La tristeza del Apóstol Santiago. Capítulo XIII: Knockin’ on Freedom’s Door

Sin embargo Julia Veloso se reintegró en la existencia después de coquetear con trascender la dúctil tiniebla que enhebra Santiago de Compostela y que se expande por las calles como un hálito gélido de desesperanza: quien entra en la ciudad sabe que no podrá huir de ella sin arrastrar una implacable pesadumbre que pasa primero por leve nostalgia, pero que gradualmente se convierte en una desesperación exasperante y febril, una obsesión megalítica por ultimar callejones angostos y euforias artificiosas, por rozar con los dedos los barrotes de lluvia que atestiguan la naturaleza muerta de alféizares y salientes, y entonces un inmanente espíritu fantasmagórico suplanta al cuerpo y agarrota las extremidades hasta exprimir en el alma sofocada las almidonadas sombras de una irreductible soledad.

Fue entonces cuando me di cuenta que en realidad estaba frente al portal de mi edificio y Julia Veloso hacía tiempo que se había esfumado, y que en realidad yo estaba abrazando un container por donde rezumaban los líquidos estertores de pútridas cáscaras de plátano y pilas y pilas de comestibles precocinados caducos. La savia de la basura había resbalado por mis pantalones hasta conferirme el aspecto de una belieber excitada, y el reguero se precipitó impetuosamente calle abajo, llegó hasta Praza Galicia, rodeó su ínsula frondosa por tres veces y se desvaneció por el tubo de escape de un taxi balbuciente. Definitvamente, el cansancio había logrado atenazar mis sentidos a las tres de la mañana, o quizás es que estuviese experimentando la lúgubre cadencia de Santiago de Compostela por vez primera, al fin libre del arbitrio de sus artimañas y de la convención de su tedioso sosiego. Sólo sé que subí por las escaleras porque vi que el ascensor estaba ocupado por cronopios con muy mala fama.

Lego en la destreza de bajar la tapa del retrete sin hacer ruido, entré en el baño para una última libación de especulaciones, y sentado en la taza pensé en lo prófugo de J.C. y en que, con algo de esfuerzo y una mano de pintura acrílica, podría colarle a Currás un falso halo si era capaz de arrancar el asiento del retrete íntegramente. Embotado por una dulce enajenación pasajera, no me percataba de que el alcohol había tenido una mayor influencia en mí que Julio Cortázar, y que en realidad me había tomado más copas con Perú de las que recordaba. Tal vez me hubieran echado algo en la bebida para abusar de mis encantos de detective de naftalina y garrafón: lo consideré el mejor piropo de mi vida, además de aquel que una chica de ojos azules me espetó con rencor: “De tan bueno que eres, eres gilipollas”. La cuestión era que estaba cabezeando sobre el aguamanil con las pantalones aún por los tobillos, que se habían impregnado de la pestilencia residual que aún caía por los dobladillos. La quijotera se me bamboleaba a ritmo de naufragio, y cuando recuperé fugazmente la consciencia (que nunca fue demasiado, pero en fin) y me abalancé sobre el pomo de la puerta del baño, pude oir un descolocante click y un abigarramiento de migrañas que se retorcía en mi cráneo: la puerta se negaba a abrirse.

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Julio Cortázar, en el programa “A Fondo”, con Joaquín Soler Serrano.

Paulatinamente mi animalidad ingénita fue rescatándome de siglos de evolución e ilustración, y en mi situación de primate baboso golpeé la puerta, desesperé estentóreamente a aullidos, intenté mandar un mensaje con mi móvil pero erré la contraseña por tres veces negada y logré bloquearlo, y clamé a un techo con cables sueltos para que Pan apareciese, heroicamente, a liberarme de este inicuo presidio antihigiénico. Para mi sopresa, al otro lado de la celda de madera se oyó un brusco retorcimiento de los goznes de una puerta y unos pasos que sonaron en el pasillo como himnos de epifanía para mis oídos. Un algo de sigiloso caminar se detuvo ante el servicio, expectante. –¡Pan!–bramé desde el interior del calabozo–¡El cerrojo del baño se ha colado! ¡No puedo salir, intenta echarme una mano o llama a un cerrajero!

Mi inquisitoria súplica obtuvo como respuesta el silencio. De repente, un nervioso taconeo se arremolinó en el pasillo, y algo empujó la puerta con una fuerza demasiado delicada, una energía de cristal o de centeno. Por mi parte, tiré del pomo hacia dentro e hice un esfuerzo de proporciones hercúleas que tuvo como contestación una impertérrita reacción de la puerta, inamovible ante el esfuerzo conjunto de dos universitarios con menos poder físico que algunas angulas. Resbalé con la alfombrilla del baño y dejé que Pan siguiese empujando tristemente el portalón de mi libertad; desde el suelo, golpeé con el puño el zócalo y grité:

–¡Bueno, esto no va; mejor será que llames a un cerrajero, que ya lo pagaré yo!

De nuevo, ni un sólo sonido. Algo raro estaba pasando al otro lado de mi malestar, y una tibia frustración se apoderó de mí enturbiada presencia de ebrio patán hasta que el hígado dijo basta y la mente dijo “Rubén, ¿qué coño haces?” y el corazón regresaba a sus bandazos inclementes. Me armé de convicción renal y volví a golpear el zócalo:

–¿Qué pasa que no hablas? ¿Nada que comentar, Huerta de Soto?

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El catedrático Jesús Huerta de Soto, conservador reaccionario (benditos oxímoros). Foto de Libertad Digital.

Arrimé la oreja y esperé calmado: sabía que Pan se sentía particularmente halagado cuando se le denominaba con el nombre de sus economistas favoritos, aquéllos que conformaban su panteón de gloriosos conservadores, que idolotraba y citaba junto a su cenáculo de selectos amigos liberales, que renegaban del abnegado papá Estado y penetraban en la siempre dispuesta virginidad del mercado libertino. Pero afuera sólo el monótono respirar chocaba con las paredes vetustas como el vapor en un hangar abandonado de París. Pero algo alteró el desorden de partículas desafectadas:

–¡Magkantot!¡Kabayo!

La realidad me cayó encima con el peso con que se desplomó Constantinopla: no era Pan, era su novia filipina, Zara Lee, que se había despertado por el barullo inexplicable. Pan había conocido a Zara en una cata gratuita de tapas internacionales, donde tenía que hacer un reportaje para el ABC, y ambos cayeron rendidos ante el otro con la intensidad idílica y eurasiática de cierto ex-Beatle. Zara era enjuta, esmirriada; casi se diría hecha entera de endeblez y de afectación, y fui consciente entonces de que más me valdría irme acomodando en el suelo del baño, porque el secuestro involuntario iba para largo: Zara sólo era fluida en tagalo y en la lengua infame con que conversaban Ezra Pound y T.S. Eliot, y cuyo B-2 aún tenía pendiente, reservándole un hueco especial en mi currículum de canalla dantesco. Por lo tanto, además de la ominosa barrera física, ante ambos se erguía la muralla de Babel como un escollo insoslayable. Zara balbuceaba entrecortadamente, emitiendo ambiguos sonidos que parecían gorjeos de un colibrí asmático: por lo que pude deducir, no sin cierta dificultad, Pan se había ido a revivir las desventuras homoetílicas de los protagonistas de “A Esmorga” a Ourense con algunos compañeros de la Sociedad de Debate Compostelana (tan vilipendiada ella), y abrazada a una monstruosa ausencia en la cama Zara creyó que mis alaridos de impotencia eran las palabras cariñosas en que su grueso amante a menudo prorrumpía.

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Éste es un chiste zafio, racista y mezquino. Yo que ustedes denunciaría al autor.

De modo que, rescatando palabras anglófilas de algunos temas de The Doors que podía recordar (maldita ironía), le dije a Zara que mi intención era cruzar hacia el otro lado, que había estado entonando mucho la canción de Alabama y que, si nada se podía hacer, era preferible esperar al sol para que Pan regresase y llamase a un cerrajero. Convencida la filipina, se retiró a su cuarto y yo me recosté sobre el suelo del servicio. Al despertar, un intenso dolor de columna se sobrepuso a la insondable jaqueca, de modo que el dolor compartido ya no es dolor sino amistad. Zara llamó a la puerta y explicó sin demasiada nitidez que Pan todavía estaba ausente como su propia educación y deferencia. No obstante, yo no tenía tiempo que perder, de modo que,  armándome de un lenguaje arcaico y arcano que empezaba en el ceceo y acababa en la sedimentación de los fonemas, me puse de acuerdo con Zara en que una solución radical era necesaria: se me estaba agotando el aire, y sólo podía pensar en que ésa era la peor canción de Mecano. Usando lo más rudimentario que pudimos encontrar en nuestras respectivas instancias, Zara y yo adoptamos la ingeniería doméstica de McGyver para cercenar el portón de la vergüenza y salir tras el póster de Rita Hayworth otra vez a la lluvia de Santiago. Así, el boquete consistió en el cuchillo de cortar el pan, escuadra y cartabón, algunos vales de descuento y una paciencia de monje budista tras la invasión de Leonard Cohen. Tardamos más de cuatro horas en descorchar la más impenetrable de las fortalezas, y me tuve que embadurnar de champú y gel de manos para facilitar el deslizamiento, pero al fin toqué tierra en el pasillo justo antes de empotrarme contra el muro y saborear la cal acumulado por lustros de desidia.

Sin darme cuenta, el grato entretenimiento de la esclavitud y el pasatiempo del ethos carcelario me habían hecho olvidar descuidadamente mi cita con Julia Veloso: me cambié de ropa, me preparé un bocadillo de algún correoso embutido que poblaba la nevera desde tiempos antediluvianos y me apresuré a la deglución camino de la reunión con Julia y con Perú: el business de la urgencia atribulada es el mero sacrificio del detective improcedente. Por el camino, un Jorge Pan patizambo y desconocido se debatía contra las paredes por llegar a casa. Con algo de perniciosa catatonia, segmentó sus pensamientos en frases incomprensibles :

–Hey, Poeta, aínda chego agora de Ou. E que viva Luis Ventoso!

Pero no podía perder más tiempo en nimias sandeces de borracho: para variar, llegaba tarde a un compromiso y Santiago se había cerrado sobre sí mismo como una flor que abjura de su madurez. El señor Perú esperaba.

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