La tristeza del Apóstol Santiago. Capítulo XIV: Galicia a través del espejo

Para evitar la amarga impresión del ahorcado sobre el suelo, rehuí gravemente la Quintana y dejé que el reposado Paraíso Perdido ahogara sus canciones en el estertor de su calabozo subterráneo. Paseé inopinadamente por el Preguntoiro, y la silueta lentamente arrojada de los portales clausurados y los negocios en quiebra y liquidación expresó sus colmillos sobre un macizo de rocas que aspiraban a convertirse en avenida, donde la iluminación moribunda de las farolas acentuaba la inexactitud sombría de mi soledad hecha de rechazos. La luna del miércoles se había dilatado hasta acuciar con su ebúrnea actitud la firmeza de las estatuas egregias, donde una solemnidad cincelada cercenaba la voluptuosidad de la noche universitaria, basada en la locura lúcida y en el caos sistemático. Masqué un chicle que había olvidado en el bolsillo de la chaqueta azul, y henchido de clorofila y vacío de imaginación llegué hasta la praza de Cervantes como un caballero de melancólico eclipse.

Como Julia Veloso aún no se había presentado, me recliné sobre la fuente monolítica que se hallaba (por hablar con imprecisión urbanística) en el epicentro de un reducto de jolgorio y concupiscencia: calle abajo, entregados a la dulce desidia del libertinaje, una horda de jóvenes festejaba frente a las puertas del Avante las febriles libertades de la juventud. La fuente, como una flecha hendida en medio del corazón de la plaza, remataba en un busto donde el ínclito manco de la literatura se mesaba una pétrea perilla. Apoyado en desdeñosa desesperación, llevado más por el cansancio que por la vanidad, me sentía el objetivo de todos los ventanucos que la noche ocultaba tras su cortina de penumbras, pero tras los que se sospechaban rostros curiosos, impertérritos, impenetrables, pendientes de mi caída en desgracia, o en la fuente, puestos al caso. Por seguridad líquida, me aferré al borde de la fuente, precavido ante la posibilidad de precipitarme a las turbias profundidades de aquel viscoso elemento, de origen ignoto, dada la sequedad del torrente de la fuente, que goteaba pingüemente, con la afección dolorosa de alguien con una piedra renal. No había lugar para el secreto en la praza de Cervantes: el aroma de unas rosas mustias que colgaban de una balconada demasiado pública confirmaba la cotidiana familiaridad de sus entresijos, la radical cercanía de cuanto allí ocurría y cuanto allí se comentaba. La intimidad era un atavismo o una superchería, algo que se comentaba con añoranza ancestral: ninguna desnudez se salvaba de la curiosidad ocular de los voyeuristas. Bendito Hitchcock.

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El Primer Manco de la literatura. Foto de Acompostela.

Chapoteé infantilmente con los pies en la humedad adyacente a la fuente (a todas las fuentes, en realidad), y en un súbito parpadeo la figura de Julia Veloso se hizo carne (y qué carne) entre las apabullantes euforias de los gritos borrachos que llegaban hasta Cervantes. Ataviada con unos vaqueros rasgados en la rodilla derecha que me acentuaban los pómulos de la sonrisa, coqueteaba con el secretismo de sus pechos irrelevantes con un escote cuya palabra de honor ponía en peligro las promesas de cualquier empresa por temor a una desbandada general de miradas. Cosificada por mi descripción por años de aprendizaje falócrata y heteropatriarcal, su tono adquirió unas connotaciones despectivas cuando me ilustró con su voz altisonante:

–Pero… ¿qué pintas lleva usted para una cita con alguien como el señor Perú? ¿No le da vergüenza un aspecto tan campechano?

Me pareció un poco elitista y atrevido viniendo de alguien que combinaba ojeras con un pintalabios previsible, pero concedo que mi aliño indumentario podía caer en un cajón de desastres estéticos: con una chaqueta azul deportiva marcada para siempre de tinta en las mangas (la eternidad de un error literario que me perseguía infatigablemente), me había puesto una camiseta tan usada como la mención inexcusable a Hitler como paradigma de extremismo en un debate, una camiseta de Rei Zentolo con una difuminada imagen parodiando cierto cuadro de Andy Warhol que ya no se sabía si era una lata de conservas o un wookie bostezando. Respecto de mis vaqueros, ni me pronuncio: una apertura en la entrepierna más amplia que el abismo de Thelma y Louise constataba una urgencia de sastre empeñado, pero mi pereza y despreocupación lo dotaban de una arriesgada apuesta en la vestimenta que (¡ay de mí!) no tenía el efecto seductor que me hubiese gustado. Por último, mis más humildes zapatillas, como sandalias de rey pescador, daban cabida a unos pies pequeños y torpes, lejos de la magia de Sócrates.

–El caso, Julia Veloso– disimulé un cierto rubor inesperado– es que no estamos aquí para hablar de cómo articulo mi imagen, sino para intentar poner en jaque al psicópata más parecido al Principito desde Billy el Niño. De modo que, o abandonas la aristocracia de tu pensamiento, o nos vemos en la necesidad de comenzar un largo debate sobre la legitimidad de las prendas desgarradas. Y a estas horas, mi elocuencia es menor que la de un chimpancé con hepatitis.

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La implacable monotonía de las calles santiaguesas. Foto de Hosteltur.

Asintió con algo de resignación, y enredados en el panorama de desesperanzas de la noche santiaguesa nos dirigimos cautamente hacia el huracán de carcajadas etílicas que se estaban dando cita frente al Avante: el señor Perú me esperaba frente al árbol, y hacer esperar a un homicida reincidente no es la mejor apuesta de un tahúr. Mientras bajábamos por Rúa de San Bieito, no puede evitar asociar los arcos mal tallados del estrecho callejón con el crisol ebúrneo de una tahona; pero los pensamientos se vieron interrumpidos por una impoluta arcada que me erizó el costillar punzantemente: otra vez la mala vida, que volvía para recordarme sus consecuencias miserables. Para evitar torpes moralismos de la fuerza del sino, le dije a Julia Veloso que me esperase y me adentré entre la muchedumbre para entrar en el bar y pedir una botella de agua que apaciguase las insubordinaciones de un estómago contestatario.

Después de atravesar sin certidumbre de otro día la marabunta de gente parapetada en la puerta del Avante, logré resarcirme de los empujones y allegarme a la barra. Bajo las escaleras, una escena que sólo cabría calificar de orgiástica sintetizaba un baile que parecía el indicio del fin del mundo: aquellos individuos luchaban por sobrevivir a su propia danza, hasta que la muerte o la victoria confirmasen su condición humana. El sudor se había ido acumulando por el suelo, había alcanzado las paredes y los escalones, y parte de la barra goteaba tímidamente con los efluvios esforzados de unos bailarines impúdicos. El aroma de sus dedicadas coreografías se insertaba en la átmosfera y la enrarecía, la estrangulaba  y provocaba que el cliente pudibundo se escondiese la nariz tras la mano, intimidado por el napalm que no olía a victoria, sino a orgullo calcinado.

Me hice con la botella de agua, y en un instante de regocijo desértico me la acabé inmediatamente, tan seco estaba. Salí de nuevo a que la rugiente multitud me meciese en sus olas involuntarias, pero debí golpear a quien no debía porque un tipejo mediometro con una camiseta de Los Suaves se revolvió sobre sus guedejas y me inquirió con un empujón:

–Hey, que problema tes, meu?

Para evitar una confrontación innecesaria, que me hiciese perder más tiempo, pedí disculpas falsamente para alejarme cuanto antes de aquel cabezón insignificante. Pero no pareció muy convencido de la honestidad de mis excusas, con lo que me volvió a arrear otro empujón:

–Aparte de faltón, non falas galego, eh? Espanholista do caralho! Mira pr’aquí, ves isto?–y se señaló una chapa con la imagen de Beiras que llevaba en la camisa–Sonche beirista, meu, e ese tipo de atitude non cha hei tolerar na nosa Galiza. Por culpa vosa, aínda imos caer nas facianas do centralismo totalitario, e sermos unha praia madrileña. Senón, ó tempo.

Un integrante de su cuadrilla se adelantó hacia nostros con un porro a medio consumir en la mano:

–E dilo ti, beirista? Non ves que Beiras xa negociou con IU e só mira en torno á capital, para ter máis influenza? E namentres, veña a armar escándalo con golpes na mesa de Frijolito e armar escándalos no Parlamento! Galiza ten que ser unha comuna independente. Fíxate en Luis, que é tan comunista que nin sequera subordina as frases– y apuntó con una uña carcomida a un tipejo vestido totalmente de negro, marchito y con rasgos caliginosos, que parecía desfallecer contra un muro,

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El eterno líder del nacionalismo galego, Xosé Manuel Beiras. Fotografía de El Mundo.

El enano me sostenía por las solapas con una fuerza inexplicable, de modo que no me podía mover. A la disputa ideológica se sumó un tercero, de Compromiso x Galicia, que arremetió contra el BNG y se subió la cremallera de los pantalones; luego más y más individuos se fueron sumando a la disputa en una mascarada de banderas y de dogmas, y la disparidad en las ideas se blindaba tras un credo en lo particular y en lo inmediato, y como una enorme sierpe multicolor toda la Rúa de San Bieito se llenó de gente haciendo proclamas políticas y asegurando, con decisión de profetas preclaros, que su partido era la alternativa que Galicia necesitaba. Se sumaron los engominados de Converxencia XXI; algunos pro-Anova anti-Beiras; algún descarriado correligionario de Mario Conde hablaba de una renovación en SCyD; un par de post-graduados canosos ensalzaban a Quintana y se les llenaba la boca de elogios; otros teorizaban sobre una necesaria coalición entre las fuerzas de la izquierda para hundir al hegemónico PP, pero otro grupúsculo los disentía de confraternizar porque las diferencias eran mayores que las similitudes; pese a todo, parecía haber un quórum general de la falta de carisma de un candidato llamado Pachi; la confrontación política fue a más y a más, hasta que la tolerancia rebasó su entendimiento y prontó la dialéctica del debate se sustituyó por la seguridad de los golpes, y una plaza abarrotada de gallegos descontentos se ensarzó en una batalla campal por el futuro de Galicia, anodina e indiferente a que en sus entrañas sus paisanos competían por sus amores; y entre gritos de independencia y pro-lusismo, entre integración y cantonalismo, entre rendición y estreladas, la sangre empezó a empantanar las paredes como un graffiti de los ideales, una reivindicación de las creencias.

La recalcitrante opinión provocó bajas de todos los colores, y con la policromada convicción de los votantes fanáticos se demostró la determinación de consentimiento que existía entre las diversas facciones políticas. En plena lid, el enano me sostenía a mí con una mano y con la otra sacudía a un anarquista bisoño que hablaba con fervor de Bakunin. Del Avante salieron en tropas docenas y docenas de individuos, que dejaron caer sus copas y sus cervezas contra el suelo y, sin mediar palabra, comprendieron la retórica de la civilización disputada y se inmiscuyeron con los nudillos por delante en la contienda mayúscula. Pronto el alcohol desparramado se confundió con la sangre vana e inútil de una lucha por la prevalencia de los principios, y en el fragor del encarnizado debate cuerpos y más cuerpos magullados por los cristales y los programas políticos se retorcían en un hiperbólico dolor, mitigado por su necesidad de persuadir a sus rivales, que los exaltaba a la discusión y a un enfervorecido e insípido rencor. El paroxismo de todas las cosmogonías había cogido por sorpresa a extraños paseantes, a clochards apáticos, a noctámbulos profesionales, y todo individuo quería demostrar su opinión en el proceso político mediante la integración democrática en aquella pugna a labio partido y a calzón bajado.

Santiago de Compostela observó sediciones y traiciones, rupturas y alianzas, en aquella inmensa escaramuza que estimulaba al apolítico y al desinteresado. Abnegados en sus oportunidades de campaña, los ciudadanos se zurraron hasta el agotamiento de todos los argumentos marciales, y pronto por las calles de la capital gallega se recogieron organismos agotados tras la intensa porfía, y el alcohol combinado con la sangre gratuita describía sinuosas filigranas que caían por los patios deletéreos de la ignorancia civil en torno a la Catedral, traspasada por el fervor urbano de la presidencia ornamental. Cuando la refriega llegó a su punto último, nadie parecía estar en pie, y los cuerpos políticos se hacinaban como efectos colaterales de un bombardeo por todos y cada uno de los callejones de la ciudad, incluido el siempre hediondo callejón de Paio o Eremita. Un penetrante tufo a libertades consagradas actualizó los derechos constitutivos, y esparcidos sesgadamente por los parques públicos los trípticos incorruptos de ciertos partidos maduraban fertilmente con una nueva primavera de la integración social. La civilización había alcanzado su cumbre evolutiva con una revolución de partisanos indiscretos, y la inquietud de la militancia había formado, efectivamente, milicianos inexpertos en el arte de la erística, proyectando el discurso tiznado de capciosa servidumbre. El tópico de los ejércitos de la noche se sustituía por el silencio convincente de los políticos apresurados, que en su insana cerrazón en los lugares comunes de sus creencias habían fortalecido el tibio e irresoluto monólogo antisistema, y empapados de las equívocas sombras de la capital cientos y cientos de aparatos políticos, bien librepensadores, bien serviles ecos de unas preceptivas, rendían extenuada cuenta a su devoción casi idólatra, y hasta el más intrascendente de los politólogos, presuponiendo su análisis cerebral, había celebrado lo pagano y lo profano de la vanidad ardiente de la administración transitoria.

Uniones y facciones, asambleas y colectivos, ligas y brigadas, vulnerando sus racionales disciplinas, abochornados tras el diálogo de la más infame vehemencia, veían arder sus ambiciones en una multitudinaria pira funeraria, y el intangible espíritu de la lucha sempiterna se mancillaba en la discordia exasperante que se llevaban las bestiales barricadas del salvajismo sistémico. Unos cuantos contenedores en llamas iluminaban con sus ígneas entrañas el camino del ciudadano réprobo, ahora que la superación de las castas y de los nepotismos era un tema secundario, entregados al pendenciero arrebato de las refutaciones construidas desde las bravatas. Ahora un lamento de cenizas gubernamentales suplantaba la inexistente diplomacia del juego de poderes, y el anhelo primeramente meditabundo había revelado la compulsiva ansia de conquista de instituciones. El discurso plural era una imagen única e inconfundible: el galego como producto de la apriorización de todos los misterios del dominio, unido tras todas sus disyuntivas en un único abrazo de sangre y alcohol, un cuerpo que pertenece a la tierra bautizada por una sempiterna lluvia. Un pueblo redimido de sus causas por la empresa del embate fraternal, del cainismo poluto y condescendiente, al fin regresado al telúrico refugio de la muerte, en el que la única meta gubernamental es el tácito callar de los cadáveres bajo un cielo eternamente grisáceo. Hermanos, al fin, en la carne ya corrupta y en el espíritu indiferente.

El enano me había soltado hace algún tiempo, dejándose llevar por las alegaciones inicuas de un opositor que acusaba a Beiras de desvariar demasiado por su senectud. Me levanté, dolorido y desconcertado, y observé el reguero de organismos que concretaba la inestabilidad emocional de los partidos gallegos; me sacudí el polvo y lamenté las indelebles manchas de sangre  degradada en los zapatos. Un individuo aparentemente indemne se me acercó con cierta soberbia; llevaba un polo rosa de mangas cortas, sobre el que había atado un jersey de cachemir blanco, y que agitaba con unas cuatro o cinco pulseras rojigualdas en su muñeca derecha. Me miró con superioridad y preguntó:

–¿Qué ha pasado? ¿Por fin se han aniquilado las alternativas?
–Ni lo sé ni me importa, amigo; mientras me paguen, poco me importa la coloración.

Y lo dejé admirando el maremoto de cuerpos derrotados mientras volvía al encuentro de Julia Veloso. La encontré contrita, recogida entre dos voluminosos prosélitos de Terra Galega, temerosa del aluvión de democracia orgánica que se había desatado. La ayudé a auparse y le sacudí la ropa para tener oportunidad de palparla pícaramente:

–Espero que hayas disfrutado de la inesperada campaña, Julia Veloso, pero aún nos espera otro que sabe bien de retórica.

Esquivando con habilidad acrobática cuerpos sacrificados , exangües de voluntad electoral, logramos llegar hasta el árbol que media entre el Avante y el Tarasca, que es la réplica que la capital gallega tiene del de Guernica, un monumento vegetal a la impasividad y a la anorgasmia, tautología de los orines y de los vómitos de cuanto estudiante con dos copas de más haya pasado por sus médanos. Cuando al fin llegamos, apartando a cada paso a un nuevo partidista decepcionado, pude ver al señor Perú estoicamente apoyado contra el árbol, remedando sus rizos angelicales con un ademán tricotador, como mesando un filoso tejido dorado demasiado valioso para los mortales. Perú nos miró sin inmutarse, y la infantilización de su presencia me envileció para decir:

–Hablemos del Halo ya, señor Perú.

Pero no tuve tiempo de escuchar su respuesta: un golpe seco, directamente contra la sien, me noqueó impotentemente. El maldito angelito me había tendido una trampa, y yo había caído en ella como un novato. Malditos políticos improvisados.

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