La tristeza del Apóstol Santiago. Capítulo XXIII: La dama de la intertextualidad

El relato se fue haciendo más pobre y magnético y todo se escribía en bastardilla. La historia del detective universitario pasó de ser una farsa ingenua a un terreno despojado de ideas; se mezcló por error la oscura fecundidad de la naturaleza con las lamidas aguas de la muerte y todo fue visto con los ojos de una noche despiadada, esmaltada de estrellas, espantosamente silenciosa. Por unos instantes, el eco de la bala redobló su explosión en la desesperación de aquella niebla, y por un momento me vi desintegrado, despojado de luz y de cicatrices, variable como una molécula, duradero como el atómo, cruel como la propia tierra. Pero no fue así.

Primero fue el pánico, las palabras telegrafiadas por maníacos, deprimentes y repulsivos como órganos putrefactos, y el ¡bam! recorriendo las esquinas con un movimiento suave, escurridizo, absurdo, vertical, horizontal, circular, entre vidrieras y vidrieras en un zarandeo impersonal. El mundo se convirtió en un coágulo de gérmenes azules ramificándose, reproduciéndose bajo las alcantarillas cenicientas de la vida subcutánea, saturando de desolación fría las emociones. Luego la vida se fue resbalando como la mierda de gaviota en un escaparate, dejando una mancha blanca imborrable, un accidente de tibio esperma a la deriva…

Perú masticó los verbos como si no pudiese tragar más espuma, resolviendo mentalmente una disertación matemática sin relación al mercurio de su termómetro vital, cayendo hasta hacerse añicos como el sexo de un leproso sobre las putas baldosas blancas. La bala le había penetrado como una venérea por el pecho y la caja torácica se le abrió como un coño operado de diez mil dólares, y la sangre le roía las costuras de la ropa como una rata silvestre. Buscó refugio en la mirada de Conde Roa, pero no hay solución más demencial que el intento de evasión terrestre, y se quedó expulsando piedras y apotemas de su organismo, hundiéndose en un pozo de destrucción velar, hasta quedarse sobre el suelo como un chicle sobre una alcantarilla del East Village. Se retorció un poco antes de morir, como una bailarina de striptease en su último número, masturbándose para la lujuria de sus clientes, unos nosotros perfumados de su sexo sangriento y moribundo.

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La atmósfera se tiñó de pachulí y de insomnio inyectado con una hipodérmica con la punta oxidada. Se crispó la elegía nocturna como si alguien hubiese meado en el fagot durante un aria, e hinchada la vena de la oscuridad con heroína barata se fue meciendo hasta hacerse hojalata plateada por los laterales del rostro exangüe de Perú. Julia sostuvo unos segundos el revólver indicando la dirección del cadáver que había sacrificado en el ara de las tinieblas. El color de su piel era gris como la superficie de una cuchara, debatiéndose entre el éxtasis de la muerte y el gozo vacío de la depresión.

Conde Roa luchaba con un shock emocional, balbuceando con unos labios secos por donde las palabras caían como polen de una enredadera. Se acercó corriendo hasta el montón de estiércol orgánico en que se había convertido Perú y dejó caer un par de lágrimas como esputos sobre el cadavér hecho de tiza por el que atravesaba el gusano del sacrificio juvenil. Julia se empezó a reír con histrionismo clínico, una risa diáfana de asesina casual, y de pronto todo el aire hedió a ciénaga y se llenó de mugre y viscosidades. Conde Roa se volteó violentamente y aulló:

–Pero, ¿qué has hecho, Julia? ¿Por qué has matado al señor Perú?

Los ojos de Julia permanecieron quietos como un lago de gasolina. Abandonada a sí misma, se sabía con certeza los pálpitos de esperanza que su padre quería oír, de modo que repitió los viejos pentagramas de la lascivia que había aprendido a lo largo de lustros de incestos deliciosos:
–¿Qué pasa, papi? ¿No querías que fuese una chica mala? ¿No querías tener que castigarme?–diciendo esto, volvió a disparar la pistola sobre Conde Roa, y le atravesó el hombro derecho con un chisporroteo de tendones desgarrados; un ectoplasma cálido se precipitó al suelo lunado y se volvió jugo de durazno sobre las baldosas.

La sangre hormigueó por las solapas de Conde Roa y éste cayó sobre el cadáver de Perú, retorciéndose en un fértil estertor de agonía. Gemía y gemía como un neumático hidráulico o un jabato destetado; se agitó con el balanceo flexible y garboso de una víbora, con los ojos haciendo tic-tac, y la carne erizada como una charnela herrumbrosa. Veía desde mi silla cómo los dos se movían espasmódicamente centímetro a centímetro por la sala; se sacudían con inquietud, entre heridas y nerviosismo, como pulpos excitados por el celo. La luna rielaba y centelleaba en el revólver empuñado con gravedad; Julia Veloso lo estrechaba en la palma pesadamente. Sobreponiéndose a los alaridos de dolor de su padre, susurró:
–Eres un cabrón. Lo has sido toda la vida, desde que me violaste siendo apenas una niña. Canalla. Me privaste de toda una vida; me robaste todo cuanto pude haber tenido, conseguiste matar a mi madre y necesito acabar contigo antes de que tú acabes conmigo.
–Julia…basta por favor… volvamos a casa, te pido disculpas por todos, yo…
-¡Ahora ya es tarde, hijo de puta!–las lágrimas oxidaban la expresión de entereza de Julia–. ¡Arderé en el infierno, pero tú te irás antes de matar a Rubén! ¡Cabrón!

Julia volvió a disparar, y esta vez la bala cruzó velozmente la sala para hundirse en la ingle, que se separó como una cebolla picada, esparciendo residuos genitales por los focos lunares. La cataplasma de sangría se derramó como una ninfa por el oceáno culebreando por las piernas del maníaco, que perdió su equilibrio racional y sólo pudo que gimotear y aullar, aullar como un lobo mutilado mientras el aire se impregnaba de pestilente almizcle. Julia se acercó calmamente hacia su padre y buceó en el oceáno rojo de su entrepierna, y tiró con fuerza haciendo gritar de dolor a un Conde Roa incapaz de articular palabra ni movimiento, hasta que consiguió arrancar el veneno de la serpiente de cascabel, y arrojó el sexo ensangrentado, retorcido y suelto como un cabo anudado, hasta un extremo de la sala, goteando como la baba de un epiléptico:
–He aguantado mucho, papá. He soportado tus asesinatos, tus crímenes, tus amantes, tus excesos, y tus maltratos. Durante demasiado tiempo he callado y cumplido con mi papel de esclava sexual con extrema docilidad y sumisión, tragando cada noche bilis de complacencia, resignación y derrota. Pero ya no; ya me he hartado de la lobotomía emocional. Adiós.

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Se puso en pie y le disparó directamente al cráneo, provocando un colapso neurálgico con un boquete como un tubo de escape. La pólvora de la sala conducía hacia el final de la identificación con el mundo, hacia una taxonomía de absolutos tácitos y faldas levantadas. Julia, nacarada y derrotada, se volvió en trance y caminó con los ojos fuera de sí hacia mi cautiverio. En aquella Nueva Jerusalén que se levantaba ante nosotros, Julia soñaba ilusiones como una cajera hastiada; se deslizó como un basilisco de amianto al borde del sueño, con los labios aflautados de una concha marina, los labios de un amor uraniano. Su imagen se iba desvaneciendo despacio, flotando hacia la sombra entre la niebla en declive:
–Eres un bobalicón, Rubén. Un ingenuo. Si yo no hubiera estado aquí, te hubiesen matado de verdad. Tienes suerte de que esto no vaya a más.
–¿Por qué me traicionaste, Julia? Yo confié en ti. Me entregué a ti completamente.
–¡Tenía que hacerlo! Tú no lo entiendes: sabía que ésta era mi oportunidad de acabar por fin con estos dos asesinos; no podía permitir que nada saliese mal. Siento que te hayan magullado tanto, no era mi intención que sufrieses en este caso.
–Más sufro por ti después de haber visto todo esto…
–Permite que yo ponga fin a ese sufrimiento…

Me apuntó de nuevo con la pistola, pero era tanto el hábito que ni me pudo la perplejidad:
–Haz lo que tengas que hacer, Julia; ahora ya no tengo nada que perder. Mátame, si es tu deseo.
–No, Rubén; no eres tú quien se muere: soy yo.

Apoyó el revólver sobre su sien como una superchería del gremio. Abrió los ojos como descubriendo el mundo por primera vez; le temblaba el arma en la palma como si estuviese engrasada, con la inseguridad y indecisión de todos los suicidas:
–¡Espera, Julia, detente! ¡No tienes por qué hacerlo!
–Pero debo hacerlo, Rubén; este mundo no está hecho para los engendros como yo. Nosotros tenemos un lugar reservado en alguno de los círculos de Dante.
–¡No te pierdas, todavía tienes mucho que vivir!
–Ahora ya es tarde; estoy condenada por el mundo desde mi concepción criminalizada. Soy una aberración desde mi nacimiento; todo cuanto queda es la muerte.
–¡No, alto!
–No insistas, Rubén. Y recuerda éstas como mis últimas palabras: te quise desde el momento en que te conocí.

Apretó plácidamente el gatillo. Luego vino un violento sobresalto, y una apoteosis de telas violáceas envolvió su cuerpo enroscado en un sueño incapaz de traicionarla. Su respiración se detuvo tan de inmediato, que un profundo sopor se introdujo por debajo de su esfera humana. Era como se podría imaginar que debió ser la bella Nefertiti, una maravilla de perfección mortuoria. Sus ojos de hojas de otoño, de avellana de castaño cálido, se habían permeado como agujas de brújula bajo los párpados, mirándome con una fijeza penetrane: la mirada de la luna a través de la cual el dragón muerto de la vida despedía un fuego frío.

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