La tristeza del Apóstol Santiago. Capítulo XV: Todos los ríos el río

–¿Qué?

La palabra se había dilatado en la oscura esencia de la nada, despojada de emisor y vacía de significado: golpeó el sonido con un repetición metálica en el corazón de la neblina bruna que definía el cosmos. Pero un súbito revés repuso las dimensiones del espacio e implantó un tiempo protésico, con una despiadado puñetazo en un rostro desencajado:

–Te he pedido que me expliques lo que sabes del Halo, detective.

Abrí los ojos y volví a impregnarme de sucia y desordenada realidad: la sangre persistía con sus torrentes por las brechas de mis mejillas, abiertas como un abanico, y maniatado contra un barril de Estrella Galicia saboreé el despilfarro de humores que se daban cita en mi boca, incapaz de moverme por las sogas que retenían mis movimientos contra el depósito vacío. Frente a mí, un individuo en mangas de camisa, veteado de sudor, sostenía un cigarrillo moribundo en unos labios hinchados, mientras otro traje de Armani, abultado como un tumor, se reía sentado sobre una banqueta que aparentaba inestable. Ahora sí, me había convertido en un estereotipo de mi gremio. Escupí contra el suelo arcillado, rociándolo de cárdenos desdenes:

–Pues fue mi videojuego favorito algún tiempo, y ahora espero la película–contesté arrogantemente, lo que me valió otra catadura del envés de la palma de este matón. Suspiró con impaciencia y miró hacia el risueño lacayo:

–Bff…Se me han manchado las manos de la sangre de este bastardo. Voy a por una toalla húmeda, ahora vuelvo –y salió por una puerta giratoria que daba hacia un universo de lámparas incandescentes.

Sobreponiéndome al dolor, hice un sacrificio de energía e intenté dilucidar dónde me encontraba. La sala, hermética y claustrofóbica, rezumaba los vapores nocivos de la escasa ventilación; las paredes padecían un sarampión de cemento y adobe, y en sus grietas boquiabiertas se averiguaba lo garrapateado de sus intestinos. El contenido de la sala era austero en materiales y en decoro: algunas cajas con cascos de cerveza vacíos, botellas de alcohol limpias de contenido y una enorme bolsa de cacahuetes, ya por la mitad, que dejaba caer algunos maníes a mis pies paralizados por la perplejidad. No había ni rastro de Julia Veloso: probablemente, a ella también la estuviesen torturando en un antro similar.

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El videojuego Halo 1. Foto de Wikipedia.

El hombre en mangas de camisa regresó, frotándose las manos con un trapo polvoriento, y se acuclilló hasta ponerse a mi altura:

–Escucha, amigo, más te vale empezar a hablar porque, de lo contrario–y señaló al sonriente obeso, que me mostró una pistola, orgulloso–mi amigo y yo nos encargaremos de que no vuelvas a ver la luz del día. ¿Te ha quedado claro, o te lo twitteo para que lo asumas?
–¿No te cansas de parodiar tanto a tu sindicato, amigo? Sois tan tópicos que hasta me avergüenza que me tengáis retenido.

Y volvió a someter mi rostro a la fría penitencia de su puño. Estaba claro: a menos que aguzase el ingenio, éste era el postrero callejón sin salida. El verso final para este poema sin protagonista. No, me negaba; por pura terquedad hacia la vida, no podía aceptar morir antes de los veintisiete: sería una decepción para con Ian Curtis. Estudié la situación con el único ojo sano que me quedaba: dos tipos, armados, violentos y vehementes; mis manos, inutilizadas por unas cuerdas que (¡carajo!) rascaban como uñas las muñecas; un habitáculo infame, lleno de botellas inútiles y hedores aciagos; y una puerta hacia ninguna parte, que ni siquiera aseguraba mi libertad. Realmente, mi posición era la de muerte a precio de coste.

–Está bien, Totó, me parece que ya te has divertido bastante: me toca a mí zurrarle un poco al chaval.
–Cuando tengas tanto estilo como yo, podrás decir misa; hasta entonces, quédate ahí, intentando parecer amenazador.
–¡Pero es que la vigilancia es muy aburrida! ¿Por qué no puedo hacerle yo más cicatrices?
–Porque J.C. te pidió que vigilases y que no intervinieses nada: ya sabemos de tus torpezas, gordo.

La discusión sobre cuál de los dos debía reventarme la inefable belleza alcanzó unos parangones de inexplicable virulencia, procediendo a un forcejeo de egos que derribó una botella de licor café cuya esencia marronácea se esparció como una laguna de lodo por el suelo calcáreo hasta alcanzarme los tobillos. Noté la gélida temperatura del líquido tomando los reductos virales de mi sistema inmunológico, y puestos a morir era preferible que un catarro atenazase todavía más mis negligentes defensas. Los cristales de la botella se habían desperdigado azarosamente por la sala, y el repiqueteo de tacones inconclusos de los dos matones había empezado a triturar los sedimentos diáfanos con descuidada coreografía.

Un enorme pedazo de cristal había ido a parar bastante cerca de mi pie derecho; con un simple movimiento podía alcanzarlo e intentar cortar las sogas que me retenían. Pero era imposible: independientemente de mi destreza con los pies, probada incompetente, yo sabía que alcanzar la fractura embotellada y usarlo requería un tiempo parsimonioso y esforzado, una moción apodíctica de dedicación. Y, pese a sus intempestivas diferencias, los dos matones permanecían en la sala como si hubiesen decretado una cuarentena de embriaguez. No; necesitaba una maniobra de distracción, algo que mantuviese entretenidos al gordo y a Totó lo suficiente como para hacerme con el vidrio hialino y trinchar las cuerdas opresivas. Piensa, Rubén, piensa… El tiempo se te agota, poetastro…

Empecé a balancearme como un maldito banderín en día de partido, intentado expresar la logística de la libertad, pero la inoperancia de mis destrezas evidenció una torpeza ignorante en tiempos de presidio y me expuso a las miradas fulminantes de mis captores. Cuando ya Totó había alzado su brazo derecho para soltarme otra dosis de instigación, un individuo se precipitó a través de la puerta de las mil maravillas hacia el suelo de nuestra cárcel popular y permaneció decúbito prono unos treinta segundos, antes de levantar el rostro herido tras la caída y preguntar:

–Perdón, ¿esto es el baño?

Poco a poco, ante la atónita mirada de mis alcaides y de mí mismo, el individuo se incorporó y, con absoluta tranquilidad, se limpió escrupulosamente la ropa. De tez morena, diríase tiznado de una perpetua polvareda, como si hubiese cruzado el mundo absorbiendo sus más zalameras partículas; vestido con un chaleco negro sobre una camisa blanca, iba remangado como si quisiese exhibir la inestable musculatura de un culturista iniciático, pero apenas trascendía la exánime consistencia de sus extremidades, si bien un muestrario de pulseras inextricables tomaba su muñeca izquierda. Algo bajo para un salvador, demasiado ebrio para un mesías, su expresión demostraba lo contundente de las bebidas sin cena: se tambaleaba como víctima de una infatigable melopea, y en su contoneo de serpiente circense descuidaba el savoir faire que su indumentaria pretendía expresar.

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Rita Hayworth, musa de Andy Dufresne.

Totó se le acercó y lo asió por las solapas del chaleco:

–Oye, amigo, ¿te importaría marcharte? Ésta es una reunión privada.

El extraño no pareció inmutarse en absoluto ante la imperativa exhortación, sino que bajó la mirada como buscando un objeto por el suelo, hasta que se topó con mi totémica indisposición atada al barril. :

–Sí, ya veo que lo tenéis todo bien preparado para una orgía. ¿Entonces, me estás diciendo que esto no es el baño?
–No, el baño está al otro lado del bar, al fondo a la derecha.
–Eso dijo ella.
–¿Qué?
–Eso dijo ella. Al fondo a la derecha.

Se podían diseccionar las venas en el cuello de Totó sin necesidad de estimularlas. Su paciencia había pasado de flemática a iracunda en cuestión de palabras y, aunque asido por las solapas, el extraño mantenía una imposible templanza.

–Lárgate de aquí si no quieres pasar un mal rato, amigo.
–Pff… peor ya no lo puedo pasar…desde que intenté ser monologuista en el Momo, no podría irme peor…

Y se lanzó a una perorata de más de quince minutos sobre las estridencias de una melancolía irredenta, que cruzaba por los márgenes de la cotidianeidad de un literato prolífico sin reconocimiento y acababa en el anonimato aciago de un amor irrecíproco. A punto de lagrimear por las ojeras, el extraño se soltó de las manos de Totó, se sentó en el barril de Estrella Galicia donde yo permanecía como un animal dispuesto al sacrificio y prosiguió con absoluta ataraxia:

–…y entonces me dije: “Algún día seré Arturo Pérez Reverte, algún día”. Bien, pues para mi siguiente novela yo…
–¡Basta!–bramó Totó–¡Ya he tenido bastante!¡Que si Turquía, que si el jazz, que si las pajas! ¡Me importan una mierda tus problemas, amigo! ¡A tomar por culo!

Se lanzó contra él, y lo cogió por los ínfimos espaldares, dispuesto a arrojarlo a la calle como un gérmen del despropósito. Pero bajo el yermo silencio de la sala, empezó a emerger en el hilo musical una melodía de corte asiático, pero artificiosa; una trémula voz de sensei de la clarividencia acertó a inspirar el espíritu combativo del extraño, y en la certidumbre de un triunfo marcial, se desprendió de la asechanza de Totó y se encaró a ambos matones:

–¡Es “Kung Fu Fighting”, de Carl Douglas! Venid aquí, queridos, y dadme dinero para la guagua.

En cuestión de minutos, aquel extraño borracho de discutible elegancia se deshizo de mis captores entre onomatopeyas del combate, y con la suficiencia de su técnica celebré la convicción tramposa de la música, su poder de autoengaño y su quintaesencia pentagramada, y en el patíbulo de los suspiros molestos aquel artero púgil derrotó a dos protervos ciudadanos por la melomanía aplicada y deseosa. Ya en el suelo, noqueados, los cuerpos de Totó y el gordo recordaban a sanguijuelas comatosas. El extraño, a pesar de su sorprendente agilidad durante la pugna, había regresado a su primigenio estado de ebriedad y volvía a retorcerse a fuer de ofidio; con un aliento maloliente, le inquirí con urgencia:

–¡Eh, oye, échame una mano: corta las cuerdas y libérame, por favor!

Llevado por una reacción mecánica, el moreno cumplió mis designios con inesperada lucidez. Me froté las muñecas, dolorido, y le estreché la mano en señal de agradecimiento. Le pregunté su nombre, ansioso de desvelar la identidad de mi salvador:

–Me llamo Moisés, y soy muy culto, y…

No pudo decir más: se cayó de bruces contra el albo suelo y, pese a mis intentos de reanimación, el alcohol había triunfado de nuevo sobre la razón. Me estaba muriendo de hambre, pero descubrí un paquete de galletas abierto tras una de las cajas de cascos. Me senté sobre mi antigua residencia de presidiario y me recreé en el espectáculo de los tres cuerpos violentados. Mi sorpresa vino cuando del cuerpo traspuesto de Moisés empezó a emerger un translúcido líquido que se esparció a su alrededor como un maremoto, un líquido de una pestilencia tan penetrante que el ya de por sí enrarecido aire de la sala adquirió un grado más de podredumbre: la orina se disgregó por todos los rincones de la sala como un auténtico tsunami, y ante este maremágnum de micciones sólo pude que subirme sobre el tonel vacío hasta flotar a la deriva.

En un último impulso, traje hacia mí al gordo, cuyo denuesto físico era menos severo que el de Totó. Le arrebaté la pistola, que pendía de la hebilla de un cinturón prieto y limitado. Tras arrearle un par de golpes de consciencia, el gordo sacudió la cebolla que tenía por cabeza y me observó consternado, viendo que le estaba apuntando con la pistola:

–Habla, gordo: ¿dónde tenéis a Julia Veloso?  ¿Qué habéis hecho con ella?
–La señorita Veloso está allá donde el Sol y la Verdad van a echar un polvete y a ponerse ciegos de coca.

Reflexioné un poco y dije:
–Genial, un secuestrador que sabe de cultura grecorromana. ¿Y dónde está el Halo?
–Eso sólo lo sabe el jefe. Tendrás que preguntarle a J.C. sobre ello.
–¿Quién es J.C.?
–Nadie lo ha visto nunca. Algunos dicen que es un espectro que lleva siglos rigiendo la ciudad de Santiago de Compostela. Su leyenda arrastra crímenes que a mí mismo me ponen la piel de gallina. Es un sádico despiado, una entelequia del horror: cualquiera que se dedique al noble oficio del contrabando o del crimen organizado, sabe que en esta ciudad todo está en manos de J.C.
–Si nadie lo ha visto nunca, ¿cómo pueden saber que existe? ¿Cómo se comunica con vosotros?
–A través de su cónsul en la tierra de la ciudad, el señor Perú. Fue él quien nos dijo que nos deshiciesemos de ti y de tu amiga.

De modo que Perú me había traicionado, ya no cabían dudas al respecto. Ese maldito bastardo de Saint-Exupéry me había puesto la soga al cuello y se había llevado a Julia Veloso. La venganza rompió la ósmosis de mis líquidos corporales y una turbia cólera se apoderó de mis extremidades. Seguía flotando sobre un charco de orina que cada vez iba a más (¿qué se habría bebido Moisés?), de modo que antes de que ahogarme en efluvios residuales, dejé K.O. al gordo con la culata de su propia arma y abrí la puerta hacia el más allá de los alimentos terrenales.

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Río Sar. Foto de Ambiental-Hitos.

Al parecer, estábamos en la bodega de un bar del centro, que se llenó de un aluvión de meados por todas sus paredes. Las paredes, negras como el spleen de los riñones, se tintaron de los desperdicios húmedos de un aspirante a escritor, y los cuerpos de los escasos clientes, unidos a los desfallecidos organismos de Moisés, Totó y el gordo, describieron la ola de orina que sacudió la barra, las mesas y las bombillas sobre las columnas erizadas, y un cambio de lunas enmascaradas quebró el réquiem de las mareas hasta que el oleaje intratable nos llevó con firme resolución hasta los límites de una orilla inexistente. Expulsados del bar por la fuerza maremotriz de los meados, los cuerpos se desparramaron por la rúa Doutor Teixeiro como inequívocos síntomas de la decadencia nocturna. El gentío se acumuló ante el Taj Mahal, del que litros y litros de orina seguían saliendo como un depósito infinito de micciones intempestivas. Al parecer, la debacle de las políticas desencontradas había terminado, pero la nueva fuerza de los meados se extendió por las calles, y ni siquiera Moisés hubiera podido abrir en dos las aguas residuales de su propio organismo.

Pronto República de El Salvador se compuso de orina íntegramente, como una Venecia escatológica, una calle de retrete ineficaz y de aguas estancas. El flujo inexorable de la pleamar arrastró hojarascas y extraños por toda la avenida, lo que evidenciaba la inutilidad de todo el sistema de alcantarillados de Santiago de Compostela. Los asqueados viandantes se entremezclaban con la torrencial secreción, derramada por las palabras nunca dichas de un literato levantisco, y pronto la corriente de excrecencias fue tan intransitable que la gente se tuvo que conformar con increpar a las fuerzas civiles por instituir un nuevo accidente geográfico sin advertencia previa.

La policía acordonó la zona y disipó a los historiadores curiosos. Ante lo extraordinario de las circunstancias, el alcalde decretó la clausura de toda la República de El Salvador y promulgó una enmienda apremiante, en la que se estipulaba que, dado el perentorio e irreductible curso de la orina ineluctable, el ayuntamiento había decretado que toda la avenida debía ser deshauciada por riesgo de infección y de contaminación, y que desde ese día en los registros fluviales de la ciudad, Santiago Compostela contaba con un río más, además de los ya conocidos Sar, Sarela y Corvo: el río fue bautizado Pentateuco, en honor a la autoría de Moisés del mismo. El ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente habría anunciado que el río Pentateuco estaba en plena tramitación burocrática para ser nombrado Espacio Protegido por su interés medioambiental para el turista medio de la ciudad. Currás anunció, igualmente, que el Concello estaba planeando la erección de un par de puentes que evidenciasen la hermosura de este paisaje artificial, y cuyos nombres serían Tigris y Éufrates.

Alejándome de aquel Chernóbil de efluvios renales, dejé el asombro para los asombrados y fui remando sobre el tonel de Estrella Galicia hacia la dirección que el gordo tan solícitamente me había indicado. Julia Veloso estaba, efectivamente, en el Apolo.

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