Os lo confieso: odio los conciertos
«El concepto de juego como tal es de un orden más elevado que la seriedad. Pues el de la seriedad busca la exclusión del juego, en tanto que el juego puede muy bien aceptar la seriedad.» Cuando los cenizos acechan en las conversaciones y su timbre admonitorio trata de justificar un pulcro afeitado y una puntualidad impoluta, recurro de inmediato a estas palabras de Johan Huizinga, recogidas en su ensayo Homo ludens. Porque la solemnidad siempre ha sido mi enemiga mortal, mucho más que los esquimales o los omnipresentes comerciales de Acnur que, pese a lo loable de su empresa, embadurnan las calles con su verborrea de cuento de hadas, ignorando que no son más que otro engranaje inútil del drama del capital.
Sin embargo, cuando el juego cruza la frontera tibia que lo separa del espectáculo, la cosa cambia; sobre todo cuando se trata de música, pues el espectáculo, como algo vacío de contenido, sí funciona, por ejemplo, en los deportes. Y es que no soporto los conciertos, os lo confieso. No cualquier concierto, entendámonos, sino aquellos en los que el arte se masifica de tal modo que acaba perdiendo su intención primera. Todo se vuelve un grotesco cuadro rumiado por una masa uniforme en la que los rostros se confunden tanto con la intermitencia de las luces que marea. Ahí no puedes ni reconocer a tu madre, y eso es siempre un peligro. Un Bacon del S. XXI; no importa el artista ni la calidad de su música, el procedimiento es siempre el mismo y las dosis de grima también.
Unos reivindican la muerte, otros la vida. Sin embargo, todo en ellos es inminente: ni la muerte los roza todavía ni aún menos la vida los alcanza.

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Llevaba tiempo sospechando de mi enfermedad, pero todo se confirmó el pasado 3 de mayo durante el concierto de Quique González en la Sala Capitol de Santiago de Compostela. No tengo nada en contra de Quique – a excepción de esas ridículas camisetas con escote que últimamente se gasta-; es más, admiro profundamente su obra y es uno de los pocos autores de canciones en español que todavía no me ha decepcionado. Pero se olía; en estas situaciones hay un ambiente aséptico y tan fingido que asusta. Es el precio del éxito. No lo digo desde la pedantería de quien se siente decepcionado porque sus grupos o artistas favoritos triunfen — el triunfo del hermano es siempre una victoria —, sino más bien con el grandilocuente tufillo de «pero qué público más tonto tengo» que cantaba Kaka de Luxe.
Olvidan por momentos su propia identidad e idolatran ciegamente; un culto al líder que ni Stalin o Mussolini pudieron soñar jamás.
Lo curioso de este fenómeno que tanto me estremece es que siempre comienza con antelación mesiánica. La modernidad es caprichosa y exigente. Semanas antes de la actuación las redes sociales suelen inflarse de declaraciones delirantes y alocadas sobre lo ‘chachi’ e inolvidable que va a ser la actuación. Se extienden como la pólvora fotos y fotos de las entradas, ya sean en conjunto o en solitario, acompañadas de frases absurdas y declaraciones súper vitalistas que hagan ver al mundo lo a tope que viven cada minuto. Hay menos discreción que en una orgía y los efluvios acaban por salpicar al que menos lo merece, al voyeur indefenso que sólo está ‘tomando notas’. Irremediablemente me recuerdan a los ancianos en misa los domingos, en el pueblo, cuando salen y el tumulto se transforma en un inmenso murmullo sobre achaques y agónicas listas de espera. Están en el lado opuesto, sí, pero juegan a lo mismo. Unos reivindican la muerte, otros la vida; sin embargo, todo en ellos es inminente: ni la muerte los roza todavía ni aún menos la vida los alcanza.

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Pero la cosa empeora cuando llega la noche señalada: gente parapetada desde horas insospechadas para poder sentir más de cerca el aliento del artista. Necesitan la cercanía de un Dios que les ignora. Aquí ya no importa el placer de la música, sino el mero hecho de contarlo. La masa se desboca sin distinción de género; pierden los papeles incomprensiblemente; olvidan por momentos su propia identidad e idolatran ciegamente; un culto al líder que ni Stalin o Mussolini pudieron soñar jamás. Su poder casi mitológico los domina hasta el punto de convertir las canciones en una mera excusa. Poco importa que, en mitad del concierto, el cantante decida hacer alguna concesión a la intimidad, ya se les ha dado demasiada cancha y no hay vuelta atrás. Yo pierdo la fe y a ellos les da igual: han estado allí, pueden gritarlo, tuitearlo o compartirlo en facebook; lo demás es historia, ¿el contenido? Una broma vulgar que a nadie interesa. El disparate llega incluso a metamorfosearlos en esclavos de una órbita desconocida; esperan durante horas a la salida del espectáculo para poder tocar al incomprendido héroe; se pertrechan de comida y aguardan guarecidos por la noche a que Aníbal cruce los Alpes; quieren husmear su sudor. Algo. Cualquier cosa. Es un milagro y ellos tienen fe.
Hay menos discreción que en una orgía y los efluvios acaban por salpicar al que menos lo merece, al voyeur indefenso que sólo está ‘tomando notas’.
En el otro lado están los que no esperarían tanto ni por una novia, incómodos e interrogantes. Benditos sean. Aún quedan lugares para ellos donde la música es la única protagonista y el teatro es más ligero y menos dañino. Bares y locales recogidos en los que la vida no se nota porque transcurre sola. Ahí no hacen falta las reivindicaciones. Son sitios propensos a la anécdota porque todo es familiar y minuciosamente cercano. El músico es solo uno más: se le admira, se le respeta, pero por los redaños de saber subir a un escenario a desnudarse. Porque allí importa el hombre y no lo que proyecta. No se trata del esnobismo de quien ensalza lo marginal; pues normalmente lo marginal es tan sólo el reducto condescendiente de lo mediocre; se trata de clamar por lo íntimo, por un espacio donde el arte no languidezca bajo el fingimiento de esta edad extraña, en la que la sensibilidad está devaluada y es mucho más importante parecer que serlo. Allí donde todavía podamos ser humanos, limpiamente, como un pan redondo; allí donde las canciones no hayan perdido aún su fuerza original y escucharlas sea la única motivación… Y ahora, perdonadme señores que interrumpa este cuento que les estoy contando, y me vaya a vivir para siempre con la gente sencilla.