales grises iniciaron su regreso a las esporádicas rutas de la tristeza. Las estaciones han endurecido el carácter y el cuerpo se ha hecho más mortal, más doliente, como una profunda cicatriz que la alienase. París ha traído de vuelta las obscenas fragancias de la añoranza, y todo apesta a lirios y a beatos y a riveras.

Pero aquí estamos de nuevo, con el color hollín de la realidad de Hiroshima, que ceniza tras ceniza insiste en resucitar de la tragedia de los fuegos fatuos donde ha ardido el último vestigio de la humanidad. Todavía vindican los poetas su derecho al pataleo. Las canas de las barbas nazarenas contienen, en sus lácteas praderas, soledades trasnochadas, inmutables, eternas. Eiji Okada se inclina suavemente sobre el oído de Emanuelle Riva: “Te extraño cuando todo se repite sin remedio: el alba devorando tu silueta, los sauces deplorantes en tus ojos, la firme convicción de tu armadura, el caos irrevocable de tu sexo, la burda aparición de la amargura, el tiempo del nosotros, ahora muerto”.

2301_hiroshima8

Deshicieron el amor incauta, ilegítimamente, conscientes de la inutilidad falaz de la pasión fugaz. Indefensos ante la incertidumbre de la insondable necrópolis, sin saber de la juventud anacrónica de los espíritus correspondidos, se malograron en una inextricable maraña de jadeos y confesiones, y emergieron chorreando estíos y melancolías. Agobiados por un amor inalcanzable, se dejaron caer sobre la colcha como dos gotas de lluvia, frágiles e idénticas, en un silencio devastador y omnipresente.

Alain Resnais gritó: “¡Corten!”, y súbitamente el amor perdió sus vectores, se esparció por los más nigérrimos rincones y fue dado de lado en los márgenes de un rollo de película. Resnais se volvió hacia Marguerite Duras, y le preguntó: “¿Qué te parece?”. La insigne escritora ladeó ligeramente la cabeza, bajó los párpados y susurró: “Que el amor no existe más allá de tu blanco y negro”. Y el rodaje siguió hasta que dieron las doce y se apagaron los penúltimos cigarrillos.