Por qué no hay que leer
We need to make books cool again. If you go home with somebody and they don’t have books, don’t fuck them –John Waters
Ustedes, lectores estivales, deberían celebrar el raro triunfo de no conocerme. De no haber tenido contacto con el autor de estas líneas impersonales donde se aletargan las palabras como objetos inútiles, conscientes de la esterilidad de su significado. Si el antojadizo destino nos juntase, porque la noche es larga y muy puta, verían un ser enjuto, ojipardo y alicaído, tan memorable como un estornudo o una duna, atontado de saliva y de arena e incapaz de formular las más simples ideas por un viejo defecto de fabricación: la timidez.
Quien ha querido llamarme amigo, asumiendo el filoso riesgo de mi compañía, se ha tenido que ensarzar con la apatía vulgar que define mi verbo, en un tono que media entre lo patético y lo desdeñoso. Debido a mi naturaleza ingenua, me abrazo impetuosamente a la más nimia de las interpelaciones como un náufrago a un subterfugio de tierra, de civilización. Entonces lanzo mis redes (sociales) de amistad y espero que el cariño, como un júbilo ígneo, sea audaz y me identifique como un semejante. Pero sólo recojo las mismas pútridas cáscaras del desprecio: el silencio, la ignorancia.
Es fácil deducir que no me es extraña la soledad. Me confieso nativo de los muertos callejones de la madrugada, diseñados ex profeso para requisar la solemnidad de los personajes de Thomas Pynchon y otros perdedores lastimosos como nosotros. Como una cartografía de fracasos, con su intensidad de símbolo en carne viva, la madrugada dispone sus artificios y cierra obscenamente los bares. Después, me arrastro con el olor a incienso tibio de los cuerpos trashumados hasta que voy cerrando calmamente la puerta mientras la oscuridad se funde con las primeras crepitaciones del desamparo. Aquí dentro, la ignominia hace su rutina y, acabado el tema de la tristeza, me deconstruyo, tiro mi concepto social sobre la silla y dejo que, ante el espejo, se reiteren los mismos genuinos prejuicios que me desdibujan el humor y otras incómodas partes de mi anatomía.
Con los años, he aprendido a perfeccionar la autoindulgencia como una coartada recurrente; bien se sabe que la intimidad es un despojo oculto de la dignidad, una cámara compacta para entretejer los lúgubres deseos de lo inasible. Como soy de naturaleza insomne, deambulo por la habitación bruna y saboreo la maraña de tinieblas que dan forma a mi ser proscrito: a estas horas, los periódicos florecen con sus tormentos en los quioscos y el ambulante circo de gitanos se esfuma camino de la ciénaga. Pero para nosotros, próceres del sin embargo, es el tiempo del placebo y de la huida, del tierno bálsamo de la oportunidad inexistente. Alzando las manos en las sombras como un invidente preclaro, tomo en mis manos un objeto sognoliento, anacrónico para este presente malherido: un libro.
La literatura es una obscenidad, en tanto agiganta las expectativas del individuo hacia una realidad mesurable y quintaesenciada
Ajado, las páginas dobladas en sus esquinas, prendo una lámpara y me burlo de la selecta oscuridad de la mente. Toco lentamente el engrudo de las palabras, superpuestas en un caos rectilíneo y unánime, y asimilo su boca entreabierta y deseante, su azar ilegítimo y hueco, hasta hacer de la suficiencia un espejo y de la nostalgia un antifaz. Todo es pérdida, repito mentalmente, como si fuese este exilio voluntario una liturgia sin consuelo ni concierto. De qué sirve, pienso entonces, la tribuna en un partido de tercera, la ceniza de los miércoles ajenos, la indignación ante el río sempiterno…
Tras un par de fugaces cabezadas, salgo a la calle y hago pueblo, reitero inútilmente otras consignas y, Maquiavelo mediante, sospecho del pontífice del viento. Pero no me basta con ser masa o mediocridad áurea; y entonces selecciono de la creación sus últimas esquinas, y torpemente voy nombrando la desesperación y la miseria; la insumisión y la esperanza; la ociosidad y las insidias; el hedor repentino a golondrinas calcinadas. Pero al acercar al mundo mi propia sintaxis lo aprisiono, le impongo unos rigores premeditados, deturpo sus esencias infinitas, y desde la desidia metafísica con que expongo mi discurso resulto abrupto y pomposo e inconexo, rompiendo la distancia necesaria que media entre el enigma y la desnudez.
Porque en el mundo no caben las palabras de lo inverosímil; la existencia es un yermo inenarrable en el que sólo cabe el pálpito falaz de unos pocos sabios desenfados, y si acaso una caña barata antes de que el servil ejercicio de la moral restituya las preceptivas de un orden tácito entre los contingentes. Cada vez que miro al mundo me entristezco de las múltiples verdades que demuestra, la manera que tiene de sembrar hemorragias devastadoras en lo más divino que tiene el ser humano: la imaginación. Con un exhibicionismo ramplón y mezquino, la realidad destruye la eventual gloria de la quimera, la épica que trasciende lustros y marfiles, con un proceso de denuesto tan sutil, tan sibilino, que el desengaño se vuelve una idiosincrasia más de la frase nunca dicha. Porque ése es el auténtico problema de la realidad: los nombres con que inventa y funda la fatiga.
El mayor delirio nace de una inflexión racional, y por lo tanto la literatura es la más efectiva de las interrupciones: sólo genera detritus
Un léxico escaso es una bendición: los términos, entre unos labios amotinados de susurros, resbalan como anguilas y aceptan la castidad de lo basto, de lo elemental. Maldito aquel que disecciona la nebulosa del pensamiento, impostando la rigidez arbitraria de la lógica en un sonido inexistente, en un exabrupto de la nada. Al mediatizar la realidad y atomizar en varias mónadas la etimología, la ontología, se inyecta desolación en los quarks y se ioniza lo que hay hasta blindar en corpiños coercitivos los últimos estamentos de la inopia. La lectura contribuye a enriquecer la desazón, la divergencia; genera debate y fomenta el enfrentamiento a lo imperante y, por ende, lo correcto. Millones de personas no pueden estar equivocadas.
Leer es llorar por lo inefable de una expresión siempre ignota, un eterno presidio de la idea entre las más desoladoras dimensiones: la ficción, la ilusión. Comienza como un simple recreo para suplir el tiempo inservible con las añejas prosodias de otras voces, pero esa gran debilidad por la otredad, ese confraternizar con lo desconocido por la morbosidad latente, nos permite ser voyeurs con derecho de causa, y la reincidencia de nuestros crímenes cómplices conmina a pensar en una perfección de las pasiones, de los deseos, de las figuras, de las pulsiones. Aunque sea un instante, creemos en el vocativo del otro lado de las cosas, a tiempo de facilitar la labor al tedio para que campe a sus anchas por nuestras entrañas.
Por eso no deben leer ustedes: porque se engañan. Porque esgrimen las peligrosas armas del optimismo y creen en un más allá de la desdicha como si esto no fuese un funesto lupanar para advenedizos y poetas. Porque creen que pueden ser héroes por un día y sobrevolar por encima de los protocolos para hacer de la subversión un deber conciudadano. La lectura es el trampantojo definitivo para una identidad anquilosada y monolítica, porque durante unos segundos se rasga las vetustas vestiduras y, a través del viejo laberinto de los saberes, narra su leyenda con la grandeza de un titán o de un semidiós. La literatura funciona como el más implacable de los narcóticos, transgrediendo con su fórmula libérrima y estroboscópica la misma monotonía del lunes a las tres de la tarde.
Al principio de este artículo les confesaba mi perenne soledad. Me he dado de frente con el muro de silencio de la civilización, empeñada en sistematizar los ámbitos con escrupuloso decoro, porque los libros me han llevado a servir un léxico que exprese un temor certero y subyacente, un algo oscuro que emana destilado por los poros secretos de quien alza la batuta. Si estoy solo es porque cada libro es un zurcido más en el telar de mi sudario, que intento descoser cada noche para resultar familiar, cotidiano y, por tanto, accesible. Pero no puedo evitar este extraño sentido de culpabilidad contra lo que refrenda lo beatífico de la ignorancia, el don mayor del progreso, y pierdo los papeles desesperado y febril y moribundo regreso a la habitación donde los libros se multiplican como libélulas fértiles hasta que abro la cortina y su luz se difumina con la penumbra exógena y me vuelvo a quedar intranquilo con una fiebre literaria que contagia sueños y sintagmas y suspiros hasta que me convenzo de que afuera es mejor tirar los libros a la 451 y llorar.
Recuerden ustedes esto la próxima vez que alcen un libro: contribuyen con ello a su propia locura, a su más sincero desconsuelo, porque la realidad siempre es obsoleta e insuficiente, y el mensaje final que ustedes puedan construir será siempre un alegato a favor de la más sublime paranoia. Vénganse al lado de los enajenados, dejen que les pueda nuestra metástasis; o de lo contrario, disfruten de su ocio verdadero, y celebren la vida con las más simples destrezas: te quiero.