Muntaner, 505: Donde se imaginan las colillas

Muntaner es esa calle que sube hasta llegar a la antesala del cielo. La que te lleva a Bocaccio. Es decir, a la gauche divine. Porque no hay una frontera que delimite qué es una y qué es la otra. O mejor, qué sería de la una sin la otra. Muntaner te recuerda, cuando subes, que envidias unos gemelos de futbolista y, cuando bajas, que venderías tu alma por una bicicleta. Le falta Steve McQueen subido en el Mustang verde para pasar por uno de esos bulevares de San Francisco. Tiene las mismas fases de un río que lleva un caudal de coches: la erosión, el transporte y la sedimentación, hasta desembocar en el barrio de Sant Antoni, que es el morir. Sin embargo, todo Muntaner lleva a Bocaccio.

Gil de Biedma, Goytisolo, Carlos Barral y Castellet; la cara intelectual de la gauche | Oriol Maspons

Gil de Biedma, Goytisolo, Carlos Barral y Castellet; la cara intelectual de la gauche | Oriol Maspons

Uno espera ciertas grandilocuencias al llegar a un lugar que parece llevar cuatro décadas extrañando una sola. La de los últimos sesenta y primeros setenta. Pero hoy en el 505 de Muntaner hay un hotel. Y nada más. El Hotel Barcelona 505 es una posada de cuatro estrellas chantada en una especie de cementerio indio de la cultura pop, el destape y los vientos de mayo del 68. Donde hoy hay un par de puertas metálicas con cristales tintados ayer Oriol Regàs –el señor Bocaccio—, Teresa Gimpera, Xavier Miserachs y Carlos Durán pergeñaron una discoteca para consumar, como apunta el hispanista Alberto Villaverde, “el discreto encanto de la subversión”. En la antigua barra del Bocaccio apoyaron los codos Dalí, Montalbán, García Márquez y los embajadores de la gauche divine –bautizada por Sagarra— como Terenci Moix, Carlos Barral, Rosa Regàs o Oriol Maspons, el fotógrafo de una generación que se sacudía el blanco y negro del tardofranquismo. Los años divinos fueron obra de acaudalados profesionales del mundo del arte y la cultura que merodeaban los terrenos de la izquierda y el progresismo light. Era la época en la que en España comenzaba a hacerse de día, precisamente por la noche.

Los espejos de Bocaccio retrataron las primeras piernas visibles por encima de las rodillas. En España, la minifalda salió de Londres y entró por Muntaner. Alrededor de las mesas de hierro –Gabo dijo que en ellas cabían seis y se sentaban veinte— y sobre las butacas de terciopelo granate parlotearon algunas de las mentes más brillantes del siglo, más iluminados por su aura que por las lámparas tiffany´s que caían del techo. Algunas de esas piezas las conserva todavía un barbero de la calle Saguès.

Hoy, en la puerta del hotel, se da un particular fenómeno en bucles de treinta segundos: aparece un taxi, se baja un hombre con traje ajustado a la espalda, pantalón ceñido a los tobillos y corbata estrecha, abona la carrera y el taxista se le queda mirando hasta que le pierde el rastro entre los sofás color beige del vestíbulo. En la misma acera, el cartel amarillo de un “Compro Oro” rompe las convenciones de la estética y una señal informa de una obra menor en la calle General Mitre. Al otro lado, hay un hombre que reparte propaganda en un bloque de pisos en donde la mayoría se cuelga el cartel de “Se alquila”.  Nada a la calle le es ajeno. Ni lo fue cuando la melena rubia de Teresa Gimpera –cuyos rulos finales eran la viva imagen del logo de Bocaccio—fijaba los cánones del esplendor ni lo es ahora con una crisis que lo reduce todo a una interminable gama de grises.

En el café Toscana, un lugar donde podía seguir observando la escena por un euro treinta, el espacio es tan reducido que sólo hay sitio para dos tragaperras. A través delcristal todo se ve como si fuera un gran escaparate. En el carrer Sant Màrius, donde hubo un meublè que rompía tabúes sexuales y algún que otro matrimonio, hay motos aparcadas en la acera dispuestas como un juego de dominó –ninguna es una Vespa—, los coches salen de los garajes –ninguno es un 600—, y parejas de jubilados patrullan el barrio escondidos en sus bufandas hasta la nariz –nadie lleva un sombrero de bombín como el de Oriol Regàs ni pasea un ocelote atado al estilo Dalí, como de costumbre sometiendo el debo a los dictámenes del quiero—. No hay rastro de tupés o trajes de color naranja. En algo hemos evolucionado. El kiosco más cercano no vende Destino, una de las publicaciones sagradas de la gauche, tampoco el diario Tele/eXprés, en cuyas páginas Sagarra puso nombre a casi todo. Eso sí, sobrevive Interviú, presentada por primera vez en Bocaccio.

Viñeta de Perich para el cuarto aniversario de Bocaccio.

Viñeta de Perich para el cuarto aniversario de Bocaccio.

La amnesia es tal en la entrada del antiguo local nocturno que hasta las colillas pisoteadas del suelo hay que imaginárselas. En un pilar del edificio se cinceló “Muntaner 505” con una tipografía alargada. Quizá para emular noches interminables en compañía de un gin-tonic tras otro –cuando la democracia aún no había llegado para la ginebra— y las conversaciones rozaban la Verdad totémica en la política, el cine, la literatura, los negocios o la arquitectura. Miserachs llegó a decir que la gauche divine era “una mezcla irrepetible de política, intelectualidad, whisky y Bocaccio”. Y drogas. El Optalidon, un barbitúrico de entonces, se consumía como aspirinas para un catarro y se llevaba frecuentemente al fondo de la copa. Hasta que el laboratorio que las fabricaba cerró el grifo.

En Bocaccio se hacía política mientras fuera a caballo de la fiesta. En el 70, algunos intelectuales y artistas VOC (Very Old Clients, viejos frecuentadores del local) se encerraron en Montserrat como protesta por el proceso de Burgos. Cambiar el mundo era la religión mayoritaria. Puede que por eso la gauche perdiera furor con la llegada de la Transición. “Sin nostalgia, sin mirar atrás”, escribió en sus memorias el señor Bocaccio. La mejor definición de una época la dio Serrat, y no fue en verso: “Había que leer le Nouvel Observateur, reírte con los chistes de Perich y acostarte con la mujer de tu mejor amigo”. Pero día de hoy, a la puerta de Bocaccio, el único glamour es un menú del día con champán por 10 euros.