La tristeza del Apóstol Santiago. Epílogo: Palabras para Julia

Ha pasado un año y medio desde que a un limpia mezucón le dio por curiosear en la sala de los cristales infinitos, hallándome pálido y helado y rodeado de cuerpos exangües. La policía acudió en masa y Pereda personalmente quemó las cuerdas de mi libertad póstuma. El Halo fue objeto de pulcras purgaciones, y restituído a su legítimo propietario en una ceremonia secreta con ausencias de célebres cadáveres: sahumada por un aroma a yerbabuena, la Catedral reinstauró su panóptica tristeza y del Apóstol coronado emanó una corta centella que llenó la sala de un optimismo naïve. Contagiado de una euforia desbarrada, Currás me ensalzó como a una deidad pagana de un credo miserere: me prometió una calle y un polígono y una rotonda y un pabellón y un hospital y… pero sugerí que mi nombre permaneciera con mi patria potestad y que no deshiciese los anuarios mi identidad. Me conformé con mi salario habitual y un simulacro de apretón de manos, protocolario y vacuo como me correspondía.

El día que me gradué en periodismo por un error burocrático de secretaría, el cielo parecía un murciélago descomunal que hubiese desplegado sus alas. Me acerqué a la tumba de Julia con una torpe solemnidad, como llevado por una secreta deuda de sangre, y mientras me resignaba cabizbajo a su pérdida, evoqué su funeral de un noviembre casposo y ya remoto: sólo asistí yo, vestido de telepredicador obsoleto, con una azucena marchita en el ojal de la chaqueta ajada. Aquel día, las gotas caían como cristales de jade por todo San Caetano, y hay quien jura haber visto diez bandadas de golondrinas formando filas a la entrada del cementerio. De vuelta en el aciago presente, cada gramo de arena se incrustaba sobre el ataúd con un yerto susurro que algodonaba el ambiente y defraudaba al viento; me fui alejando y una escarcha febril de tacto efímero contagió de otoños el mes de junio. Sobre la lápida, un crisantemo tenaz se dejaba lamer la piel por una lenta, tenue ráfaga.

Abandoné el piso y todo lo que ello conllevaba; empaqué en bolsas los expedientes J.C., el diario de Zapatones, los versos que le escribí a Julia… y los arrojé asépticamente al contenedor más cercano. En el sofá desarticulado, se dibujaban algunas manchas de sangre de Jorge Pan que los forenses no fueron capaces de limpiar cuando se llevaron el cadáver; recordaban a medallones de rubí, incrustados para siempre en aquel mobiliaro cochambroso. Mi habitación engendraba su polvo estoicamente, y con las ventanas abiertas la oscuridad se extendió como una enfermedad incurable por todo el cuarto. Sobre la mesita de noche, dejé olvidada la profesión de detective y afronté con naturalidad la cola del paro: ya me había acostumbrado a lidiar con almas taciturnas y muertas.

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El verano se sucedió como el remanso ínfimo de una tempestad: me aislé en casa de mis padres y me encerré a leer libros mientras me mataba lentamente con la desidia del hambre y la depresión. A mitad de un aforismo de Montaigne, la madre que erró al traerme al mundo dejó caer una carta entre las páginas: Currás había movido sus hilos y me habían admitido en un Máster en Madrid; la carta especificaba que era una oferta innegociable. El grotesco alcalde quería que siguiese con mi profesión y que explotase mi talento desconocido: que alguien picaría en la trampa de mis apariencias.

Así que en Octubre madrugué y cuando abrí de nuevo los ojos Chamartín repicaba a duelo y quebranto y ya me habían atracado dos veces. El invierno se extendió como una gota por el cristal de un coche a gran velocidad y yo me maltraté entre el cierzo de la capital para parafrasear de corazón los dones de la ebriedad, los salmos de la derrota. Julia en cambio se hizo imagen de tormento en la memoria, y su nostalgia me hacía cortes de manga los días impares y en las paradas de la línea 6 del metro. Julia subía por los límites de la fachada y tiznaba de hollín mis tardes lúcidas. Julia bailaba como un etéreo diente de león y su vaho perpetuo se entremezclaba con el alcanfor de la almohada. Julia huía de los cristales verdes y traía el alba entre sus manos heridas.

Madrid es alimento para los derrotados; todo el mundo habla el idioma del fracaso, y en la semántica del pánico es donde se forjan los espíritus domados. De vez en cuando amanece, que no es poco; la basura traza extrañas sombras sobre las grietas de las avenidas, y un aroma hediondo toma como rehenes a todos los viandantes. En el metro los madrileños se alternan en una vaga mascarada: ya nadie sabe quién es quién de tan lleno que va el vagón, e intercambian identidades y alientos de una manera púdica y escrupulosa. Alguien aúlla en la noche pidiendo socorro, pero nadie acude y el grito se va empequeñeciendo hasta que el silencio se confirma en Sol. ¿Silencio en Sol? Miento; en Sol siempre hay jaleo, barullo, gritos entremezclados: asociaciones de víctimas del gobierno, republicanos disconformes, estudiantes ingenuos… reivindican su derecho al pataleo y al llanto mientras el público los advierte con curiosidad y los ignora metódicamente: a nadie parece importarle tanta indignación acumulada. Algunas veces el Real Madrid gana y la calle se llena de fanáticos que braman y gesticulan como animales en estampida: de tanta baba vertida provocan un arroyo que llega desde Príncipe Pío hasta Chamartín, un arroyo sinuoso que nace de lo más indecente de sus conductas. Los coches no tienen clemencia; las viejas no tienen respeto; los bares no tienen Estrella. Los locales con buena música están vacíos de mujeres; los locales con buenas mujeres están llenos de ruido. Los niños persiguen palomas y las madres persiguen ofertas en Gran Vía; en Preciados cobran a los vagabundos cuando lloran. Y en un verso olvidado se desmaya la razón. Citando incorrectamente a Larra, vivir en Madrid es llorar. Pero se vive de vicio con los ojos cerrados.

Deserté del juicio y la razón y empecé a perder gradualmente la percepción de la realidad. Cada día las meninges se apoderaban de los occipitales de mi cráneo, y un intenso dolor saqueaba mis nociones y mi atención, dejándome inerme y vulnerable sobre la alfombra, gimoteando como una cría de caniche. Como una lobectomía inmerecida, los recuerdos comenzaron a desnudarme de pericia y me fui volviendo más ceniza y menos hoguera, en una terapia que occisamente acaba con mis energías. Julia, Julia, Julia…

Y al fin, ¿qué quedaba tras de mí, sino miseria? ¿Quién respondería a la deuda moral de mis crímenes? ¿Qué crédulo asumiría los despojos de mi ruina? No conservaría más leyenda que una fecunda mancha de tinta sobre un expediente incivilizado: un tipo acostumbrado al olvido no lega más que pérdidas y vagas impresiones.

Cogí el teléfono y llamé a Roi, que ahora dirigía la revista Compostimes. Al parecer, entre subidas y bajadas, la página se mantenía a un ritmo crucero encomiable. Roi se sorprendió de mi llamada, y perjuró haber abandonado la vida criminal para entregarse al cultivo de las artes periodísticas con sus mejores herramientas: la información, el descreimiento. El dolor acuciaba terebrantemente el cráneo; le confesé a Roi lo moribundo de mi situación, lo urgente de mi redención y lo inminente de mi muerte. El auricular me respondió con un frío silencio y le hice saber que desesaba escribir mi confesión y mis memorias en Compostimes, como un último favor a nuestra antigua relación comercial. Me dio permiso y me proporcionó un perfil con el que publicar las vértebras de un caso mortal.

Y ahora estoy sentado delante del ordenador, y el dolor se ha hecho tan poderoso que me constriño y retuerzo sobre un cuerpo de prestado, ya hecho trizas y reducido hasta un chasis nauseabundo, tecleando con extremo vértigo las vicisitudes de mi franqueza última. Como una carta a modo de catarsis. Como un adiós a Julia para siempre. Con la triste añoranza de una ciudad que se hizo refugio cómplice e idilio inadvertido. El sufrimiento es demasiado fuerte. Esto que leéis es mi herencia estertorosa; los últimos reductos de honradez de un cuerpo enjuto y enfermizo. Sólo me quedan unos pocos minutos mientras escribo estas líneas. Se me ha ocurrido un comienzo bastante necio y burdo:

El sempiterno campanazo de la Catedral daba las once de una noche grisácea a finales de noviembre...”

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