La tristeza del Apóstol Santiago. Capítulo XXII: J.C.

J.C. caminó distraidamente por la sala de las vidrieras inenarrables mientras tarareaba un viejo himno político con sardonismo e indiferencia. Cada una de las entonaciones denotaba una desfachatez absoluta del contenido: subvertido el ritmo, sobrevivía un poso esencialista de precariedad moral. Contribuyendo al denuesto de la musicalidad, se puso a bailar enfervorecidamente al ritmo de su propia sintonía, con un extraño dinamismo, impropio de un hombre de sus características. Agitaba las extremidades torpe, inútilmente, como los ligamentos de una marioneta trémula. Y un haz de luz astral penetró por la claraboya del techo e impuso sobre su ridícula estampa los rudimentos de un milagro artificial, de un crimen contra la naturaleza. El diablo bailaba a la luz de la luna.

Aquel raro fenómeno de iluminación reveló al fin la imagen del fantasma esquivo, del prófugo por antonomasia. El criminal más buscado de Santiago de Compostela se recogía en un aciago tupé la maraña de pelos reticentes, que se ondulaban sinuosamente como una duna de azabache rastrillada, como un calma chicha al borde del tsunami. Al estar tan recogida la cabellera, mostraba una frente amplia, límpida, con un protuberante grano en pleno centro como síntoma de la humanidad inesperada y de la falibilidad de todos los organismos. Se sonreía, y unos carrillos mofletudos se hinchaban como marcas de la inocencia, arrastrando consigo la estabilidad cutánea, convirtiendo el rostro en una gasa rugosa, impregnada de cerumen o de formol. Unos ojos diminutos significaban una mirada tranquilizadora, oculta tras unas gafas de montura aparatosa, chirriante, estrafalaria, con el color del guepardo indomable. La nariz aportaba la irregularidad en aquel rostro compuesto de cremas exfoliantes: las fosas se dilataban como cráteres, forzados a una diletante amplitud por el antiguo vicio del granizo respirado. Alto, desequilibrado, impecablemente envuelto en un traje a medida de sus hombros escuetos, aquel sujeto era la gran antinomia de su cargo, la inexistente reciprocidad de las acciones y la apariencia; pero a menudo, todo envoltorio perfumado y meticuloso oculta tras sí un sumidero de pútridos excrementos, y éste era el caso. Se había esforzado en mantener una imagen impoluta para ocultar los varios desvaríos de sus latentes psicopatías. Era él, siempre jubiloso, siempre excitado, siempre hiperactivo. La indolencia de todos los sarcasmos:

–¡Gerardo Conde Roa!–exclamé decididamente, orgulloso de mi espontánea memoria.

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El susodicho siguió bailando descordinadamente en el haz de luz lunar hasta que se hartó de tararear la canción consigna del Partido Popular. Julia Veloso y el Señor Perú lo observaron con honrosa disciplina, con solemnidad devota, y el astuto J.C. se acercó hasta la silla que Perú había dejado vacante para sonreírme con complicidad radiante:

–¡Por favor, señor Luengo, por favor! ¡Dejémonos de formalismos! Todo el mundo me llama Jerry Conde. O J.C., para ahorrar tiempo. Ya sabe, el tiempo es tan valioso que lamento terriblemente perderlo. Yo soy de los que escriben “ke” en los mensajes, y aprovecho los milisegundos que salvo en aprender chino mandarín.
–¿Aun después de criminalizar la ciudad, también criminaliza el idioma? ¿Qué cojones le pasa?
–¡La vida es una fiesta, señor Luengo! ¿Por qué no quiere ser usted feliz? ¡Baile conmigo, vamos, baile conmigo!

Se levantó abruptamente de la silla y volvió a retomar la burda coreografía con la parsimonia de un lémur espídico. Levantaba las piernas con sorprendente agilidad, pero en la anacronía de sus movimientos se intuía una formación de bailarín autodidacta, que se reflejaba en la vergüenza ajena que provocaba incluso entre sus sicarios: el Señor Perú prefirió girar distinguidamente el rostro para evitar el bochorno danzarín, y Julia Veloso tragaba saliva con la sequedad de un beduino sin vara de zahorí.

–¡Vamos, anímese, detective! ¡Baile, baile, baile!

Se acercó a mí y me asestó dos patadas en el estómago siguiendo su estratagema del bailoteo; luego, otros dos puñetazos en el rostro, que contribuyeron a empeorar mi fealdad ingénita hasta extremos grotescos. Para mis adentros, tarareaba el viejo gorigori de los sacramentos fúnebres; pero hacia fuera, tan sólo me conformaba con que el miedo suturara las hendiduras sangrantes de mi rostro. Conde Roa se volvió a sentar sudoroso, visiblemente exhausto, tras el traqueteo para melómanos sordos de su propio regocijo:

–¡Uff! ¡Empiezo a estar mayor, por lo que veo!–se rió–. A veces a uno le hace falta un poco de energía extra para continuar con la vida; me parece que ya va siendo hora de una nueva dosis de vitalidad–. Diciendo esto, rebusco en el bolsillo interior de su traje y extrajo una bolsa abultada de cocaína, que brilló bajo el reflejo lunar como diamante en polvo.

Preparó su consunción con tal teatralidad que parecía que estaba exagerando los viejos estereotipos de los años ochenta; sobre la silla, fijó la rectilínea caída en el delirio, la avalancha de vigor juvenil, y comenzó a sorber aquella galaxia de rocío por los agujeros de gusano que se conformaban con respirar. Cada aspiración nasal implicaba una aspiración mayor hacia lo inefable, hacia lo esotérico: Conde Roa se desplazaba a través de las partículas invisibles del dislate, haciendo de este fenómeno una ilusión regular y procedente. Cuando acabó todo el material, volvió a ponerse en pie para seguir taconeando con excesiva vivacidad, como si pretendiese esquivar las llamas de una hoguera bajo sus pies.

–¡Bueno, señor Luengo; ya que no quiere bailar, no me quedará más remedio que matarle a usted! ¡Oh, qué poco me gusta esta parte de mi trabajo; con lo divertido que sería que todos nosotros hiciésemos una orgía ahora mismo!

Le hizo un gesto con las manos al Señor Perú, que me apuntó con el revólver, y justo antes de disparar se vio interrumpido por la desesperación en mi voz:
–¡Esperen! ¿No tengo derecho a una última voluntad?

Perú miró con escepticismo a Conde Roa, que jadeó y suspiró con cierta resignación hasta asentir con la cabeza:
–Está bien, señor Luengo; como hoy me ha cogido de buen humor, le concederé esa última voluntad. ¿Qué quiere usted?
–Explíquenme todo el caso del Halo: motivaciones, asesinatos, misterios… todo lo que se ha quedado en el tintero de la prensa sensacionalista.
–¿Eso es todo lo que quiere?–respondió, indignado, Conde Roa–. En fin, cada uno allí con sus caprichos. ¿Qué quiere saber?
–Explíquenme para qué robar el Halo.

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Conde Roa detuvo su meneo de hiena taquicárdica y se sentó con complacencia. Rió nuevamente, carcajeándose con lamento y egotismo:
–Oh, el Halo en sí me importa poco, se lo aseguro. Lo que me importa es recuperar mi cargo al frente del Concello de Santiago de Compostela.
–Pero… usted dimitió voluntariamente después de que se le imputase por el caso Pokémon…
–Voluntariamente, voluntariamente… ¡Todo una farsa! ¡Me obligaron a hacerlo!–su voz cobró un matiz de triste nostalgia–. Me hicieron una encerrona institucional, y entre la espada y la pared sólo pude que irme de bruces contra el muro. El pretexto fue el caso Pokémon, pero todos los concejales estaban enfrentados contra mí: no soportaban mi superioridad intelectual en todos los campos. De modo que decidieron expulsarme del cargo por motivos puramente envidiosos.
–¿Y por qué querría recuperar su cargo? ¿No le va mejor como líder de una organización criminal?
–¿Cuál es la diferencia? El Concello de Santiago, este sindicato… ¡el grado de criminalidad era el mismo! La alcaldía era incluso mejor, porque me permitía exhibir mis dotes sociales con el público y los medios de comunicación. Además, la gente de Santiago me necesita; necesitan un líder carismático, que los restrinja y los maneje como sólo yo podía hacerlo. Les gusta sentirse dominados; les gusta la comodidad de un poder superior que los conduzca como títeres primerizos. Ahí tienes el origen de la religiosidad de toda la ciudad. Yo para ellos era Dios. Era mi irreverencia y mi encanto lo que conmovía las almas de todos los santiagueses; todos, todos me querían, sin duda alguna.
–¿Y para eso era necesario convertirse en un prócer de la malignidad, robando el Halo?
–Bueno, recurro al clásico aforismo maquiavélico del fin y los medios: las medidas que he tomado sólo son por el bien de la ciudad, nada más.

Se levantó y caminó apesadumbradamente por la sala, con las manos en la espalda. Se le notaba abstraído, tocado en lo sensible por la usurpación de su antiguo poder.
–No lo entiendo –proseguí con el interrogatorio–. ¿No era usted ya un criminal celebrado y consagrado antes de entrar en política? Por lo que he oído, la leyenda de sus actos se extiende espectralmente por todos los vectores de esta sociedad.
–Sí, es cierto; pero en la política la hipocresía, la canallesca y la mentira se legitiman, se convalidan y se aceptan. Es decir, un político observa su credibilidad linfada por la solemnidad de su cargo. Podía ser tan crápula como me apeteciese, y luego negarlo con completa verosimilitud. Era el aparato de la maldad, que retroalimentaba su propia perpetuidad a través del férreo sistema legislativo. ¿No es una maravilla? El poder masturbando al poder. ¡La épica de todas las vanidades!
–Sigue habiendo hilos que se me escapan en toda esta historia: ¿cómo consiguió entrar en la Catedral para robar el Halo sin que nadie se percatase? ¿No había perdido su preponderancia como cabeza visible del Concello?
–Sí, así es, pero contaba con una baza más en la manga…Señor Perú, acércate aquí, por favor.

Perú acudió con impavidad al encuentro de su amo, y se agachó sólo para que Conde Roa le exprimiese un beso seráfico en la mejilla, con delectación de padre amateur. Lo observó orgulloso, henchido el pecho de una rara luctuosidad:
–Verá, señor Luengo: los únicos que tienen acceso a la Catedral una vez ésta ha cerrado sus puertas al público no son siquiera los detentadores del poder civil. Sólo aquéllos que pertenezcan al estamento eclesiástico, y que además posean cierta relevancia en su regia jerarquía, poseerán acceso a las entrañas del seo tras sus portones astillados. De modo que si quería introducir a alguien para robar el Halo, necesitaba convencer a alguien de dentro de la organización. Pero me temo que los sacerdotes, obispos, curas, abades o demás casta cristiana sólo creen en sí mismos, en su estricto código y en marcar la equis en determinados programas. De modo que necesitaba un infiltrado…
–¿Y qué pinta en todo esto el Señor Perú? Es imposible que alguien lo aceptase como sacerdote: tiene pinta de niño perdido en la selva.
–Así es, señor Luengo, así es. Pero se olvida usted de la vieja debilidad de los estamentos religiosos…
–No puede ser…
–Sí puede, me temo. Nuestro arzobispo Julián siente cierta… digamos… flaqueza por los niñitos de bucles rubios y cara angelical. Sólo fue cuestión de tiempo que yo organizase un encuentro casual entre él y nuestro señor Perú, y un tiempo menor hasta que Perú se convirtió en el mancebo de la libido excesiva de ese pobre diablo. Ya ve, detective; la lujuria efébica abre las puertas del Cielo.
–Por eso Zapatones estaba colgado de una de las columnas de la Catedral… ¡Perú tenía las llaves!
–Y aún las tiene; vamos, enséñaselas, querido.

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El señor Perú extrajo un manojo de llaves del bolsillo con triunfal superioridad, y las agitó vibrantemente como un galardón a su perseverancia sexual. El asesino reconvertido en esclavo concupiscente, en sodomita infantil; y todo esto, aliñado con el indecoroso juego de toma y daca con el párroco casi septuagenario, en la menuda sincronización de los sexos entremezclados. Julián Barrios expurgando sus pecados con la penitencia del silencio, y Perú experimentando la tolerancia de los límites corporales de sus esfínteres.

–¿Y Gayoso? ¿Qué pinta en todo esto Gayoso?
–El señor Gayoso ha sido sin duda el mejor rival al que me he enfrentado nunca; descubrió sagazmente que yo era quien estaba detrás de todo el complot, y quiso restituir el Halo por un “puñetero compromiso con la sociedad compostelana”. No podía permitirlo; infiltré a Perú para que extrajese información de sus arcas, pero Gayoso desconfió de él desde el primer día. De modo que decidí añadir un espía más a su sección personal; y aquí es donde entra la señorita Veloso… o debería decir, la señorita Conde. Le presento a mi hija ilegítima, señor Luengo. Bueno, hija y amante a tiempo parcial, también.

Julia se acercó serpenteantemente a presencia de Conde Roa, y ambos se hibridaron en un único ente de tragedia e incesto, una legua más allá de la tolerancia civil y el ordenamiento familiar. Esta vez el golpe fue puramente emocional. Lo noté directamente en la boca del estómago, subiendo por el esófago hasta convertirse en una náusea que expulsó de mi organismo una mácula de mis cuatro humores corporales, dotando de armas para la revolución a la ósmosis de mi organismo, levantada ya en una sublevación interina. Los tres captores miraron con cierta repugnancia mi renuencia expresada en forma de bilis y de flemas, pero sin embargo Conde Roa prosiguió tranquilamente:
–Verá usted; Julia nació fruto de una de esas tormentosas relaciones del amor estacional. Ya sabe, el verano, el calor, las sensaciones exacerbadas… En fin, aquella chica me provocó, pero me rechazó. ¡Comprenderá que no me quedó más remedio que violarla! Pues la muy pendón sobrevivió y se quedó encinta. Debo decir que llevó el tema de la violación muy bien; no dijo nada a nadie, incluso después de que sus padres la echasen de casa tras comprobar que estaba embarazada. En fin, cuando dio a luz, encontró aún no sé muy bien cómo quién era yo y dónde vivía (supongo que por aquel entonces ya empezaba a sobresalir como político), y se puso delante de mi casa. Llamó al timbre con la nena en el moisés, y cuando fui a abrir la puerta, se pegó un tiro. Dejó una nota, esperando que yo cuidase de la niña. Como aquel día no tenía cocaína, pensé que la niña sería un buen entretenimiento. Pues la niña creció y creció, guapetona como la puedes ver, y ya desde los 12 años comenzó a curiosarme la bragueta por mi propia voluntad. ¿No he sido un buen padre, nenita?
–El mejor de todos, papá –susurró Julia en una voz melosa–. El mejor de todos–. Y le besó como un fauno besa a una náyade de los ríos.
–Fue mi hija–interrumpió Conde Roa el proceso labial– quien me habló de usted. Dijo que alguien había intentado hablar con Gayoso sobre reliquias, y que además estaba compinchado con Zapatones. A riesgo de que pusiese en peligro el plan del Halo, puse a mi hija a seguirle a usted, dándole pistas falsas e intentando confundirle.  De hecho, ni siquiera ella sabía que el Halo estaba en realidad en el Taj Mahal; admito que eso fue un descuido tremendo por mi parte. Cuando usted encontró el Halo, sólo era cuestión de tiempo que se lo llevase a Currás, de modo que mi hija pensó con rapidez, le llevó a su casa y allí hicieron el amor. Pero yo le perdono todo a mi niñita.
–¿Me he portado bien, papi?
–Te has portado de maravilla, hija. Enséñale el Halo al señor Luengo, para que sepa lo que se pierde.

Julia rebuscó en una mochila que estaba entre las tinieblas de la sala y extrajo el Halo, que imbuyó de luz todo el lugar sacralmente y reinstauró por unos instantes una sensación de calidez en aquel frío invernadero de degradación. El oro de su composición tintineó y secuestró la amoralidad para atravesar ciertos dogmas de perturbación.

–Bien, señor Luengo–irrumpió Conde Roa–.Parece que ya ha olisqueado bastante en nuestras letrinas comunes. Es hora de que nos digamos adiós, queridos amigos. Algo se muere en el alma, ya sabe. ¿Julia, quieres hacer tú los honores con el señor Luengo?
–Será todo un placer.

Julia cogió el arma de Perú y se acercó hasta la silla, donde un manantial de sangre proseguía ocultándome tras su cascada cárdena. El sudor se fundió con la sangre, y pronto me convertí en un amasijo de ánimos licuados forjados sobre el pavor y la tragedia. Julia se reía histriónicamente, e incluso se permitió el lujo de disparar al techo para comprobar que el arma estaba cargado, lo que provocó que un aguacero de cristales se incrustase sobre mi decadencia corporal. Ya no podía más. Ya basta. Julia se acercó a mí, me guiñó un ojo y apretó el gatillo.

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