Crónica de los poetas apócrifos

El pasado miércoles, la conocida librería Follas Novas de Santiago de Compostela realizó un encuentro cultural con algunos de los más celebrados y reconocidos poetas apócrifos de la actualidad. El evento había sido promocionado a través de los medios de comunicación con una campaña publicitaria sin precedentes, que incluía un tríptico de papel de estraza que no contenía la letra “e”, muestras del sudor de Enrique Vila-Matas en pequeños y manejables sobres y obscenos pies de página que hicieron las delicias de algunos fatídicos fetichistas. Así mismo, las redes sociales fueron objeto de un tremebundo seísmo promocional a través del hashtag #Poécrifos2014, que se vio sin embargo superado por el lanzamiento de un nuevo tema de Abraham Mateo. La diferencia fue apenas significativa, con la pingüe desigualdad de dos millones y medio de retweets de la sensación juvenil por uno de los apócrifos.

Alrededor de las siete y media de la tarde, el público comenzó a congregarse masivamente a las puertas del ínclito establecimiento, atraídos por la oferta de descuento en poesía cubista y por los aperitivos a base de cuello de cisne. Los asistentes conformaban un heterogéneo mosaico que, no obstante, reunía a lo más selecto de la intelectualidad compostelana: desde prosaicos diletantes hasta entusiastas de la poesía burundi, la amalgama de eruditos se agolpaba en la entrada mientras discutían qué poeta lucía mejor los sombreros de ala ancha. Los escarceos entre la facción de Pessoa y el contingente de Ginsberg llevaron a extremos violentos lo que había nacido como un animoso diálogo de distensión y tedio; dos aficionados de Houellebecq, mientras tanto, orinaban contra un contenedor cercano al ritmo de I Get Around, de The Beach Boys. El conflicto se resolvió en armisticio cuando ambos grupos convergieron en que lo importante era la longitud de los dodecasílabos, y que lo demás era una mera metáfora de la decadencia moral del individuo en la sociedad libertina del capitalismo. Un kafkiano neófito sufrió una crisis nerviosa y fue trasladado a la oficina de objetos perdidos, buscando el sentido de la vida y algunas orquillas de su madre. Los invitados se fueron acomodando en la escueta sala mientras se departía sobre positivismo lógico y sus aplicaciones prácticas para el ordeñado de las vacas.

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Dispuestos en una incómoda mesa de vitrocerámica, los tres poetas apócrifos se situaban frente a una muchedumbre que los juzgaba con severidad, suspicacia y vino tinto de cartón. Poco antes de comenzar con las intervenciones, el propietario invitó a los asistentes a hacerse con los más insignes manuales de poesía de siglos de evolución en su local, si bien adviritió que deberían pagarlos para llevárselos a casa, lo cual provocó una deserción del 300% entre el público. A pesar de las bajas, el aforo superó con creces las expectativas de los organizadores, y todo siguió un rígido protocolo que incluyó una presentación previa de veinte minutos sobre los tercetos encadenados y qué hacer en caso de que se rebelen.

La luz magnificó la desfachatez y perfiló la mediocridad del arte

El primero de los poetas apócrifos fue Franz Marcusen, apodado El Atemporal por una antojo de nacimiento en forma de cronopio que tenía en la nariz. Autor de antologías sobre la poesía del alma, el cuerpo y otros patrimonios del Estado, presentó su último poemario, Por qué no me llamaron Jack Kerouac, y otras maneras de masturbarme, en el que desgrana la alienación del yo poético enfrentado a la eternidad de la naturaleza, escrutando la imperfección del organismo como una limitación psicológica que impide la traducción de la emoción por el agotamiento del lenguaje posmoderno, y abordando así mismo las posibilidades inspiradoras de la insolación a las tres de la tarde. Su conferencia, pródiga en grandilocuentes palabras de desánimo, despertó una especial curiosidad entre las asistentes femeninas, que pretendieron emular a Sylvia Plath metiendo la cabeza entre las páginas del Infierno de Dante, edición de lujo, con desigual resultado. Marcusen quiso acabar su ponencia con una palabra de misericordia para los jóvenes: “A los futuros poetas les recomiendo que lleven siempre un poco de calderilla si cogen el coche. Nunca sabes cuándo la vas a necesitar”.

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A continuación, el micrófono se dispuso para Thibault Desolé, que carraspeó ligeramente y empapó de babas la mesa y parte de los mocasines de la primera fila. Desolé, doctor en Filología Francesa por la Universidad de Desdémona con una tesis sobre la palabra “dobladillo” en las obras de Gustave Flaubert, acudía en calidad de invitado estrella, puesto que su drama La patata en mi tapete del mus había sido mencionada de pasada en un artículo de Carlos Boyero, acompañada del calificativo “holgado”. El galo realizó su conferencia en un perfecto sánscrito, que admiró a asistentes y organizadores, obligados a llamar a los servicios de urgencia por la sospecha de que el autor francés estuviese sufriendo una súbita embolia. Desolé habló sobre la disparidad de oportunidades editoriales que confrontaban a la poesía y a otros géneros, un controvertido tema que ya había tratado en su ensayo La bancarrota del verso: ya no vale rimar casa con pasa, erróneamente traducido por la editorial Tusquets, al haber malinterpretado el galicismo “constipé” con un simple catarro de febrero. Así mismo, el pensador francés hizo ahínco en la necesidad de reivindicación de los orfebres de la poesía, exigiendo una revolución fundada sobre la plana del verso e ilustrándolo mediante la exhibición de una serie de atrevidas imágenes de Emilia Pardo Bazán, donde la coruñesa mostraba con descoco las pantorillas y parte de las enaguas. Como colofón, Desolé agregó una disertación acerca del apocalipsis metafísico del hombre contemporáneo, y qué indumentaria recomiendan los decanos para dicha situación.

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Finalmente, intervino el archidesconocido Roberto di Seratti, traductor, poeta, editor, ensayista, novelista, guionista, actor, director, productor, pintor, escultor, carabinero, auriga, ebanista y, en sus ratos libres, pionero. Di Seratti alardeó de sus escarceos con varias celebridades del mundo de la literatura, incluyendo un libidinoso apretón de manos con Pedro Juan Gutiérrez en la Plaza del Zócalo, amén de otras sesiones de sudor recíproco con Courtney Love y un montón de lodo informe, confundiendo a menudo a ambas amantes. El italo-senegalés reafirmó la legitmidad del amor como motor impetuoso de la lírica, exhortando a que trajesen las piezas de algún país nórdico, a ser posible. “Como ya he dicho en mi poemario, A veces el corazón es Milos Forman vestido de mújik, la única esperanza a la que debe aferrarse el ser humano es a la transubversivilidad de la voluntad amatoria”. Acto seguido, fue informado de la inexistencia del término “transubversivilidad”, lo cual lo indignó hasta la sórdidez, concluyendo su conferencia con unos pucheros que parecían un cuadro de Monet boca abajo. Di Seratti habló de la aritmética del corazón, de su candidatura al Nobel y de la soledad rotunda e incorruptible de los retretes de Memphis, Tennessee, y todo ello en una reconfortante posición decúbito supino. Durante su ponencia, masculló varias veces la palabra “lapislázuli” y aseguro que su entrepierna estaba estructurada sobre una base de metacrilato y fantasías.

La principal amenaza que se cierne actualmente sobre la poesía son los poetas

Al término de las ponencias, se abrió una rueda de preguntas y uno de los asistentes sugirió que si se podía cerrar, que hacía algo de frío. El aluvión de manos alzadas fue señalado como la peor coreografía de la historia por los ponentes, que sin embargo lograron aprehender la auténtica naturaleza de tan ambiguo ritual y optaron por participar. Una niña de cinco años, de bucles rubios y aire extraviado,  le preguntó a Desolé si sabía dónde estaba su madre.  A pesar de la opacidad de la pregunta, el ínclito poeta se revolvió y medió un exabrupto en el que destripó la sobreimpresión de la entidad materna como un catalizador de la educación emocional del individuo, cuyo privilegio social es a menudo un ejercicio de intransigencia que desestructura la voluntad y reintegra al ser humano en una yerta tragedia de civilización. Desolé citó a Derrida, Deleuze y Foucault en orden cardinal, luego en ordinal, y luego a la parrilla, con lo que la niña pareció convencida, reclinándose sobre su asiento y gimoteando en rítmica joyceana. Uno de los asistentes levantó la mano con audacia y confesó que su autor de cabecera era Paulo Coelho. El individuo fue inmediatamente reducido y traslado a un centro psiquiátrico para una necesaria terapia de shock.

Se cuestionó a los tres poetas acerca del significado actual de la poesía y su posible modelo de expansión. Marcusen argumentó que la poesía era como un lunar en el entrecejo de Lina Morgan, sin llegar a desglosar del todo su lúcida analogía; Desolé aseveró la obsolescencia del término “poesía” como denominador de la creación lírica, asegurando que las compañías de soda habían acabado con las posibilidades narratológicas del arte; por su parte, di Seratti confirmó que lo de Ramos no era penalty. Sus conclusiones, de tan obscenamente evidentes, no pueden ser reproducidas en este medio por temor a una represalia albanokosovar.

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El encuentro concluyó con la recomendación del manual Camionera sin plumas. La hostilidad en la obra de Gloria Fuertes por parte de Marcusen a una aficionada del pseudosadomasoquismo, que también encontraba placer en algunas páginas de Haruki Murakami. Acabado el evento, el público salió convencido de que los apócrifos se habían dejado mucho en el tintero, y los apócrifos abandonaron la librería convencidos de la culpabilidad de Sócrates. Se dirigieron a un cercano y conocido bar de vinos baratos y discutieron hasta altas horas de la madrugada sobre el lugar de la ética en la poesía y cómo disimular sus michelines. Di Seratti agredió a Desolé cuando mezcló los términos “Dios” y “osteoporosis” en una misma frase, y el francés respondió mentando las cartas de tarot de Rilke. Marcusen, en tanto, se desmayó sobre la barra musitando versos inconexos de una oda inédita de George Harrison. A día de hoy, ninguno de los tres posee una constelación.