La tristeza del Apóstol Santiago. Capítulo XVIII: Deus ex Machina

El prodigio de la existencia se fue haciendo menos milagroso a medida que mi cuerpo iba recobrando su absurda condición mortal. Intenté expresar el aire con las manos, pero la fría niebla que me mecía rehuía esquivamente mi tacto. Menguada la esperanza, me incorporé confuso, asimilado ya por la impenetrable bruma que aprisionaba el espacio en un cautiverio desolador. No podía intuir nada por los convencionales medios sensibles: como un ciego repentino, avancé a trompicones entre la insondable humareda, precipitándome a su ambiguo corazón intangible, procurando una salida de aquel laberinto de vaho gélido.

El tiempo había dejado de existir. O, mejor dicho, yo era el tiempo resignado a su abandono, desposeído de mi natural teleología, marcando torpemente las estrecheces agobiantes de mi derelicción. Caminaba entre bocanadas de un hollín clarioscuro, un material entre translúcido e inasible que desdibujaba mi silueta en aquella fulminante penumbra. Todavía percibía como funcionales ciertos hitos de mi humanidad: una tibia sístole importunó el pecho glaciar con una explosión dolorosa, y agradecí los esfuerzos de mis ojos por vislumbrar un más allá de esta turbia neblina, como un capote de telas nigérrimas. Perjuré a voces que aún era instante la realidad, que aún podía compartimentar la vida con el exclusivo arbitrio de las coordenadas espacio-temporales, pero mi tono se fue degradando simultáneamente a mi esperanza, y entonces acepté consolarme a media voz, a dudar de la contingencia del mí mismo, ente sacrificado al universo vacuo sin convicción ni certidumbre. Y una líquida melancolía lagrimeó por el rabillo de mis ojos cegados.

Era un hombre henchido de tristeza recorriendo los derroteros de mi propia soledad, tambaleándome como una rama a la deriva, objetivo del desdeñoso rugir de las tormentas. No sabía qué extraña tierra de destierro era aquélla: me preocupaba más mi zozobra por las lindes de la locura, temiendo en cada momento mi caída. La razón era insuficiente para explicar los complejos territorios de lo inefable; oscuridad y niebla, alborotados entre sí, y el quedo eco de mis pasos reverberando en un suelo imperceptible, ahogando mi única noción de veracidad. Seguí caminando lentamente por el sendero encinto de tinieblas, y poco a poco mi cuerpo también se fue volviendo menos nítido, más inmaterial, occisa desaparición del espíritu por el que pago el alquiler de la muerte. Una fisionomía mutilada por un ostracismo en ningún lugar, en ningún tiempo…

–Si sigues quejándote tanto, nunca saldrás de aquí.

Esa voz tan familiar. ¡Esa voz de radiofonista mediocre! ¿De dónde proviene? Me revolví instintivamente, buscando entre aquella maraña de oscuridad el propietario de aquella voz ronca, grave y ruidosa. Pero lo único que conseguía era generar un torbellino de estulticia y perplejidad: como si a mis extremidades las retuviese una plúmbea panoplia de algas húmedas, era incapaz de avanzar en aquel compuesto de viscosidades diluidas.

–Estás dando bastante pena, la verdad. Me decepcionas un poco.

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Inopinadamente, un individuo abrió bíblicamente la tempestad de neblina e irrumpió con ceremoniosidad cegadora, refulgiendo con una extraña luminosidad incandescente y propagando la ráfaga de luz que envolvía su turbadora presencia. Su deslumbrante irrupción fue apagándose gradualmente, y cuando recuperé la visión descubrí un indescifrable hombre ante mí: con la piel veteada con los granos de una adolescencia reticente, era tan pálido que se diría iluminado por un perpetuo claro de luna; una maraña de pelo alborotado no ocultaba unas amenazadoras entradas como indicios de una próxima calvicie; delgado hasta extremos enfermizos, se percibía un claro desnivel de los hombros, revelando una escoliosis incurable que lastraba la armonía de su postura; en las cuencas de los párpados, unas hincadas ojeras bajaban como dunas de carbón derretidas hasta una nariz bulbosa y puntiaguda, sostenida sobre una boca diminuta, de labios afilados y, de tan finos, casi inexistentes. Llevaba puesto unos vaqueros desgastados en los bajos, con la tela cayendo como lianas desprendidas; una camisa, negra y arremangada, se acomodaba a una espalda angosta y desigual, cubriendo un torso hundido en el que lucía el símbolo de una banda llamada “Telephones Rouges”.

Sostenido débilmente sobre unas piernas largas y enclenques como dos filosos espárragos, me sonrió brevemente, y sus irregulares dientes de roedor confirmaron una fealdad civilizada y resultona. Aún absorto por el mosaico resquebrajado de su dentadura, no pude evitar intuir grandes y evidentes similitudes entre ese hombrecillo ridículo y yo mismo: como expuesto a un espejo convexo, su silueta y la mía encajaban como dos sombras idénticas, desdobladas por un foco traicionero; enfrentado a mi estampa especular, deformada en su concreción y en su anatomía, me acerqué con precaución a su encuentro, por temor a una asimilación carnívora.

–¿Quién eres?–inquirí cautamente.
–Es vana la identidad, como bien sabes–arrastraba las eses entre el pórtico de sus dientes frontales–.Yo soy la Otredad que te sucede, el hueco en que deparan tus ideas muertas y obsoletas. En términos freudianos, soy el superyó de tus impulsos viscerales, la carne sometida al congreso de las comunidades.
–O sea, que eres un perdedor rotundo, ¿verdad?
–Y a mucha honra, si se me pregunta. No cabe denominación para referirme; de ser posible, mi designación se limitaría a un exabrupto codificado. Pero, ya que me debes referir como un apéndice escamado de tu esencia, llámame Miguel del Corral.

Erguido como un edificio ruinoso y sombrío, se esforzaba en sacar pecho con cierto orgullo, pero el déficit de músculos le proporcionaba la estampa de quien olisquea algo con asco y sospecha. Se dio la vuelta, y se hundió un par de pasos en la niebla; caminaba de una manera patizamba, con los pies apuntando hacia dentro, casi rozándose las punteras. Echó unas manos diminutas a la espalda, y bajó la cabeza con pesadumbre:

–Como parte de ti mismo, me corresponden tus derrotas y tus agonías, tus infamias y tus catástrofes. Impongo la sensatez a tus actos inútiles, e inclino la cerviz con rubor cuando malinterpretas las miradas por coqueteos; te maldigo con locura cuando algunos días te embarga la nostalgia de los amores adolescentes, y tomas decisiones llevado por la impetuosidad de tus hormonas.
–Basta de palabrería pedante, colega, ¿dónde estamos ahora mismo?
–Estamos en un simulacro mental desencadenado por la bala que se alojó en tu cuerpo como un huésped inesperado. Esto que ves (es un decir) es una proyección de tus atribulaciones y tus tristezas, un estado que vincula el ruido de la vida con el silencio de la muerte. Bienvenido al Kilómetro de la Soledad.

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Se volvió violentamente, y disipó parte de la bruma para que pudiera ver una avenida infinita, un futuro inexistente. Una largo paseo que conducía a ninguna parte se formaba ante mí como un deseo inaguantable de supervivencia:
–Pero…–dije en tono dubitativo–¿esto no es igual que la Avenida Xoán XXIII de Santiago?
–Cada uno se prefigura el limbo según unos designios estéticos: al fin y al cabo, despojado el símbolo de su significado, devorado por las fauces de la posmodernidad, no me sorprendería que el discurso se rompiese abruptamente en un deje deconstructivo, y que sobreentendieses el papel epistemológico de este lugar.
–¿Eh?
–No sé, algo sobre Derrida, y el continuum de un tiempo impedido por la defenestración paranoica de tanta proliferación de signos no unívocos. ¿No ves que este interludio no es sino una relectura del clásico jungiano de los centros culturales, genéticamente vinculados a la humanidad como axis mundi, que componen la recurrencia de los tópicos literarios?
–Sí, claro, desde luego. Eso es lo que estaba pensando, pero me faltaban las palabras.
–El caso, Rubén, es que si estás en el Kilómetro de la Soledad…
–Xoán XXIII.
–El Kilómetro de la Soledad…
–Creo que si fuerzo un poco la vista puedo ver ahí la Ánxel Casal.
–¡El Kilómetro de la Soledad!–prorrumpió en un grito–. Si estás aquí es porque has sido (hemos sido) mortalmente herido al otro lado de las cosas, en el plano fugaz y caduco, y estás aquí aferrado a la existencia como la ceniza al cigarrillo…
–Espera… ¿acabas de citar un poema de “Do inverno e as paredes”?  Un poco de masturbación artística, ¿eh?
–Bueno, es que hace tiempo que no escribes nada original… sólo repites los mismos viejos tópicos y…
–¡Basta! Dime cómo salgo de aquí para volver a la realidad: necesito recuperar el Halo cuanto antes.

Se rió burlonamente con la boca cerrada: se le notaba condicionado por los monstruosos maxilares. Aquel aberrante individuo se rebuscó en el bolsillo trasero de los vaqueros y me arrojó un trozo de piedra caliza en forma de aro, sobre la que figuraba una cruz bizantina surcada con unas incrustaciones de topacios y carbunclos:

–¡Ahí tienes el maldito Halo, si tanto te interesa! O podría ser algo peor…

Chasqueó los dedos, y la piedra se convirtió en una mamba negra que eché al suelo con instantáneo pánico, y que reptó hasta perderse por entre las piernas de Miguel del Corral. Le miré aterido, pero una inaudita mirada de superioridad parecía condenar mi atónita ignorancia:
–¡No seas imbécil, Rubén! No te interesa recuperar el Halo, sino restaurar tu extravidada humanidad; tienes todos los significantes, pero no tienes significado alguno. ¿No has leído a Saussure? Ahora mismo, sobrevives a una existencia pírrica, ribeteada de tedio, de vacuidad, de nihilismo delirante. Vuelves una y otra vez a la trampa del azogue y te recreas con una imagen devastada por los excesos y los desmanes, y en ese eterno retorno a ninguna parte te deshaces como un río contra las rocas. No; la búsqueda del Halo va más allá: ya no es una búsqueda material, sino una exploración espiritual para encontrarte a ti mismo.
–Esto…¿vas a seguir con la filosofía barata, o me puedo ir ya?
–¿Nos tomarás algún día en serio, por favor? ¿Aunque sólo sea por los lectores?
–¿Lectores? ¿Así, en plural? ¿A qué te refieres?
–La vida y el pensamiento son la gran novela: todo está pensado para ser leído, interpretado, por entidades invisibles que hurgan en la corteza emocional y racional de los personajes y los someten al inclemente juicio de su sabiduría. Tú y yo no somos ahora más que personajes irredentos de algún tipo de narración.
–Entonces, ¿por qué tanto aislamiento e incomunicación? ¿Por qué este Kilómetro de la Soledad?
–Es necesario que cada uno afronte su peculiar Kilómetro de la Soledad, su vacío y su desamparo, para que se integre de tinieblas y resurja de sus propias cenizas. Es un ejercicio de firme resiliencia, Rubén: la depresión y el spleen no son sino métodos de aprendizaje dispuestos por el Kilómetro de la Soledad para asumir el destino infranqueable de la postrera libertad.
–¿Sabes que todo esto te está quedando como un manual de autoayuda o una canción pop de los ochenta, verdad?
–Sí, pero mi destreza literaria no da para más.
–Pues vaya mierda de metadiscurso deísta, hermano. Un Pegamoide lo hubiera hecho mejor.

Contrajo el rostro en un ademán colérico, que se notaba que había trabajado ante el espejo como un clandestino Travis Bickle. Hecho epéntesis de mis límites ontológicos, aquel ser grotesco y arrogante era un enigma de uñas mordidas. Creía en su propia suficiencia por verse hábil con las palabras y los recuerdos; pero en su audacia de poeta nigromante se había alienado en un estertor de profunda arrogancia, de desdeñosa condescendencia, habituándose a lamer su propia soledad, dormida al raso. El Kilómetro de Soledad era un programa catártico para purgarse de la inutilidad de todas las palabras, que pululaban caóticamente como espectros volubles, incapaces de forjar un mensaje coherente y comprensible. Todo conducía ineluctablemente a su extremo, y Miguel del Corral y yo mismo, como binomios de un mismo individuo fracasado e inestable, nos acostumbramos a blindar la inseguridad tras el cinismo, la tristeza tras la indiferencia. Y todo es vanidad.

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Un súbito tronar corrompió la lunar transparencia del cielo y abrió un boquete tan cálido y encendido que rompía el dominio del monótono grisáceo que reinaba en el Kilómetro de la Soledad. Como arrastrado por una grúa, el portal comenzó a sorberme. Mientras subía, pude ver cómo Miguel del Corral se iba difuminando en el paisaje, evaporándose en la efervescencia nublada de un entorno decadente y denegrido:

–Ya que eres mi parte racional, y esto no es sino una novela, debes saber algo más. ¿Qué significa la imagen de Gandhi en la estantería de Gayoso? ¿Dónde está el Halo?

Sonrió con nostalgia afectuosa, y antes de desaparecer para siempre, dijo:
–Si yo lo sé, tú lo sabes, ¿recuerdas? Sólo tienes que pensar un poco.

Mi cuerpo se vistió de una inmediata frialdad y ahogué en un hálito punzante la melancolía del adiós cuando me desperté en la ambulancia. Sobre la camilla, me agité, contrito ante el presidio de amarras que me sostenía para que no me cayese. Me habían vendado el torso, y la herida de la bala aún escocía bajo la piel como un hierro ardiente. Al verme abrir los ojos, Julia Veloso se precipitó sobre mí para abrazarme:
–¡Señor Luengo, está vivo! ¡Está vivo!
–No tenía tiempo para morirme, morena; no sin haberme bebido un último whisky en mi honor.

Le pedí que me desatara, y golpeé en la ventanilla que conectaba con la parte del conductor. Amablemente, le pedí que si nos podía llevar a otra dirección:
–No debería levantarse en esas condiciones.
–Estoy bien, se lo aseguro: nada que una buena siesta no pueda curar.
–Muy bien, entonces. ¿Dónde quiere que le deje?

En aquel momento, tras varios minutos al borde de la muerte, surcando las plomizas avenidas de niebla del Kilómetro de la Soledad, descifré el críptico mensaje de Gayoso. Miguel del Corral tenía razón: era una cuestión lógica. Suspiré, y le dije al conductor:
–Al Taj Mahal, por favor. Al maldito Taj Mahal.

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