La tristeza del Apóstol Santiago. Capítulo XXI: Cherchez la femme

El silencio remedó la impostura estudiada y puso en orden los pronombres con los que me oculto. Guardó luto la callada indiferencia, la quietud de los violines en el réquiem, y a tiempo de presentarme de nuevo ante el tribunal de los desheredados, saboreé la sangre amotinada de mi dentadura. Estaba en un coche, maniatado y malherido, un coche espectral que inhalaba a su paso la tenue realidad de Santiago de Compostela, mecida entre saetas y tormentas, entre cierzos y huracanes. La ciudad entera se estremecía bajo un órdago de las tempestades: rugía la tormenta tras los cristales tintados del vehículo, y aquí dentro apenas se respiraba por el contencioso sojuzgador de los matones a ambos flancos de mi persona atribulada.

Las heridas habían impuesto un velo de dolor a mi mirada: intuía apenas la calle por donde avanzábamos, y me mordía el labio insistentemente para evitar aullar del sufrimiento que laceraba las costillas tras una paliza que no sentí en carne propia. Pero el vehículo procedía de la noche y regresaba a sus entrañas renegridas; de modo que me resigné a practicar la desazón del maniquí, inútil y castrante, convertida ya la impotencia de mi captura en una suspicacia de mi destino. Al fin había llegado, Poeta: éste era el último verso que escribía, pensé tópicamente; la rabiosa lluvia marcaba el tiempo y preconizaba el cadalso hacia el que ascendíamos y ascendíamos, hasta perdernos en una maraña de grises tramontanos que se perdían detrás de las mortalidades.

El vehículo se detuvo de manera tan súbita que mis pensamientos se hundieron en un poso de congoja añorada. Uno de mis acompañantes abrió la puerta y me arrastró hasta arrojarme a una realidad donde todo era horizonte atormentado, y el cielo abierto como un libro en llamas, cayéndose a pedazos, esparciendo las cenizas por un territorio inestable. El aire se entretejía de pavesas temblorosas, ávidas y afiladas, y unas alas invisibles me empujaron contra el granito punzante de una explanada pantanosa. El golpe me entreabrió la frente como una ventana invernal, brotando un vertido incoloro que noté frío, como el mármol de las estatuas olvidadas. Intenté ponerme en pie, demostrar algún signo de tenacidad humana, de instintiva réplica; pero resbalé y ofrecí mis carnes nuevamente al tributo de la lluvia, que licuaba con sollozos el ánimo, aboliendo el futuro e instaurando la desolación.

Mis acompañantes me alzaron patéticamente del suelo, sosteniéndome por los sobacos como a un peso muerto. Levanté lentamente la cabeza, y obligué a mis párpados a presentarme de nuevo lo inmediato. Se levantaba ante mí una ciudad esquelética, un castillo moribundo; por sus ondulantes fachadas, transidas de un mosaico de rocas encarnadas, las gotas de lluvia se convertían forzosamente en cascada interrumpida, cayendo hacia un desierto forjado por las ausencias. La noche en cambio erizaba las columnas semiderruidas, y una ansiada forma de vivir la soledad tiritaba en las vísceras expuestas de aquel edificio informe, desesperado a fuerza de tanto abandono. Aquélla era una realidad a medio construir, devorada por las sombras y las vacuas promesas: se erguía sobre una inconsistente estructura de barro, y combinaba pesadamente el cristal y el adobe, las cicatrices y la nostalgia. Circulaba un viento solitario por aquel sarcófago imposible, e imponía una geometría olvidada a la materia, una forma de recordar que estrechaba el gris de la existencia contra la amnesia celeste de los astros. El edificio era una muestra más de la imposible empresa de los hombres contra los elementos: nada que pueda ser creado por las manos, o nombrado por las palabras, merece la inmortalidad de la naturaleza. Y en aquel mundo de lo prometido, observaba el ser humano el reflejo final de su frustrado empeño; en su metal maltratado, resonaba el eco carcajeante de los dioses intempestivos. Aquella acrópolis desguazada era a Cidade da Cultura.

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Con la neutralidad fúnebre de los cadáveres, fuimos avanzando hacia el mausoleo del Gaiás, en una existencia regida por designios ignorados: la resistencia sorda de la oscuridad aceptaba los cuerpos hechos apenas de ganas de vivir. Iba logrando recuperar la vista gradualmente, y sólo pude que estremecerme ante aquel vestigio rehusado por las tormentas y por los conselleiros. Se figuró ante mí una enorme pendiente sobre la que un cauce palpitante temblaba, crepitando sus aguas sobre charcos de agonía estanca; el temporal había fagocitado las perseverantes flores de loto que crecen en los bordes de la esperanza, y aplacado su furor la vida en el Gaiás entonaba la tétrica balada de la muerte, una música marchita, remota, de color verde, que brotaba de lo más profundo de su martirio.

Continuamos avanzando hasta que se hartaron de arrastrar mi cuerpo semidesmayado; murmuré “no, no iré”, pero era imposible distinguir mis palabras de un aullido derrotado, convertidas en polvo mustio nada más ser pronunciadas. Demacrados mi aspecto y mi destino, me limité a patalear ridículamente entre los charcos, saltando entre especies hasta alcanzar el estadio del cerdo; pero un par de puñetazos retornaron el silencio de la lluvia y desbarataron el proyecto de la libertad simulada: la gloria se hace de esos pedazos de porcelana optimista. Uno de ellos me upó sobre sus hombros y me llevó a la manera en que el leñador lleva los troncos partidos: como un elemento cuyo futuro era la hoguera. Pero no podía combatir de ningún modo, paralizado como estaba por el estupor de las heridas y los misterios. Abrieron un portal abandonado, donde la oscuridad desarmada articulaba las distancias y las fatigas.

Me descolgó de su hombro el matón para ponerme sobre una silla renqueante y cochambrosa; me rodeaba una cristalera inagotable, un cosmos de vidrieras que rugían consginas cenitales del vendaval. Mientras los dos matones me ataban a la silla con unas sogas ofidias, contemplé el efecto de las ventanas sobre la noche: quebraban la mortecina luz en pequeños códigos indescifrables, levantando esferas translúcidas que se hacían y deshacían en la podredumbre trémula de aquella nebulosidad terrorífica. Un fluir de sangre traspasó mis labios y confirmó sobre el suelo pálido el contacto de aquella noche gruesa, una masa de tinieblas dilatándose en la tormenta, un río lleno de hojas secas.

–Dejadlo. Podéis iros. Puedo encargarme yo sólo, gracias.

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La voz iba vacante de dueño, ingrávida, decadente como un ciego ante el ocaso. Tras la densa, húmeda penumbra, emergió el cuerpo infantil, inmarcesible, del canalla de cabellos alimonados y nariz inconfundible por su punta de lanza abstracta, brújula del criminal y del prófugo: el señor Perú, ya hecha estatua su estatura, se deslizó entre la nocturna mediocridad, dejando tras de sí un rastro de espectros incorpóreos: los fantasmas de sus manos agrietadas por la muerte. Con un ademán, indicó a sus socios que se marcharan por donde habían venido, y con una ceremoniosidad digna del teatro más mundano, arrimó una silla frente a mí, y se sentó para mirarme fijamente. A pesar de la oscuridad que envolvía la sala del vitral eterno, pude distinguir perfectamente unos ojos fulminantes, inasequibles, perseguidos por la soledad y el desengaño. La iluminación agónica se fijó sobre su rostro, y esbozó una sonrisa en convicción de victoria:

–Le dije que no se metiera donde no le correspondía, señor Luengo –empuñaba un revólver, y dejaba que el brazo se columpiase, indiferente, en el respaldo de la silla –. Hemos tenido que llegar a esto para que comprenda la situación.

Tragué algo más de sangre en mal estado e intenté mantener la compostura, perdida ya hace tiempo en las insondables densidades de mi indignidad:
–Siempre he sido un poco duro de mollera; necesito que me repitan las cosas varias veces antes de recordarlas –sonreí con unos labios exangües y asimétricos.
–Pues voy a hacer que las aprenda lentamente, no se preocupe: esta noche, no tenemos prisa de ningún tipo.
–Hoy es viernes, ¿verdad? Hoy acababa el plazo de Currás para reponer el Halo…
–¡Oh, eso no debe atribularle! Lo que debería molestarle es que un sitio como éste vaya a ser su tumba. A mí me daría asco morir en estas circunstancias. ¡Ja,  morir de asco! –de nuevo, su risotada se filtró como un gélido escalofrío por las vértebras.
–¿Por qué hace esto, Perú? ¿Por las cerillas? ¿Sólo por eso?
–Oh, las cerillas son un alimento fundamental, sin duda; pero hay algo más, mucho más, señor Luengo… El placer de la violencia, la inexplicable euforia que toma el cuerpo y aprisiona los sentidos cuando se aprieta el gatillo. Es un sentimiento indescriptible, sentirse el juez de la vida y de la muerte en un simple disparo… Es algo fantástico.
–Matar por matar: eso es todo lo que queda.
–Claro, eso y el infinito placer de la inocencia nunca justificada. Señor Luengo, creía que era usted de los míos, de los canallas, de los crápulas…
–No se confunda usted, Perú; a mí aún me quedan suficientes escrúpulos como para diferenciar ciertos maniqueísmos. Lo que le han hecho a Julia Veloso no tiene nombre..
–¡Julia Veloso! ¡Ja! Es curioso que diga eso. Verás… –y se levantó como un prestidigitador engañoso–, las damas siempre te pierden. No debe confiar en las mujeres, señor Luengo; sólo le traen a uno quebraderos y perdición y sufrimientos.
–No me venda una visión tan retrógrada, Perú; a estas horas, estoy curado de espantos.
–¿Curado de espantos, eh? Permítame entonces que le infecte un poco. Querida, haznos el favor…–y señaló a las tinieblas, que se dividieron para arrojar una figura femenina por la que abandonar precios, catálogos, días ,noches y telegramas viejos. Julia Veloso, con la recta verticalidad del triunfo despierto, completaba templadamente la entropía de mi sorpresa. La sala de los cristales incalculables se llenó de un hedor a nogales calcinados.

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No cabía en mí de perplejidad. Julia Veloso llevaba un vestido tan corto que sobresalían ligeramente algunos vellos rebeldes del pubis. Se sentó sobre mis magulladas rodillas y restregó sus pechos pueriles contra mi cara; noté la ondulosa carne de sus nalgas sobre las rodillas como una ensoñación distante e inquieta, una provocación del todo gratuíta. Su compañía era un calor lánguido, promiscuo, muy distinto del secreto exclusivo de la noche anterior. Como el pan repartido de los pobres, su cuerpo era un níveo bien comunitario, un prodigio abusado por lo citado y por lo concurrido. Mientras Julia Veloso estrechaba sus perfumes de caoba pútrida contra mi pseudo-existencia, el señor Perú se dedicaba a prender cerillas que crepitaban en la bruma otoñal como los cerrojos de la mortalidad.

Julia Veloso se levantó fugazmente y caminó por la sala seguida de un taconeo nervioso, labrando la luz de los fósforos una imagen que se proyectaba como una pagana efigie de la traición. Le pidió el revólver a Perú, y tras pasar la lengua por el arma con especial deleite, se armó entre risas de coraje y me apuntó con verdadera certidumbre:
–Hola, Rubén, espero que te sorprenda verme aquí. No creí que llegarías tan lejos.

Por primera vez en mi vida, hice esfuerzos honestos por evitar lagrimear como un infante desdolido; oprimí el corazón y las neuronas, y en el desabrido sabor de mis labios secos hundí la irregular dentadura para negar el ímpetu del momento, el desencanto con toda contingencia. No dije nada: me dediqué a gimotear tristemente como una Hispano-Olivetti del desconsuelo.

–Oh, vamos, no llore más, señor Luengo. Esto aún acaba de empezar –dijo una tercera voz, todavía oculta por la noche.
–¡Ven, J.C., únete a la fiesta! ¡Rubén todavía no sabe nada!–le conminó Julia Veloso.

Las sombras expresaron su imperfección cuando negaron a la tierra su derecho al asilo, y un espectro emergió del corazón mismo de las penumbras para encogerme el alma en un efímero instante. Contemplé su rostro con lógica derrota, y fui capaz, para mi propio asombro, de estructurar una frase coherente: –Debí suponer quién era J.C. todo este tiempo…

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