La tristeza del Apóstol Santiago. Capítulo XX: A todo porco

Entre tanto fui atravesando la incorporeidad de un presente prístino con la inocencia de un lector primerizo. Entonces vino el tótem, la sombra del ídolo caído, el mestizaje de las mareas onduladas… La silueta se fue haciendo ovillo bajo los telones sombríos, y en la lírica de las soledades compartidas se cometieron flagrantes errores de la gramática pasional. En la dicotómica impenitencia se exacerba la exclusividad, y en una muestra de inconsciencia fui mártir antes que confesor, malinterpretando el código de la confusión improvisada.

Desperté con un par de versos insensatos en la quijotera, ” Cuando la noche aprende el curso de los cuerpos desvencijados…” . Confiaba en que fueran un plagio, en parte porque nada conocía yo acerca de la técnica de la devastación consentida. Tampoco yo sabía mucho de despertares tranquilos, pero en el caligrama de las sábanas me emboté de palabras y de vericuetos, garantizando un mundo con errores ortográficos. Julia Veloso se había extinguido como el musgo en los alcázares, y en el escaso talento redaccional que me caracterizaba me indigné al ser incapaz de retratar sus obsesiones sin mistificarla, harto ya del viejo recurso de la metáfora para enarbolar las ideas más mundanas.

Acepté lo aséptico de su ausencia y empecé a desmigajar la vieja proverbialidad de la lengua en busca de palabras que expresasen lo fastuoso de esta inflexión al cabo de las balas y las muertes. El viejo diccionario de las impresiones incumplió su pacto de silencio y esgrimió el término “criptomnesia” como paradigma de holismo aceptable. Pero en su definición, forclusión de los símbolos hechos volubles, no cabe un indicio de creatividad: la descripción no es más que el reciclaje inconsciente de imágenes, un faux pas desenfadado que mezcla la marquetería con la futilidad.

Viendo que el relato no iba a ninguna parte, abandoné las digresiones y dejé atrás la solitaria cama de Julia Veloso, donde un obsequioso aroma a divanes calcinados coronaba una recesión de estigmas incurables. Emití mis acciones por el viejo Modigliani-Miller y me planté en la calle con el Halo resguardado bajo el envés de una chaqueta aún lacerada por la orina del Pentateuco. Recorrí las ancianas calles de Galeras con un preocupante escepticismo: su apariencia engañosa de gavia, trecheada en un doloso intento de apaciguar las tempestades, había permitido que aquel desagüe infructífero fuese habitado por criaturas extrañas y furibundas; cada callejón impenetrable, cada impresión de nocturnidad, conferían a aquellas catacumbas emaciadas una incólume  impresión de mazmorra. Temía que los hombres de Perú me abordasen en cualquier resquicio de realidad, de modo que atravesé Galeras llevado por la agitadora sensación de un permanente tiroteo, huyendo forajidamente hasta el sepulcro emocional de la Alameda.

Mientras paseaba por la Alameda celebrando la lúgubre espontaneidad de la naturaleza siempreviva, empezó a llover súbitamente y recibí un mensaje de Roi al móvil: los más oscuros presagios me advenían. Roi, en una prosa brusca y yerma, me informaba de que la TVG había amenazado con retirarle las prácticas si no era capaz de recuperar su tarjeta de acceso, que yo aún conservaba en el interior de mi cartera, ahíta de austeridad. Además, el mórbido gángster aprovechó la ocasión para recordarme que el examen de Áreas era esa mañana a las 10, de modo que podía perfectamente llevarle la tarjeta a la Facultad. Miré el reloj: mi reputación había garantizado mi insolencia a lo  largo de los años, pero presentarme al examen dos horas tarde rozaría la indiscreción, como mínimo. De modo que decidí vagabundear sin pretensiones, autárquicamente, hasta que la pertinencia de mis obligaciones me hiciese ir a ver a Currás. Supuse que el alcalde estaría ocupado, además, espantando las ondanadas acusadoras de los periodistas, dispuestos como gaviotas a esperar su carnaza de falsedades.

Me perdí entre los robles bajo los tilos empapados y la ciudad se fue deshaciendo gradualmente, rebajando su carga urbana, pero aumentando la hiel que rezumaba cada una de sus avenidas. Mientras me empapaba pasivamente bajo las tempestades, adentrándome con lentitud entre los árboles regados, los edificios de Santiago de Compostela se fueron convirtiendo en un recuerdo de cenizas y dunas de diamante, hasta que pronto la civilización desapareció entre las ramas húmedas y las gotas de lluvia, y todo el entorno se volvió imperante naturaleza. No se está tan solo en Santiago de Compostela como en la Alameda durante los días de lluvia: la incidencia del entorno afecta el ánimo y conmueve el espíritu, y cualquier individuo sabe que para narrar una tristeza se necesita una poderosa base empírica. Se nutre la nostalgia de este tipo de climas: las bajas temperaturas y las gotas como clavijas practican el vudú de los suspiros, y erosiona la esperanza y ebulle las palabras para que todo el cuerpo sea una aparición difuminada bajo los siglos de indiferencia fatal. Cristalizada en ámbar, Santiago de Compostela perpetúa sus misterios en la intemperie desamparada de sus ciudadanos: quien vive en esta ciudad sabe que se vuelve un ánima ubicua, un sonámbulo de un sueño interminable. Ni siquiera las Marías (tan ausentes, tan realismo sucio hecho coraza) soportan en su euforia preconcebida la desafección del abandono.

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A la altura de las escaleras pétreas que conectan la Alameda con el graderío que da al Campus Sur de la Universidad, había reunidas una serie de gabardinas como cuervos apesadumbrados. Reconocí el afable rostro de Pereda entre aquella bandada, de modo que decidí acercarme cautelosamente a darme picotazos contra su nocturnidad. Antes de que pudiera saludar, la bandada se había cerrado a mi alrededor, atrapándome en su círculo de ébano perfilado; el semicírculo se había estrechado en torno a un cadáver que reconocí de inmediato: era el gordo amigo de Totó, que yacía descompuesto, convertido en un amasijo flemático de órganos. Pude reconocer la marca de la culata de su pistola en la sien, que yo mismo le había provocado. La lluvia se le filtraba por la caja torácica, abierta por el esternón como un acordeón rasgado, y el lento óxido del otoño arrastraba parte de la sangre por los escalones de piedra. El resto del cuerpo presentaba marcas de bala y perforaciones dignas del propietario de una sex-shop. El clan de Perú había querido de veras que aquel individuo padeciese su negligencia, y lo habían abandonado a la inclemencia del temporal como un obsceno espectáculo de la podredumbre: la vieja directiva de la omertá. Me acerqué sigilosamente a Pereda, procurando disimular el Halo bajo mi abrigo; el vetusto policía me recibió con una impropia nota de júbilo:

–¡Hola, Poeta! ¿Qué te trae por aquí?
–Me estaba dando un paseo para enjuagar las ideas y esperaba cazar un par de casos para salir del paso. Pero por lo que veo vosotros os habéis adelantado. ¿Qué tenemos aquí?

Antes de que Pereda pudiese responderme, un empujón puso en suspenso nuestra conversación y me proyectó fuera del círculo de confianza. Ante mí, un joven oficial se había envalentonado y me había encarado como un bufálo a una valla decrépita. La serenidad de sus facciones no disimulaba la exaltación de su estado. Erguido sobre sus casi dos metros de autoridad, una espesa cabellera reposaba como la corteza de un encino sobre una cabeza alborotada; un par de mechones húmedos resbalaban sobre una frente pronunciada, fundiéndose en un polímero capilar con unas cejas pobladas, entre las que se tendía un puente acentuado de abandono estético. Dos patillas tupidas recorrían los laterales de la cara como cascadas inextricables; por lo demás, aquel rostro, tan ordinario en su belleza como común en sus facciones, no representaba nada más inusual que la mediocridad velluda que lo entretejía. Era una silueta firme, segura, confiada; un individuo que no permitía concesiones a meditabundos goliardos como uno mismo. Pereda se interpuso entre ambos e intentó sosegar los caldeados ánimos:

–¡Que haya paz, por favor! Nos basta un cadáver por día; yo no puedo trabajar más a mis años.

El joven oficial se cuadró con una trémula arrogancia, y torció tanto la boca que casi logró colocarla en posición vertical. Luego, con un caricaturesco acento alemán, puso en práctica la amenaza de sus invocaciones:
–Capitán, este indeseable estaba fisgando en las investigaciones de la policía. Estamos intentando trabajar aquí; no podemos permitir que cualquier incompetente entrometido arruine nuestros procesos.
–¿Entonces por qué te dejan participar, amigo?–respondí, dándome por completo por aludido.

El joven alemán se abalanzó sobre mí y, tras un forcejeo que  medió entre lo ridículo y lo ineficaz, Pereda logró separarnos con una inesperada fortaleza:
–¡Basta de niñerías, los dos! Debería daros vergüenza. En especial a ti, Poeta: si estás aquí, es porque te estoy haciendo un favor, recuérdalo.
–Lo llevo tatuado en el corazón, Pereda. Lo recuerdo con cada infarto.
–Pues si todo está aclarado, permíteme que os presente: Poeta, éste es el oficial Alexander Unruh, del cuerpo de policía de Leipzig. Señor Unruh, éste es Rubén Luengo, detective privado que ha contribuido a mejorar el rendimiento del cuerpo de policía de la ciudad con sus sorprendentes deducciones. La secreta alemana ha destinado al agente Unruh aquí para seguir una investigación confidencial, relacionada con la detención de J.C.

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Unruh pareció indignarse ante este pequeño desliz fiduciario de Pereda, pero el afable anciano decidió ignorarlo y prosiguió con su explicación:
–Hasta ahora, no ha tenido demasiado fortuna en su investigación; la policía de Compistola (perdón, Compostela) ha hecho todo lo posible por colaborar con la búsqueda, pero ya se sabe…
–J.C. es tan escurridizo como la nota perfecta de un disco de Kraftwerk –remató Unruh, tendiéndome la mano con cierta reluctancia–. Siento el malentendido, señor Luengo, pero comprenderá que sólo estaba ejerciendo mi función.
–Si su función es tocar las pelotas de una manera tan poco clínica, ha sido usted un ejemplo de profesionalidad, amigo.
–No le conviene enfrentarse con un germano, señor Luengo –respondió el oficial, tensando nerviosamente los músculos–. Somos célebres por nuestra perseverancia y por nuestra vehemencia, de modo que tenga precaución al jugar con fuego, o podría quemarse.
–Llevaré un extintor marca Núremberg, por si acaso. Y dígame, Unruh, ¿qué es lo que ha hecho J.C. tan miserable en territorio merkeliano como para que usted venga a imponer sus métodos a mi barriada? ¿Ha orinado en la puerta de Brandeburgo? ¿Ha abucheado al Bayern de Múnich? ¿Ha proclamado el IV Reich?
–¡No tolero que bromee con esas cosas, señor Luengo! ¡Si continúa con esa insolencia, me veré en la obligación de detenerlo por desacato para con la autoridad!
–Por lo que veo, hay un muro entre nosotros, Unruh. Escuche una cosa, chico krautrock: no intente sodomizar el sistema legislativo de Compostela con su procacidad teutona, ¿comprende? Guárdese sus consignas para otro momento.
–Vamos, vamos, ¡ya basta! –Pereda me cogió por el brazo y me llevó a un aparte; la lluvia seguía sacudiendo cruelmente la geometría de la soledad–. Escucha una cosa, Poeta: es un hombre muy testarudo, que siempre quiere tener la razón; te sugiero que lo ignores y que sigas tu camino.
–Por supuesto, Pereda: lo último que quiero en estos momentos es un conflicto a escala internacional con la gran perdedora de las Guerras Mundiales. Dime, entonces, ¿qué trae a ese Ian Curtis de segunda fila a estos pastos?
–Según ha descubierto la policía alemana, J.C. habría conseguido extraer del país una importante suma de capitales que está dinamitando la economía alemana, desequilibrando la balanza del déficit nacional y provocando un lesivo aumento de la deuda pública, lo cual ha llevado a una hemorragia de las arcas de los distintos departamentos de Alemania hasta el extremo de que están a punto de ingresar en la nómina de los PIGS. Merkel ha estallado en cólera, y ha contactado con Rajoy, que en temas económicos, ya sabes… más bien no. Han pedido que España reingrese la fuga de capitales en negro o, de lo contrario, ejecutaría su derecho a moción y expulsaría a España de la ONU, de la OTAN, y del Mundial de Fútbol. ¡Y eso es algo que no podemos permitir!-
–De modo que, lo que está en juego, ¿es el devenir de la piel de toro? Bueno, ¿qué hay de grave en todo esto, entonces?
–No lo entiendes: ¡se tambalea el sistema keynesiano! ¿No temes por un eventual periodo de austeridad, un periodo donde el sector privado haya sido privilegiado por las instituciones gubernamentales, que rechazan afrontar que han sido sus desmanes los que han costado el sufrimiento bursátil de todos los ciudadanos? ¿No te acojona que se nos humille en todos los índices de Gini, que ya no sirvamos de nada a la Troika, o que deje de existir para nosotros una posible tasa Tobin?
–Creo que has mezclado demasiados conceptos que desconoces, Pereda; ¿has estado leyendo otra vez El Economista, verdad?
–Sí, y sigo sin tener las ideas claras, siendo francos…–admitió, no sin cierto pudor.
–Está bien, Pereda, está bien: empieza por saber sumar, y lo demás ya vendrá gradualmente. Una cosa más: yo conozco a ese hermoso cadáver que tienen ustedes ahí.
–¿Por qué no me sorprende? Sigo sin entender cómo consigues escamotear información tan valiosa, Poeta.
–Me codeo con el lumenproletariado más insigne: es todo cosa del inconsciente colectivo, y de saber rastrear entre las alcantarillas.
–Entonces, dime, ¿qué sabes de él?
–Sólo sé que si queréis buscar más pistas sobre su identidad, váis a tener que ir a bucear en ese Partenón de la lascivia que es el Taj Mahal; allí probablemente encontraréis el cuerpo sin vida de Totó García, aspirante a actor porno y camarero descalabrado.
–Pero, ¿cómo…?
–No tengo tiempo de explicarte por qué lo sé; tendrás que confiar en mi palabra de detective insomne esta vez.
–Gracias, Poeta. ¿Todavía tienes los expedientes J.C. que te había pasado, verdad?–era extraño: aquel anciano parecía no ver la relación entre esa pila de documentos y el criminal más buscado de la ciudad. Bendita ingenuidad.
–Sí, todavía los tengo. Ahora mismo iba hacia casa; está empezando a llover horizontalmente, y ese es el indicio de refugio más claro que Santiago tiene de advertir de sus monzones. Estoy casi seguro de que hoy avanzaré algo en mi investigación. Y dile a tu proyecto de führer que reblandezca la rigidez de sus esquemas con un poco de agua salada.

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Fundiéndome de nuevo con la tempestad, regresé sobre mis pasos y permití que mi silueta se humillase ante el torrente de lluvia que comenzaba a formar pequeños surcos lacrimales en rellanos, baldosas y macetas. Convertido en un títere de los elementos, sostuve con mayor firmeza el Halo bajo los faldones de mi abrigo y lo extraje como un blasón para soliviantar la furia de los dioses compostelanos. Inexplicablemente, el Halo pareció amainar la rabiosa contundencia de las estaciones, y logré deslizarme por balconadas y tiendas insignificantes hasta que al fin conseguí llegar frente al portal de Fernando III. Mientras abría el portal, un furioso relámpago cayó a apenas dos metros, en mitad del asfalto; herida la carretera, el relámpago levantó una breve polvareda que conjugó en incienso y humo la desesperación de la tempestad. Lentamente se fueron apagando todas las luces del barrio: un apagón colectivo repuso el ánimo taciturno en las fachadas de los edificios, y de repente la lluvia fue la única señal de prevalencia de una luz mansa, exigua, lánguida.

El apagón también había afectado a mi edificio: el portal se había tornado en penumbras súbitamente, y el ascensor se había detenido con ocupantes dentro. Haciendo caso omiso a sus súplicas de auxilio, decidí que era hora de que el azar impusiese de nuevo su trivial justicia, de modo que opté por delegar su devenir en manos del técnico o de otro espontáneo samaritano: por mi parte, necesitaba esconder el Halo al menos hasta que el tiempo mejorase y pudiese acercarme hasta el ayuntamiento y entregárselo a Currás. Es cierto, soy un detective guiado por las conveniencias del clima advenedizo: necesito unas condiciones óptimas para trabajar con eficiencia, y en Santiago eso era tarea ardua.

Subí por las escaleras, y cuando llegué a la puerta del apartamento, descubrí que alguien había reventado la cerradura; la puerta estaba abierta de par en par, y había desordenados restos de gravilla por la moqueta del salón. El piso había sido registrado minuciosamente, no cabía duda: todos los cajones estaban vueltos del revés, esparcidos por el suelo indistintamente. Mi habitación nunca había conocido orden, pero en aquel desbarajuste de sedimentos logísticos no cabía apenas la intuición de una posible enmienda. Probé de nuevo a accionar el interruptor, pero la luz seguía sin funcionar, de modo que deposité recatademente el Halo sobre la cama alborotada y volví a la salita, a esperar a que todo fuese luz, nuevamente.

Me cogí una cerveza de la nevera, y me senté en el sofá, todavía roto por la agresión del guardaespaldas del alcalde, y contemplé ciegamente la oquedad de la puerta del baño por donde me había fugado, recreándome en el espasmo de oscuridad que se cernía iónicamente sobre la sala: quarks viperinos que entrechocaban en el aire eran los responsables de aquella inseguridad furibunda, de aquella opacidad del alma, transgrediendo alevosamente los patrones de conducta de las partículas elementales. Mis pensamientos banalmente houellebecquianos se vieron interrumpidos por un gemido casi imperceptible, un gorjeo de garganta tomada que venía del cuarto de Jorge Pan.

Golpeé en su puerta, que se abrió con un sordo rechinar de bisagras: los goznes habían cedido, y un caliginoso hedor a cliché emanaba de la estancia. Sobre el colchón, Pan respiraba con gran dificultad; su aspecto parecía el de un torcual malherido, encallado en la ribera por el flujo indolente de las mareas. Un alacrán de sangre reptaba por su sudadera blanca, tejiendo un sobresaliente filtro de entrañas que se desparramaba por toda la colcha. Con el cárdeno telar de su adiposidad disgregada y la oscura percepción ante mis ojos, parecía que le estuviese floreciendo todo una tapia de azaleas del pecho; pero la grasa y la sangre se confundían entre las tinieblas, y un brillo de tuétano deletéreo asolaba el aire y el ánimo. Me abalancé sobre él con desesperación, abriéndome paso entre los borbotones de humanidad que le abandonaban paulatinamente:
–¡Pan, Pan! ¿Qué ha pasado?
–Viñeron preguntando por ti… Eran tres, un deles rubio e con cara de meniño –locutaba con dificultad, y tosía sangre constantemente.
–¡Aguanta un poco, voy a llamar a una ambulancia enseguida!
–Xa non vale para nada…Que lle den á sanidade pública: denantes morto que axeonllado ante o keynesianismo!
–Pan, no seas inconsciente.
–Non, Poeta, desta xa non saio. Colle ese bloc: aí queda toda unha vida de xornalismo exemplar, para que o publique o ABC –le sujeté la mano con seguridad, como una consolación dolorosa.
–Pero…–dije, hojeando el bloc –, ¡en este bloc no hay nada!
–Así é. O xornalismo non valeu para nada en absoluto. Tiña que ter estudado outra cousa.
–Vamos, Pan, aguanta un poco más.
–Que viva Fernando Vázquez!–dijo en un lacerante estertor. Después ya no fue capaz de decir nada. Murió con los pantalones puestos.

En un gesto de benevolencia, le bajé los párpados y dejé que la fúnebre estampa se completase. El cadáver estaba rodeado de una solvente solemnidad: ante su cuerpo inerte, sólo pude recordar la ejemplaridad de una amistad fértil en anécdotas y en complicidades. La vieja impostura de la profesión me impidió derramar lágrimas, pero la muerte de un secundario tan digno destintó el filo de esta historia floja y decadente. Tan floja y decadente era mi tristeza que no pude ver venir el golpe de culata en la nuca, noqueado por segunda vez en menos de una semana por la espalda y por la incompetencia en mi trabajo. Lo último que vi antes de desmayarme fue el cuerpo sin vida de Pan, soñando para siempre la utopía de sus vivos y de sus muertos.

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