La tristeza del Apóstol Santiago. Capítulo XVII: El títere y el carpintero

–Sos como la noche límpida, Maga –le increpé a Julia Veloso, cuando me di cuenta de que otra vez ella estaba ausente, y que yo saltaba entre otras novelas, sin llegar a la propia: sería preferible abjurar del plagio . Decidí volver a ser Rubén Luengo un poco más, antes de que el lector que me da vida decidiese que ya estaba bien de pedanterías, y que no hallaba en el Halo el consuelo frugal que sólo se encuentra a la lumbre de las novelas de Paulo Coelho (y que ardan bien).

Transformado otra vez en programa literario, levanté los párpados con deje exhausto: últimamente, mis despertares, rayanos en lo extravagante, me encontraban enfrentado al peligro más inesperado. Sin embargo, en esta ocasión mi habitación parecía intacta y monótona, con su impertinente grieta surcando como una mueca el techo y con un galimatías de sedimentos desangelados como parte de mi simple mitología. Qué fácil es poseer cuando lo material es tan poco.

Había dormido apenas tres horas, pero una insólita vitalidad conquistaba músculos inexistentes y pelos otoñales: la vida era una solución de optimismo falaz, y colocado de euforia postraumática recibí por primera vez en días el caos vespertino de otro chubasco mundano. Una civilización despavorida peleaba por el cobijo transitorio de los balcones, y algunos se socorrían con la generosidad desprendida de toldos y paraguas. Mira, allí está Gene Kelly. En aras de un diálogo ufano, celebré con Pan la llegada del jueves al viejo almanaque de los días idénticos, tan común en Santiago de Compostela. Festejamos con un chupito de licor café que la vida era una infamia organizada y que Santiago de Compostela aún preservaba su redundante encanto de páramo. Acto seguido, vomité sobre sus muslos exhibidos y me contraje en un ejercicio orgánico de supervivencia:
–Pero que hostias fas, porco! –chilló Pan, mientras se limpiaba mis peristálticos desdenes de la punta de las rodillas con una toalla.
–Bueno, ya sabes –alcancé a responder –, la próxima vez ponte unos pantalones.

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Un portazo confirmó la clausura rencorosa de Pan en su cuarto, incapaz de tolerar la suma incontinencia de mis laxos intestinos. En un último esfuerzo heroico, me dejé caer sobre el sofá, y saboreé el imborrable jugo del vómito desbordado con una impotencia derrotada. Intenté alcanzar el mando para ver qué ponían en la tele, pero preferí optar por no ahogarme en un estertor de polución estomacal. Con una pericia extraordinaria, recogí algunos de los informes J.C.de Pereda, que habían permanecido inalterables sobre la sucia alfombra desde el pasamiento de Zapatones. Aquello era un laberinto de identidades irrelevantes: fontaneros, reinonas, tramoyistas, yeseros… Ninguno de aquellos cargos parecía levantar la menor sospecha sobre una posible mente criminal. Albergué una fuerte suspicacia cuando las siglas se ajustaron al expediente de un diputado, pero supongo que era el mismo urgente despecho que todo ciudadano siente hacia la clase política. Bendita demagogia del ladrón y de la voz urbana.

Cuando a Occidente llegó la hora de comer, Pan cruzó bruscamente el salón, evitando dirigirme la mirada y la palabra, y se enclaustró en nuestra ínfima cocina con secretismo de monjita de clausura. Arrastrando mi esqueleto por el pasillo, conseguí llegar de nuevo hasta mi habitación y rebusqué entre los escombros de mi desidia doméstica, hasta que encontré un paquete de galletas que databa de cuando aún creía en el altruismo del ciudadano medio. Haciendo oídos sordos a las súplicas gástricas que pedían una dieta de nada en absoluto, me empaché de su rancia confitería hasta el arrobo. En pleno deleite alimenticio, el timbre respondió al pulso del silencio sepulcral, y oí cómo Pan arrastraba el taburete para responder.

Un aleteo de zapatos indignados cruzó el breve salón y prontó mi habitación se contagió de un aroma a caoba barnizada. Julia Veloso, brazos en jarras, estaba en mi habitación, en una imagen que me obligó a frotarme los ojos de pura incredulidad. Avispeó un poco su cintura hasta cuadrarse ante mí como una impositiva figura de la duda, y con el ondulado axioma de sus ojos hice una frase tan cursi que creí que me volvían las arcadas:
–¿Por qué no ha venido a nuestra cita acordada, señor Luengo?
–¿De qué me hablas, morena? ¿Y cómo sabes dónde vivo?
–¡Me lo dijo usted anoche, cuando acordamos que nos encontraríamos en Praza Roxa a las 12 de la mañana! ¡He estado más de una hora esperando a que apareciese!
–Bueno, Julia Veloso, lo bueno se hace esperar, como bien sabrás por tu pubertad de petirrojo empedernido.

Me arreó un merecido bofetón que concertó indirectamente una cita próxima con mi dentista. La miré con reparo de turba enfurecida: de tanta cólera, el rostro se había enervado en un largo mantón de manila, y un rugoso crepitar de nervios subía como una tupida madreselva por el cuello:
–Ya que estoy aquí, ¡dese prisa! ¡Tenemos que reunirnos ya con el señor Gayoso, si queremos encontrar el Halo!
–Veo que ya te has pasado al lado de los canallas, Julia Veloso. Siempe eres bienvenida.
–Me ha sido fácil elegir; al menos usted no me secuestra para retenerme en el Apolo.
–Yo hubiese sido más caballeroso: como poco, te hubiese dejado en el Gastéiz.

No tuve reparos en cambiarme de ropa ante Julia Veloso; al fin y al cabo, mi magullada anatomía de goliardo crepuscular no despertaba ni interés ni rechazo: era la simple imagen de un hombre consumido en su propia miseria insondable. Despojado de misterios celestiales, yo era tan sólo el simulacro dibujado de un caricaturista puesto a prueba, un esbozo desfigurado y grotesco. Pero basta de hablar de mis narices: Julia Veloso y yo salimos con celeridad por la puerta mientras Pan derramaba un marmitako en la cocina y blasfemaba sobre ello.

Por todo Fernando III se podía inhalar el pestazo de orina desbocada del río Pentateuco, cuyo cauce detentaba el sistemático hedor de toda la ciudad en un único recorrido, acotado para comodidad de las comunidades de vecinos. Ni siquiera los partidos del Santiago Futsal despertaban tanto furor como aquel fluvial accidente, en su sentido más fortuito.

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Julia Veloso apuntó que sería preferible coger un taxi, ante la posibilidad de compartir la factura y, en especial, a tenor de su raudo tránsito por las avenidas de ese crimen demográfico llamado Santiago de Compostela. Descompuse un poco el rostro al ver que mi cartera tenía menos fondo que un obeso mórbido, e imploré al cielo de Santiago por un milagro más a la luz de sus perennes tinieblas. Parece ser que la ciudad me debía una, porque de camino a la parada de taxis más cercana me encontré un par de euros rodando por las cuestas insalvables e hice de ese hijo pródigo del capitalismo un cordero de mi propio rebaño.

Ya en el taxi, camino de las oficinas centrales de la RTVG, San Caetano se fundía en una tormenta dorada de un desierto de Leone, y el perfume de mesas ventiladas de Julia Veloso imponía un criterio de solemnidad a todo el panorama, ebrio de bosques de muerte lorquiana. Como había pronosticado mi acompañante, el taxi rebasó los límites del tiempo y del espacio, en un decurso cuya velocidad subvertía los agujeros de gusano y las partículas iónicas, deshaciéndose el tibio sonido de la voz de Julia Veloso en un solo de trompeta férvida:
–¿Qué vamos a hacer para lograr que el señor Gayoso nos diga algo acerca del Halo?
–Dividiremos las tareas: tú pon el encanto y el savoir faire; yo me encargaré de la dosis de cinismo.
–¿Y qué ocurrirá si no extraemos nada de todo esto? ¡Le recuerdo que peligra mi puesto de trabajo!
–Tranquila, morena: para librarse de tu recuerdo, hace falta mucho más que una carta de despido.

Resuelta en un conformismo inquieto, Julia Veloso fue la primera en bajar del coche cuando el edificio de la RTVG se transfiguró ante nosotros como un templo de sacrificios rituales. Aquí rendían sus cuerpos cohortes de individuos que trataban la información como un material dúctil, volátil y turbulento: entre sus manos, la verdad y la mentira eran sólo criterios de publicación. Por temor al pleito de las indiscreciones, Julia Veloso insistió en que no me separase de ella, y que mostrase ante todo una profesionalidad intachable:
–Me parece que te confundes de individuo, Julia Veloso.
–¡Pues improvise alguno de sus disfraces, o lo que sea! ¡Procure no llamar la atención!

Siguiendo la ruta que ya antes me había señalado como destino el vientre abultado de un Xabarín inmortalizado en plástico, nos allegamos hasta los frondosos despachos de la sección de televisión. Varios emisarios recorrían puerta por puerta con cintas en sus ataúdes de bobina, implantes de cine en galego, secretos de alcoba y otros menesteres de la profesión del comunicador quejumbroso. Intrigado por su dinámica de neutrinos esclavizados, me despisté del rastro de Julia Veloso, pero seguí su aroma a lámpara de araña por el pasillo hasta que la vi, junto a un fulgor de individuos atonales, esperando a que un séquito de acosadores apocados satisficiese su sed de idolatría con un nuevo autógrafo de Gayoso.

El calvo generacional se divertía con sus próceres lameculos: su réproba vanidad hallaba consuelo entre aquellos ancianos indecorosos, en el relente que la vida concede antes del crematorio, en esa prórroga roñosa de aureolas y de oasis. Una vez disipada la multitud de clientes seniles, Gayoso penetró en una puerta, de la que asomó para hacerle un ademán de conminación a Julia Veloso. Ella me miró, y en el translúcido lenguaje de sus ojos pude intuir que la hora de la dialéctica había llegado.

Los dos entramos a trompicones por la puerta, ansiosos de entorpecer nuestro tedio cotidiano por la emoción de encarar a una leyenda con represalias baratas. Tras mí, Julia Veloso se cercioró de que la puerta estaba cerrada a cal y canto. Una luz exánime quebrantaba la negrura natural de aquel reducto de sobriedad castiza: caía por unos muros relamidamente acicalados, con un milímetro de error, imperceptible. A ambos lados de la sala, angulosas estanterías refugiaban ahítas carpetas y gruesos archivadores en sus entrañas, y un levantamiento de papeles había conquistado los postreros puestos de la mesa, lo que hacía sorprendente el espacio por el que el ordenador aún se erguía, como un extraño artefacto en aquel paraíso obsoleto. Aquél era un lugar anacrónico, cuyo lógico curso de tiempo se había detenido voluntariamente, negado a la veleidad implacable de las edades, sometido a la detención retrógrada de su propietario. Todo se conservaba disecado, con el rechazo a las primaveras y a los descubrimientos: un imposible aire de trópico mirífico sustituía la condición de los ventiladores; todo era un injerto de inmortalidad, impasible ante el embate del calendario.

Gayoso mudó el rictus de palmario a partisano, y tomando asiento con tranquilidad se dirigió hacia su secretaria:
–Que sucede, señorita Veloso? Quen é este individuo?
–Verá, señor Gayoso –a Julia le temblaba la voz como si estuviese bajo un glaciar –. Creemos que usted nos puede ayudar con un tema que nos ocupa: estamos buscando el Halo del Apóstol Santiago.

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Los ojos de Gayoso se enroscaron como caracoles en sus cuencas, y se levantó con violencia del asiento:
–Pero, que é isto, un interrogatorio? Non me esperaba esta conducta de vostede, señorita Veloso! E vostede, quen se cre que é vostede para vir ó meu despacho e hostigarme con cuestións coma esas? Vou chamar agora mesmiño a seguridade e…
–Usted no hará nada, Gayoso –me saqué el revólver de la chaqueta y le forcé de nuevo a sentarse –. La señorita Veloso y yo hemos venido aquí en calidad de curiosos entrevistadores: le pediría que, por favor, respondiese a unas preguntas que no le quitarán nada de su tiempo, se lo aseguro.

A regañadientes, Gayoso se acomodó en su silla giratoria y se cruzó de brazos como un niño caprichoso. Julia Veloso se había petrificado de horror al verme usar el discurso del revólver, pero a veces hace falta la contudencia en el diálogo. Gayoso me miró con sumo desprecio, y levantando el mentón casi hasta la verticalidad, escupió su frase:
–Que é o que queren saber, xa que logo?
–Dígame qué sabe del Halo del Apóstol Santiago.
–O Halo –suspiró con resignación –é unha das pezas máis fermosas que existen dentro das creacións relixiosas no panorama galego: cresterías e irmandiños suspiran por facerse con tan delicado exemplar pola súa natureza única. Durante séculos, foi ó redor do Halo por onde pasaron as esperanzas do pobo galego: incluso cando máis escuro se debuxaba o noso futuro, fomos capaces de tolerar todo tipo de ignominias e vexacións polo poder milagreiro do Sacro Obxecto.
–¿Qué poder milagroso? ¿De qué me habla, Gayoso?
–O Halo –se levantó y contempló a través de la ventana con ceremoniosidad de Sydney Greenstreet – é a proba irrefutabél de que este pobo prevaleceu e prevalecerá ós ataques dos seus invasores. Rematada a impostura, o Halo é o único símbolo baixo o que comulgan tódolos galegos nados nesta terra de luscofuscos e treboadas. Comprenderá vostede –me dirigió a mí, sólo a mí, el calmo ataque de sus palabras –que alguén da miña condición sinta curiosidade por facerse cun obxecto semellante.
–Si tanta devoción le profesa, Gayoso, ¿por qué lo robó? ¿Por qué se le robó a los gallegos?
–Sinto decepcionalo, señor, pero eu non fixen tal cousa. Non son responsable do roubo do Halo.

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Me coloqué incómodamente las mangas de la chaqueta a la hechura de unos brazos pírricos: otra vez, maldita sea, un puñetero callejón sin salida. Contuve la respiración y arremetí de nuevo contra Gayoso sin soltar la pistola:

–Entonces, ¿quién lo robó?
–Se chegou ata min, estou seguro de que xa sabe vostede a resposta a esa cuestión.

Medité el silencio en  mis palabras por miedo a invocaciones demoníacas:
–J.C.
–En efecto, o señor J.C. é o verdadeiro criminal detrás deste herético furto. Só a alguén con tan poucos escrúpulos se lle ocorrería rouba-la única peza que ofrece auspicio a unha civilización da lenda dos galegos. Máis sós os iñorantes, xa sabe vostede…
–¿De modo que usted sólo quería recuperar el Halo para regresárselo a la Catedral?
–Así é, señor entrevistador: as miñas pretensións eran moito máis humildes do que vostede sospeitaba, non si? Como bo galego que son, e debido a miña notoriedade, aprendín que non hai irmandade maior que a que nos une a tódolos galegos baixo o signo común da choiva e do Halo, como un meigallo de rumores e sangue profanada. Ímportalle se fumo?
–No, no, adelante –y se recreó en el proceso de encender el cigarrillo con naturalidad unívoca –. ¿Quién es J.C., entonces? ¿Le ha visto usted alguna vez?
–Temo que o señor J.C. é moito máis inaccesibél ca min, á vista das circunstancias –y arrojó una ceceante bocanada de humo por toda la sala de los enseres caducos –. Leváballe seguindo a pista hai moito tempo, porque el, ó igual ca min, tamén sinte curiosidade e paixón polas vellas reliquias do noso imaxinario común. Ía ser o seu  novo comprador; de feito, estamos negociando agora mesmo a merca do Halo. O señor J.C., vostede xa o saberá, é un ente pantasmagórico moi recatado da súa intimidade, e que só actúa a través de sicarios e esbirros que o eximen de emporcallarse as mans das indecendias que reverberan nesta cidade.
–Por eso se decidió a contratar a Perú, ¿verdad?
–O señor Perú foi un complemento para o meu plan de atopar a J.C., si –respondió sorprendido Gayoso–. Circulaba por Santiago o renome dun individuo con alcume de país e cara de meniño, que actuaba ás veces para J.C. como asasino persoal. Non foi moi difícil dar con el, debido ás pobres dimensións desta cidade. Despois dun intercambio de impresións, coñecín a súa obsesión polos mistos, e só é cuestión de tempo até que o anxelical homicida me leve á presenza do seu creador.
–¡Por eso el día que me echaron salió con un sobre lleno de dinero!
–Xa decía que me soaba a súa faciana… Si, o señor Perú funciona de intermediador entre min, J.C. e noutrora de Zapatones: é o comunicador nunha encrucillada de camiños reprobábeis.
–¿Cómo puede confiar en un individuo como el señor Perú? ¿No comprende que es un desequilibrado homicida?
–Aí é onde se trabuca vostede, señor. O señor Perú é un individuo cuxa falta de afecto e adicación foron os causantes sintomáticos da súa caída nunha viraxe criminal; de feito, foi el quen se negou a seguir medrando e a envellecer, precisamente para conservar como unha cicatriz ferinte esa infancia perdida, esa época de torturas insoportables, que a vostede lle xearían os ósos de inmediato.
–¿Como en El tambor de hojalata, entonces?
–Shhh… Non queremos que nos denuncien por mímese. Por sorte, conseguín que Perú me dixese que se fixo co Halo, pero é algo que nunca lle dirá a alguén coma vostede. Eu dinlle un fogar, dinlle mistos e dinle a atención que requería; por iso a súa lealdade cara min resulta tan indubitábel. Ainda que sei que, no fondo, non é máis ca un enfermo criminal, que merece a peor das condeas.

Un repentino enjambre de balas penetró en la habitación con furia incontenible. Agarré a Julia Veloso, y nos protegimos echándonos al suelo; pero a Gayoso no le dio tiempo a buscar refugio, y los disparos le habían dibujado tenues rayos de luz a través de su cuerpo de leyenda. Se desplomó sobre la silla giratoria, y me levanté precipitadamente para ver quién era el autor de los disparos; un querubín rubio made in Saint-Exupéry lagrimeaba desconsoladamente en el párking de la RTVG: el señor Perú había descubierto que el amor de su líder adoptivo no era tan incondicional como se figuraba, y había decidido edípicamente darle muerte al padre.  Lejos de correr, permaneció estatuariamente, con el brazo enhiesto sosteniendo aún el arma del crimen y apuntando hacia la ventana: nadie se había alterado, porque el silenciador se había encargado de disimular el crepúsculo de los dioses. El señor Perú, tragando mocos y lágrimas, se enjuagaba en un compuesto de melancolía y resignación, herido en su última fibra de humanidad.

Rompí unos cuantos cristales y al grito de “¡Eh, alto!” apunté a Perú con mi arma a medida que me dirigía (preventivamente) a su inconsolable encuentro. Pero el niño sempiterno fue más rápido, y apretó el gatillo con una repetición sorda e indolora. Pero tan sólo una bala salió del revólver, una bala que se adhirió a mi abdomen como un cáncer fulminante. Por la grieta de la herida, un reguero de sangre poluta comenzó a salir cansadamente, y caí en el suelo dolorosamente mientras Perú huía hacia la lejanía.

Me puse en pie e intenté mitigar el dolor con una mano sobre la sangre: el universo se tornaba cada vez más fúnebre e inhabitable,y las escasas energías me abandonaban sistemáticamente entre suspiros erráticos… Volví al despacho de Gayoso, donde Julia Veloso estaba arrodillada ante la figura televisiva, que se desangraba como un sueño vacío. Me dejé caer dentro de la habitación, y con mi mano libre agarré a Gayoso por el cuello de la camisa:

–Dígame, Gayoso, ¿dónde está el Halo?

El carismático presentador, encharcado en su propia agonía, levantó angustiosamente el dedo, apuntó hacia una esquina de la estantería de la derecha, y después se desplomó para siempre. En la estantería, atribulado por la tiara de luz inadecuada, un Gandhi extratemporal sonreía delicadamente dentro del marco de la fotografía, indiferente a los cuerpos alborotados que afuera contemplaban el fin de sus días con pacifismo renuente.

¿Gandhi?¿Qué quería decir? No me dio tiempo a pensar nada más: mi herida se había abierto como un bostezo, y había perdido demasiado sangre. Me caí sobre el suelo del despacho, y tizné de podredumbre emocional la moqueta insigne. ¿Éste era el final? ¿Eso era todo? Luego, sólo las tinieblas se hicieron palpables a mi alrededor, hasta que cerré lentamente los ojos…

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