La tristeza del Apóstol Santiago. Capítulo XIX: El opio del pubis
El conductor de la ambulancia debía ser novato en esa lección magistral de extravíos y cicatrices que es la ciudad de Santiago de Compostela; sólo una pérfida inexperiencia explica que dirigiese el vehículo directamente a las correosas profundidades del río Pentateuco, que comenzó a devorarnos en su flujo orinado con emergencia y desenfreno. Con más fortuna que habilidad, Julia Veloso y yo conseguimos arrastrarnos a nado fuera de aquel incontrolable torrente de meados; el conductor, no obstante, fue menos ágil, y él y el vehículo se perdieron calle abajo hasta desaparecer en la corriente ambarada del Pentateuco, que se cobraba así a su primera víctima mortal.
Precipitándonos en la narración, para exonerar de sufrimiento al lector displicente, los dos protagonistas nos personamos ante el Taj Mahal hediendo a entrañas pútridas y a eau de alcantarilla, multiplicando los pasados en nuestras espaldas con una poderosa carga de conciencia relativa a un ánimo no correspondido. Abre digresión el narrador e invita a que los taquicárdicos abandonen el relato y se dediquen a labores más dignas de su delicada condición cardíaca, como la numismática, el cuidado de bonsáis o la devoción en el santuario de los colchoneros. O si lo prefieren (qué diablos), regocíjense en su derecho a la crapulencia y prosigan con la lectura canalla y desdeñosa: ya habrá tiempo de limitar las aureolas en otro momento.
Julia Veloso inflamó el entorno caliginoso del Taj Mahal con la sobriedad de una belleza ígnea: incluso empapada de los efluvios pestilentes de Moisés, se resolvía en un prístino fulgor que perpetraba en las tinieblas un extraño embrujo, imponiendo la coherencia de los astros en un caos volátil. El Taj Mahal proporcionaba estigmas al visitante furibundo: desde mi triunfal odisea a lomos del barril de Estrella Galicia, el local parecía haber envejcido eones en apenas un día, almacenando como fragancias ineluctables el orín de los riñones ajenos y los intangibles residuos de un otoño hecho de decepciones. Las mesas se desperdigaban azarosamente, y tras la barra destrozada por el temporal hepático se hacinaban secretamente restos de botellas destrozadas, esparcidos como archipiélagos irisados e irregulares. Intentamos encender la luz, pero aquel local parecía sufrir el anatema de un culto a lo desgarrador: la ofuscación había fagocitado las nefandas esperanzas de aquel lugar. Nos tuvimos que guiar con la mortecina iluminación de nuestros móviles. Todo estaba rodeado de un aire de solícito abandono, como si se hubiese producido una diáspora de ratas a la tierra sagrada del desierto.
La atenazadora polvareda lastró nuestra pesquisa entre casquillos y ruinas: revolviéndonos en aquel viejo palacio de la obsolescencia sexual, Julia Veloso comenzó a impacientarse y osó cuestionar mis habilidades premonitorias:
–¿Está seguro de que el Halo está aquí, señor Luengo? ¡Porque lo único que he encontrado hasta ahora es un par de monedas de veinte céntimos y una cita inexcusable con la ducha!
–Te recuerdo, morena, que es tu ex-jefe quien nos envío aquí en un su última corazonada. De modo que…
-¡Eso no lo sabemos! ¡La foto de Gandhi podría significar cualquier cosa!
La discusión se prolongó como un impresionante ejercicio de ventriloquía entre besugos hasta que un inesperado ruido surgió de la trastienda, mi antiguo presidio. Lejos de sentir añoranza por aquel descastado lugar, saqué la pistola, y comprobé su carga: tan sólo tenía dos balas en la récamara, con lo que debía racionar bien los disparos en caso de necesitarlos. Cautelosamente, me dirigí hacia la trastienda y abrí con un sordo golpe la puerta, golpeando sin pretenderlo el interruptor: el espectáculo fue tan triste como inocuo. En el suelo, zarrapastroso y casi irreconocible, Totó se revolvía entre los escombros de su sueño empresarial. Mi antiguo captor presentaba un aspecto tan desangelado y lastimero que incluso tuvo el arrebato de echarle una manta sobre los hombros: se le había desfigurado la imagen hasta repudrecer su rostro en un aspecto cadavérico, y en la soledad bruna de sus ojeras se recostaba el cansancio de veintiún siglos de fanatismos tribales. Al verme entrar en sus limitados dominios, esgrimiendo la vieja pistola de su compañero, palideció presa del pánico, y se contrajo en honestos lagrimones que rebasaron sus ojeras como una lluvia de aerolitos:
–¡No, por favor, más no! ¡Basta, por favor, ya os habéis llevado todo lo que tenía, dejadme en paz!–lloró mientras se abrazaba a un tonel destrozado.
Me acuclillé hasta situarme a la altura de su llanto infantil y me señalé la cara, todavía henchida de magulladuras y heridas abiertas:
–¿Ves esto, Totó? ¿Recuerdas lo que me hiciste sin ningún tipo de contención? Mi belleza natural, corrompida por tu esteticismo de puñetazos y vejaciones. Y ahora dime, amigo, ¿qué estás haciendo aquí?
Lagrimeó quedamente un poco más, incapaz de verbalizar sus pretensiones entre tanto gimoteo inclemente. Finalmente, sorbió con viscosa redundancia sus lágrimas y sus mocos y fue capaz de pronunciar un par de tercas sentencias:
–Esto es todo lo que me queda de un sueño perdido, destrozado por los elementos…Todos mis esfuerzos, ¡destruidos por un río de orina! ¿Por qué, joder, por qué?
–No te me pongas melodramático, colega, que no es propio de los de tu gremio. ¿Qué diría tu amigo, el gordito, si supiese que te rebozas en los cascotes de un local tan mediocre?
Contuvo un poco el aliento y estalló de nuevo en un sollozo intermitente: al parecer, mi comentario había tocado una fibra especialmente sensible de su tejido emocional. Hizo gárgaras con el desconsuelo, lanzo un esputo de añoranza y se dispuso a hablar de nuevo, aún inundado de lamentable lloro:
–¡No, no, él no, ni lo mentes!–repuso desde su violenta indefensión–¡No tienes derecho a hablar así de él; era un buen hombre, pese a todo!
–¿Era?–preguntó Julia Veloso, quizás para reafirmar su presencia secundaria en la historia.
–Él…no…¡no!–se aferró a la pierna de Julia Veloso, como un triste placebo de serenidad–¡Lo mataron, lo mataron!
–¿Quiénes lo mataron, Totó?
–El jefe estaba realmente cabreado con todo el suceso del río; cuando se enteró de que habíais escapado, mandó al señor Perú a hacernos una visita –su voz se quebraba en un renovado terror con cada palabra–. Se presentó con otros dos individuos, y después de que mi amigo le hubo confesado que fue él quien le dijo al detective que la morena estaba en el Apolo, Perú y sus dos esbirros vaciaron sus cargadores sobre el cuerpo de mi amigo y…
No pudo seguir. Volvió a prorrumpir en un molesto llanto y sus frases se ahogaron entre los resignados suspiros de la pérdida. Julia Veloso le acarició maternalmente la nuca, y en la enrarecida animosidad del ambiente fui capaz de continuar mi interrogatorio para perpetuar mi fama de anhedónico impertérrito. Tras las esdrújulas, afirmé:
–Creo que ya ha sido demasiado lloriqueo, el suficiente para toda una vida. Ahora dime, ¿dónde está el Halo?
Me miró con un rictus mustio y confuso, absoluta sinergia de la perplejidad y la estupidez: no tenía ni idea de qué le estaba hablando.
–No tengo ni idea de lo que me estás hablando (¿lo veis?). Yo no lo tengo.
–Sabemos que está aquí, Totó, de modo que dime dónde lo tenéis escondido, porque de momento sólo ha habido una cuantiosa galería de escombros y vestigios que, aún reconociendo su valor para la arqueología de la información, te aseguro que resultaban igualmente insatisfactorios y asquerosos. Vamos, desembucha, leches– y le apunté directamente entre las cejas para persuadirle de cooperar.
–¡Lo juro, no sé nada!–gimoteó un poco más, como una fuente negligente–¡Aquí sólo quedan los restos de una ilusión, y los despojos de mi antigua fuente de ingresos!
–¿De qué me hablas, Totó?
–Espera, ahora lo verás.
Gateó un poco y rebuscó entre los desechos de escoria hasta que encontró una bolsa con la bandera norteamericana impresa sobre su tejido. Abrió el país de la libertad con recelo, y de su interior comenzó a sacar decenas y decenas de películas pornográficas, protagonizadas en su mayoría por Totó García y Mariano Pajoy. La colección era tan exquisita y tan variopinta que con todo el material amateur se podría haber levantado un fortín alrededor y corregir los desequilibrios del propio local. Cuando hubo acabado de expresar la irritación de una carrera truncada por los deberes del buen camarero, Totó nos convidó a recrearnos en el cementerio de descendencia frustrada que aquellas mujeres desposeídas y alienadas habían desayunado como parte de una dieta rica en leucocitos.
–¡Yo quería dedicarme a esta industria, pero mi compañero insistió en que nos iría mejor si nos aliabamos con el señor Keyser Söze y…!
–Querrás decir J.C.–le corregí, por temor a la denuncia de los estudios universales.
–Sí, perdón, el señor J.C. Tuve que renunciar a una prometedora carrera en el mundo de los revientatraseros por un acomodaticio puesto de lacayo.
–Vaya, “acomodaticio” en tus labios. Quién lo hubiera dicho…
–Culpa al autor, a mí no me vengas con putas mierdas. Lo perdí todo por una tonta apuesta, y me resigné a seguir trabajando por una miseria cada día.
Julia Veloso se dedicaba a curiosear entre títulos con un insólito furor. Fascinada por la piratería del cuerpo y el reciclaje de los efluvios, sorteaba entre las cajas y las cintas como una niña perdida en una inmensa juguetería. Emulé su indiscreción con una dosis menor de descaro, y yo también me quedé absorto ante aquel relicario de las ficciones genitales, de las quimeras tántricas; todo aquel exhibicionismo de dudosa interpretación embrujaba los instintos y corrompía la jouissance, de modo que la moral se autorrepudiaba y adoptaba un estilo de catarsis disoluta, hasta que el interés decía basta y el ánimo se devaluaba en una prueba de ataraxia juvenil y solitaria.
La pornografía, pensé para mis adentros, era la posmoderna poesía del tiempo; en el cuestionable lenguaje de los órganos pluralizados, el ser humano descubría lo abrupto de la narración y el encarecimiento de los ímpetus, que alienaban los espacios y los redefinían: cualquier lugar, cualquier entorno, apostatado y entregado al desperdicio inane de las emociones, se convertía en una ermita al culto de los humanos solamente, a sus funciones más elementales y por ello más propias, alcanzando su dialéctica el grado de parodia, transgredida al fin su función comunicativa. Como un simulacro de civilización, la pornografía ridiculizaba los hirientes esfuerzos del hombre por ejemplificar con su actitud una deontología hipócrita, y evidenciaba la rara concepción de triunfo de la sociedad, al priorizar una felicidad basada en algo tan básico, tan animal, como el sencillo desangrar mutuo de los cuerpos entrelazados. La pornografía funcionaba como el alcantarillado moral de la civilización, permitiendo exorcizar la ominosa carga de responsabilidad civil que a menudo sobrecarga las más encorsetadas lujurias. Por ello, su labor es en esencia humanista, al permitir al individuo hallar un reducto de lascivia y voluptuosidad lejos de una sociedad que impone la conducta mojigata y melindrosa. La pornografía legitima la obscenidad, la impudicia, y con ello reinstaura en el ser humano su naturaleza selvática, obligada a ser ejercida en la más decorosa clandestinidad. Sólo el porno, con su rebelde perversión, se conserva como la última emancipación de un hombre integrado plenamente en la normativa de la vergüenza fisiológica.
El porno nos hará libres, proseguí en mi stream of consciousness joyceano; en su inusitada democracia, el hombre bascula sus mitades y equivale los pálpitos que remedan escalofríos en sus extremidades. Como un trasnochado Harry Haller, el acto performativo de la pornografía recurre a la intimidad del animal y al trémulo deseo; en su teatral coreografía, se superan los tabúes y se imponen los rudimentos bestiales, dotando de una consensuada inverosimilitud las cadencias vocales, los sudores fingidos… Cabe entonces reordenar el desdoblamiento del humano ante el porno, aislado ante la fricción de la física, sedicioso del valor colectivo, asumiendo su proscrición por la profusa individualidad del capricho singular. La pornografía como expresión última de un egoísmo liberador, de una logística del anhelo. Y todo por una paja.
Por lo tanto, lejos de comedirnos en nuestra franqueza, Julia Veloso y yo comprendimos la autonomía que se nos presentaba y comenzamos a rebuscar ofertas atractivas en aquel catálogo del desahucio espiritual. Las oportunidades eran tantas, y tan heterogéneas, que mientras Totó continuaba sollozando por el desengaño enrevesado de su condición subalterna, me dediqué a rastrear cuál de aquellas cintas me podía llevar a casa. Bien es cierto que la red sufre un superhábit de carnes flageladas, pero el regusto telúrico del porno amateur galego era, indudablemente, una experiencia imperdible, y además gratuita.
Una cinta llamó especialmente mi atención; su caja era tan común como las demás, si acaso más desgastada en los bordes que el resto, y sin duda bastante más grande, como si fuera un enorme pack de latencias estimulantes. Pero el título (¡ay, el título!) era tan vistoso y tan nominativo que requería de inmediato una revisión para actualizar la clásica ley del pentagrama inscrito en la manufactura: “O Divino Ferrete”. Cogí la caja del suelo, y noté un peso inusual para un CD pirata: algo se revolvía en su interior como una comadreja sin adiestrar. Abrí la caja de la película pornográfica paródica, y en el marco de las impresiones grabó el descubrimiento mi estupefacción atónica: no podía ser. ¡El Halo, maldita sea, el Halo!
Lo sostuve entre las manos con incredulidad, como quien precisa tocar las llagas de los muertos vivientes. Lo alcé sobre mi cabeza y dejé que la tibia luz que bañaba la sala definiese sus rasgos milenarios, las eternas trazas de pía solemnidad que se estrechaban en la dorada circunferencia. Sostenerlo en las manos era dejar que el Sol se deslizase entre las yemas como una ráfaga de oro derrochado; blandirlo era escudarse tras el fervor de un pueblo agarrotado a la sombra de su icono impávido. Lo sostuve y fui inmortal durante unos segundos, el tiempo suficiente como para comprender la lista de cadáveres que su consecución había traído a mis orillas para impregnar de su sangre sacrificada mis exitosos avatares. Regresado a la realidad, Julia Veloso y Totó me observaban con cierta impasibilidad, tan boquiabiertos con el hallazgo como yo mismo.
El júbilo experimentado resulta inefable; ni los más sofisticados idiomas reunirían en sus gramáticas los términos suficientes para expresar mi euforia exacerbada, y tan sólo un circunloquio artificioso de soplapolleces abigarradas y grandilocuentes parecería dar suficiente edulcoramiento al sentimiento incautado. La alegría fue tal que, olvidándonos de viejas rencillas, ayudamos a Totó a salir del local en ruinas y le animamos a emprender de nuevo su carrera en el mundo de la pornografía. Ya en la calle, la noche había expresado sus intenciones hegemónicas y dejaba que entre su frondosa oscuridad tiritaran los faroles como enclaves de la soledad que rige esta ciudad. Quizás fue esta penumbra por lo que nos los vimos, y nos sorprendió tanto descubrir el intermitente brillo del cigarrillo en una boca imperceptible. El caso es que se oyeron dos disparos, y tan sólo uno rebotó en la pared del Taj Mahal, abriendo una pequeña oquedad en su muro despintado. El otro tiro cruzó el cráneo de Totó y le confirió rasgos de un cíclope mestizo, de piel bordada en grana y amapolas. Cayó sobre la acera y espantó la suciedad con el action painting de su propio pasamiento: el cuadro definitivo al exceso rutilante.
Julia Veloso erizó sus pestañas astilladas y afinó sus aromas de arce contrachapado cuando echamos a correr sin concierto, con nocturnidad. Los dos matones que antes habían matado al socio de Totó y ahora habían hecho de él una pieza de un museo de la intolerancia nos seguían los pasos por las travesías desoladas de la capital galega. Descargaban su munición de un modo derrochador, a la americana, y el zumbido de las balas forjaba estrías de pólvora en propiedades públicas y en transeúntes inocentes. A la altura de Porta Faxeiras conseguimos darles esquinazo: probablemente se les habían agotado las balas, de modo que se nos concedía una tregua basada en la austeridad y en la carencia: ahora entendía las políticas gubernamentales.
–¿Qué hacemos?–exclamó Julia Veloso, que en el prisma de mis ojos consternados se prefiguraba como una extraña náyade de secano.
–Propongo que nos separemos; a estas horas, el Concello está cerrado, lo cual hace imposible que le lleve esto–y sostuve el Halo como el triunfo de la voluntad–a Currás. Puedo contactar con mi amigo, el comisario Pereda, pero no creo que nos sirva de mucho. Así que cada uno a su casa, y mañana por la mañana todo esto estará solucionado.
–¡Acompáñeme a casa, al menos! A estas horas, podrían dispararme en cualquier callejón de esta ciudad siempre lluviosa y en penumbras.
–No sé que ha sido más cliché de toda esa frase: el tópico del Santiago siempre en lluvia, o la imagen de mujer desvalida
–Tiene razón; debería actuar como la cantante de Sonic Youth, o con la tolerancia suficiente como para reivindicar la superioridad del género y…
–Bueno, bueno, no me vengas ahora con el discurso de la superhembra, Julia Veloso; te acompañaré, si eso quieres.
No recuerdo qué rutas tomamos aquella noche; protegidos por el umbral incandescente de un sombrío telón, Julia Veloso y yo fuimos calmando mutuamente los exaltados ánimos con el suave discurrir de las palabras. La conocí un poco mejor: supe de sus ambiciones, de su extraordinario sentido de la justicia, de sus filias y de sus fobias. Por detrás de su firme belleza exterior se urdía la conjura de una mente sorprendente, curiosa, siempre dinámica y siempre incidente. Fui cayendo lentamente en su dogma de esfinge hipnotizante, hasta que el corazón musitó un par de insolentes latidos y confirmó un raro sentimiento de calidez que se metía por los huesos hasta romper en pedazos la constitución férrea de mis ideas. Pronto renuncié a imperios y a primaveras; en la última glorieta, me rendí para siempre a la verónica marítima de sus pupilas. Cuando llegamos, Julia Veloso abrió con detenimiento la puerta y sostuvo su carga sobre su mano derecha:
–Ha sido un placer la conversación, señor Luengo.
–Creo que ya nos conocemos lo suficiente como para que me dejes de llamar señor, morena. Llámame Rubén, anda, y tutéame un rato, que ya es hora.
–Lo que tú digas… Rubén.
–Bueno, Julia Veloso, también para mí ha sido un placer.
Me sostuvo la mirada con desafío y posibilidad; los dos permanecimos en la puerta mientras la noche se iba filtrando por el intersticio de los quicios y por el rompecabezas azul de nuestros espíritus. Luego sonó un crack y la puerta se cerró. La cerré yo por dentro, esperando a que subiese la marea.
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