42.195 metros desde dentro
Advertencia: antes de empezar a leer el siguiente artículo, querido lector, debe usted saber que esto es una crónica personal y subjetiva de un evento atlético. Lo cual significa que los hechos aquí contados están ligeramente hiperbolizados, porque eso es lo que hacemos los runners: narramos nuestras carreras con épica para que quede claro lo difícil que es hacer lo que hacemos, lo mucho que hemos sufrido, y la gran cantidad de fuerza de voluntad y sacrificio que hemos extirpado de lo más profundo de nuestro ser para conseguirlo. Sin embargo, y curiosamente, siempre diremos que todo buen atleta debe caracterizarse por su humildad. Sin más dilación, allá vamos.
27 de abril de 2014. 8:55 ante merídiem. Me agacho y me ato las zapatillas por enésima vez en el último cuarto de hora. Me incorporo de nuevo. Estamos a escasos cinco minutos de que dé comienzo la tercera edición de la Maratón de A Coruña, dicho sea de paso, la única de Galicia. Son instantes de nervios, pero también de ilusión. Más de un millar de personas ante el día que teníamos marcado en rojo en nuestro calendario, el día en que toca demostrar si el trabajo y el entrenamiento llevado a cabo durante los últimos tres meses ha merecido o no la pena. Cada uno con sus objetivos, con sus metas, con sus miedos. Creo que exactamente ahí reside la grandeza de este deporte: en que es de un tamaño tan descomunal que es capaz de acoger en una misma prueba a gente de cualquier nivel; desde el atleta internacional Rafa Iglesias, a la postre vencedor y que venía a tierras gallegas con el objetivo de lograr la marca mínima para el campeonato de Europa en Zúrich este verano, hasta corredores que afrontan la prueba con el nada despreciable reto de completar los 42.195 metros de recorrido sin importar el tiempo utilizado.
Más de un millar de personas ante el día que teníamos marcado en rojo en nuestro calendario, el día en que toca demostrar si el trabajo y el entrenamiento llevado a cabo durante los últimos tres meses ha merecido o no la pena
El tiempo es prácticamente perfecto para realizar una maratón: cielo nublado, temperatura idónea y ni una gota de lluvia. La única inclemencia metereológica es el viento que se levanta en algunas zonas del circuito. Tras unos minutos de expectación que parecen eternos, se da el pistoletazo de salida y las piernas comienzan a fluir. Intento hacerme un hueco hasta encontrar un ritmo con el que me encuentro cómodo, que en mi caso consiste en recorrer cada kilómetro en 4’15’’. Y a partir de ahí, a tener constancia y aguantar hasta donde se pueda. Tengo bastante fortuna, puesto que hay un grupo de corredores bastante numeroso con el mismo objetivo que yo: finalizar la maratón en menos de tres horas. Esto conlleva tener una compañía a lo largo de gran parte del recorrido, además de poder protegerse mejor en las zonas en las que el viento pegue con mayor violencia. Los primeros kilómetros transcurren sin ningún problema: el ritmo es constante y los cuarenta miembros del grupo avanzamos a la velocidad prevista con comodidad. Evidentemente, esto sólo acaba de empezar, y somos perfectamente conscientes de que el panorama variará durante las próximas horas.
Tras salir desde Avenida Marina y llegar hasta el cruce de Ramón y Cajal con la entrada al puerto de Oza, damos media vuelta para subir por Plaza Pontevedra y llegar al paseo marítimo. Allí, subimos hacia el Millenium, en una de las partes más exigentes del recorrido ya que la carretera ‘pica’ para arriba. Posteriormente, volvemos en el sentido inverso para recorrer todo el paseo marítimo hasta la Torre de Hércules, en un trazado que une literal y metafóricamente dos de los monumentos más característicos de la ciudad coruñesa. Esta parte del recorrido es fundamentalmente llana, por lo que logramos mantener el ritmo objetivo sin apuros. Sobre el kilómetro 10 me tomo el primero de los tres geles energéticos que tengo proporcionarle darle al cuerpo a lo largo de la maratón: estos te permiten retrasar la pérdida de glucógeno e incluso darte un extra cuando los depósitos están ya vacíos.
La parte final de la primera vuelta (hay que dar tres al mismo trazado) consiste en volver desde la Torre de Hércules hasta Plaza Pontevedra, y desde allí ir de nuevo hasta el lugar de salida, pasando el Obelisco. En este sector del circuito, el grupo aumenta un poco el ritmo para realizar la primera vuelta (al paso por el kilómetro 14) en un tiempo de 59’10’’, lo que implicaría, de continuar así, bajar de las tres horas con varios segundos de renta. Pero esto en ocasiones puede resultar ser un arma de doble filo, puesto que la maratón es una carrera traicionera, en la que ir rápido en la parte inicial no significa absolutamente nada si no logras mantener la fortaleza física y mental intacta para el final: cualquier alarde o sobresfuerzo se paga caro.
Así, iniciamos la segunda vuelta sabiendo que vamos por el camino correcto pero siendo también conscientes de que queda todavía mucha tela que cortar. La primera mitad de estas carreras de larga duración, los primeros 20 kilómetros, conllevan la necesidad de que el corredor se sienta cómodo: para sufrir ya habrá tiempo más tarde. Así, la organización de la carrera ha preparado una serie de eventos paralelos con el objetivo de mejorar el ambiente de una prueba con la que se vuelca gran parte de la ciudad herculina: conciertos de diversos grupos a lo largo del recorrido y otro tipo de actividades lúdicas. Mención especial también para todos aquellos que colaboraron con Coruña42 en los puestos de avituallamiento, parte crucial y fundamental para el buen hacer de un evento atlético de estas características.
Queda por delante la mitad más dura de la prueba: esa en la que se encuentran el temido Muro, el Hombre del Mazo y otros seres mitológicos característicos del mundo del atletismo
Los kilómetros continúan pasando y llegamos a la veintena sin grandes novedades. El grupo mantiene prácticamente a todos sus integrantes y llegamos a la media maratón en un tiempo de 1h29’25’’ que sigue estando por debajo de la proyección necesaria para completar el recorrido en menos de tres horas. Sin embargo, ahora que pasamos el ecuador de la carrera, queda por delante la mitad más dura de la prueba: esa en la que el cansancio y la flaqueza comienzan a hacer mella en los corredores, en la que las piernas comienzan a sentirse pesadas, y en la que se encuentran el temido Muro, el Hombre del Mazo y otros seres mitológicos característicos del mundo del atletismo.
Poco después de sobrepasar el kilómetro 21, decido tomarme el segundo de los geles. Lo saco de una pequeña cartera que llevo atada al brazo y me dispongo a abrirlo, cuando noto que choco con el brazo de otro corredor que va a mi lado, y veo como el otro gel restante (reservado para la parte final) cae al suelo. Me planteo detenerme para recogerlo pero la cantidad de gente que viene por detrás me hace desechar la opción inmediatamente. ¿Quería épica? Pues ración doble. Mantengo el ritmo e intento concentrarme mientras blasfemo por dentro, intentando convencerme de que puedo aguantar con un gel menos. Decido no tomarme en el momento el que iba a ingerir y reservarlo para más tarde, para racionalizarlo mejor. Poco a poco, zancada a zancada, vamos entrando en una parte de la carrera más dura, donde el cansancio empieza a aparecer: piso mal y noto un ligero dolor en el cuádriceps derecho que se pasa de inmediato. Este cansancio acumulado provoca que poco a poco el grupo vaya perdiendo integrantes y por el kilómetro 25 seamos unos 30 corredores los que lo componemos.
Nos encontramos cerca de finalizar la segunda vuelta, punto en el que tiene lugar uno de los momentos clave de la carrera: el grupo se rompe. La cabeza empieza a tirar un poco más fuerte y algunos deciden no aumentar el ritmo. Y yo me quedo en tierra de nadie y sin saber demasiado bien qué hacer. Finalmente tomo la opción más valiente y menos inteligente: tiro hacia delante con el objetivo de pegarme a la parte principal del grupo, donde al paso por el kilómetro 28 (esto es, dos tercios de prueba completada) somos doce corredores. Nuestro tiempo al finalizar esa segunda vuelta es de 1h58’30’’, lo que nos da un margen de un minuto y medio para hacer la última vuelta. Esto significa que, de seguir así, el objetivo está al alcance de las manos. Pero por algo la última vuelta es la última vuelta, claro.
Empiezo a no sentirme cómodo con el ritmo, que ha aumentado ligeramente, y no estoy del todo seguro de poder aguantar catorce kilómetros más así. Las piernas empiezan a pesarme más de lo que deberían, y sé que en ese momento ya no tengo más elección que intentar agarrarme a la cola del grupo como sea para no quedarme descolgado y tener que realizar el resto de la carrera en solitario. El grupo continúa a buen paso, intentando mantener una cadencia óptima. Me tomo el último gel y subimos de nuevo, y por última vez, hacia el Millenium. Me da la sensación de que el desnivel es mayor que en las dos vueltas anteriores: llevamos ya 32 kilómetros a nuestras espaldas y cualquier complicación parece mayor de la que realmente es. Llegamos hasta arriba y miro hacia la izquierda, para otear, al otro lado del mar, la Torre de Hércules. Recorro con la mirada todo el paseo marítimo, aprieto los dientes y decido que es mejor no pensar en lo que queda. Aprovecho para echar un par de tragos a una botella de agua en el avituallamiento, pero el grupo aumenta un poco el ritmo en la bajada y empiezo a quedarme atrás. Intento apurar, pero siento dolor en los gemelos al impactar contra el suelo en la pendiente, por lo que tomo la decisión de intentar coger de nuevo al grupo cuando lleguemos a la parte llana.
Pero en la parte llana veo como el grupo no aminora la marcha y cada vez se me alejan unos metros más. En ningún momento pierdo contacto visual con ellos, pero la idea de atraparlos es cada vez más utópica. Ya tengo lo que no quería: enfrentarme a la parte más dura de la carrera en solitario. Echo la vista atrás para intentar buscar alguien con quien tirar hacia delante, pero no hay un grupo definido. Mi ritmo no ha bajado demasiado con respecto al que llevaba durante el resto de la carrera, así que me lanzo a la aventura en solitario cuando pasamos bajo la pancarta del kilómetro 35.
Intento no pensar en El Muro, porque se supone que la mejor forma de evitarlo es no pensar en él. El Muro es la parte más dura de una maratón, en la que el cansancio ya ha llegado a un punto en el cual es necesario sacar fortaleza física y mental de debajo de las piedras para evitar hundirse y echar por tierra el esfuerzo llevado a cabo durante el resto de la carrera. Consigo mantenerme relativamente constante durante esa parte más dura de la prueba, aunque me da la sensación de que ahora los kilómetros son más largos. Sin embargo, todavía estoy en tiempo de llegar a meta por debajo de las tres horas y cada vez queda menos distancia. Llego de nuevo a la Torre de Hércules, que coincide con el kilómetro 38.
El fatídico kilómetro 38.
Me muevo tosca y lentamente mientras me acuerdo de Filípides, de la madre que lo parió, y de los habitantes de la Antigua Grecia en general por haber construido la ciudad de Maratón tan lejos de Atenas
Siento que las piernas no pueden más, que mi zancada es cada vez menos amplia y mi cadencia es menor. Intento hacer un esfuerzo para ir más rápido pero mis gemelos y cuádriceps me dicen, en silencio pero insistentemente, que no lo haga. Paso por el último avituallamiento y decido comer una naranja, con la esperanza de que me dé las energías que necesito para llegar a meta en el tiempo objetivo. Pero las piernas no responden y mi ritmo baja considerablemente, hasta 4’40”. Voy sufriendo, si se me permite la expresión, como un cabrón, y aunque no queda demasiado para llegar a meta, tengo la sensación de estar viviendo un infierno en esta parte final. Me muevo tosca y lentamente mientras me acuerdo de Filípides, de la madre que lo parió, y de los habitantes de la Antigua Grecia en general por haber construido la ciudad de Maratón tan lejos de Atenas. Me empeño en intentar apurar pero no encuentro fuerzas en ningún lado, incluso comienzo a ser adelantado por algunos corredores que han llegado a este final de carrera con más combustible que yo. Esta última parte del paseo se me hace tremendamente eterna, y el viento comienza a soplar con más fuerza. Todo sea por la épica.
Cuando paso por el kilómetro 40 ya sé que no voy a bajar de las tres horas, a no ser que experimente una milagrosa recuperación que (spoiler) no tuvo lugar. Llego de nuevo a Avenida Marina y me dirijo rumbo a la Plaza de María Pita, lugar donde finaliza la carrera. La calle está llena de gente dando ánimos a los corredores, y aunque mis fuerzas siguen siendo escasas, el apoyo y el calor humano consiguen que mejore ligeramente el ritmo, aunque no lo suficiente. Llego al final de la calle y giro hacia la izquierda para llegar a María Pita. Recorro esos últimos cincuenta metros mientras levanto el pulgar para agradecer los ánimos a la gente que grita a ambos lados de las vallas que delimitan el trazado. Ya no tengo esa sensación de dolor que me acompañó durante los últimos kilómetros, sólo una extraña mezcla de agotamiento y felicidad. Paso bajo el arco de meta en un tiempo de 3h01’20’’. No he conseguido el objetivo que me había planteado, pero sin embargo estoy satisfecho del esfuerzo llevado a cabo a lo largo de esos 42.195 metros. I’ll be back, Coruña.