Ricardo Vicente: entrada sólo para locos, cuesta la razón

Nadie puede ser alguien si no se inventa un pasado a su medida. Las palabras de Ricardo Vicente (Zaragoza, 1975) nos trasladan de inmediato al duro invierno que arrasó Nueva York en 1961, donde un desgarbado y primerizo Bob Dylan trataba de abrirse paso por la resucitada escena folk de aquella convulsa década. El pupilo de Woody Guthrie encarnó como pocos la aguda reflexión del músico zaragozano; obsesionado con ser alguien cimentó una mitología a base de pintorescos dramas de orfandad, trenes polvorientos y eternas huidas de Duluth, su ciudad natal. ¿Qué haces tan lejos de casa? (Marxphone-Bandaàparte, 2013) no necesita inventar nada porque aquí, quien nos habla, es un artista de inapelable pasado (Pulmón, Tachenko, La Costa Brava o Francisco Nixon), hecho a medida de su talento que, si bien poco reconocido -el arte es caprichoso y arbitrario-, de innegable valía.

Bajo una impecable edición, Ricardo Vicente nos ofrece un disco-libro dividido en once cortes, cada uno de ellos acompañando con inteligente precisión el contenido literario, con el que se retroalimenta

Este primer proyecto en solitario resulta ambicioso y suculento para cualquier amante del pop en general y de la canción de autor en particular. Bajo una impecable edición, Ricardo Vicente nos ofrece un disco-libro dividido en once cortes, cada uno de ellos acompañando con inteligente precisión el contenido literario, con el que se retroalimenta: contenido que, por otra parte, surgió de la gira vivida junto a Ramón Rodríguez (The New Raemon) y Fran Fernández (Australian Blonde, La Costa Brava y Francisco Nixon); y que llevó a los tres músicos a recorrer un buen puñado de ciudades españolas con motivo de la publicación de un álbum conjunto: el absorbente aunque irregular El problema de los tres cuerpos (Cydonia/Playas de Normandía, 2011).

El problema de los tres cuerpos.

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En el apartado literario Ricardo exhibe ciertas tablas, pero se muestra confuso. Aunque el trabajo se nos presenta como una novela de interés global que puede atrapar tanto a los seguidores más acérrimos como a los casuales, a medida que nos adentramos en ella el producto se tambalea. Su frescura es directamente proporcional al grado de conocimiento que tenga el lector sobre el personalísimo mundo del ex-componente de Tachenko. Por ejemplo, el frenético y emotivo capítulo dedicado al malogrado Sergio Algora (El Niño Gusano, Muy Poca Gente, La Costa Brava) es, de tan íntimo, poco disfrutable para el paladar ajeno; al menos en plenitud merecida. Lo mismo sucede con otras disquisiciones presentes en los demás apartados que, aunque universales, están en exceso empañadas por la pátina de los inolvidables años de La Costa Brava y los recovecos de una ruta que sólo el verdadero músico de oficio conoce y comprende. Además, el traje de novela resulta incómodo por momentos, pues el texto se aproxima más al de un diario de abordo o al de un ensayo; esto último explicado quizá por la marcada vinculación con la filosofía por parte del autor, pues no olvidemos que, ante todo, Ricardo Vicente es licenciado en esta materia y ejerce desde hace años como docente de la misma en la Universidad de Zaragoza.

A pesar de estas pequeñas lacras, hay también elementos de mucho vigor y brillo. El primero de ellos radica en la cantidad de reflexiones que pincelan todos los capítulos, servidas siempre de manera espontánea y humana, que convierten cada pasaje en la intensa confesión de un atribulado Gustav von Aschebach a la española. Sus meditaciones en torno a la creación, a la función del músico dentro de este sufrido mundo, a su relación con otros compañeros de profesión o sobre el desgaste emocional y físico, pese a la enorme satisfacción, que conlleva girar; hacen de sus casi doscientas páginas un refugio ideal para los miedos y fantasmas de cualquier artista, ya sea experimentado, incipiente o simplemente platónico o frustrado. A esto se le añade un gusto refinado por el esperpento surrealista que, aunque en ocasiones resulta cargante y gratuito, nos ofrece un desfile de visiones zoológicas que construye una atmósfera agobiante de gran calado poético y que recuerda con justicia al Teatro Mágico de El lobo estepariopues surge también de las fobias personales y una particular forma de gestionarlas.

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En cuanto al álbum, Ricardo Vicente traza un conjunto de canciones sólido e inspirado, más cercano a la tradición del singer/songwriter americano que a la del pop de enjundia que se atisbaba en sus creaciones anteriores. A primera vista puede parecer repetitivo, pero a la larga se siente lleno de matices pegajosos y adictivos. Aquí no se engaña a nadie; los temas se basan en una escasa paleta de armonías; sin embargo hay magia, mucha, que eclosiona a granel gracias a la capacidad del músico zaragozano para crear fraseos originalísimos e irrepetibles. Su sentido de la melodía es único e inconfundible y, aunque su timbre no sea tan reconocible como el de otros compañeros de fatigas, por ejemplo Nacho Vegas o Quique González, sus característicos giros vocales terminan por calar muy hondo. Todas estas virtudes se aúnan con fiereza en composiciones como Henry Darger, de estrafalarios arreglos pero contundente melodía, o Vísteme Eau Jeune, tan flamante e inocente como el perfume que le da título. Por otro lado, Puerto madero llueve o La parte más feliz nos muestran la facilidad del ex-miembro de La Costa Brava para crear estribillos pegadizos, de esos que comienzas a canturrear en los momentos más inoportunos; todo ello sin concesiones a la frivolidad barata.

Ricardo Vicente traza un conjunto de canciones sólido e inspirado, más cercano a la tradición del singer/songwriter americano que a la del pop de enjundia que se atisbaba en sus creaciones anteriores.

La otra gran baza la sostienen las letras: hieráticas – y no en un sentido peyorativo- , algo crípticas, extrañas… Van creciendo con cada escucha y, pese a provocar en ocasiones una sensación de desconcierto, ofrecen con su sencillez y sinceridad múltiples interpretaciones para el oyente que le permiten, con poco esfuerzo, hacerlas suyas, convirtiéndose así en puntales de su propia experiencia. A Joni MItchell con todo mi amor nos sirve como claro ejemplo: en ella se relata la turbia relación que mantuvieron la cantautora canadiense y Graham Nash, sin embargo, su trato es comedido y perspicaz, con la suavidad necesaria para que cualquiera, sea cual sea su vida, pueda sentirse identificado al instante trasladando cada verso a su bagaje interior.

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Líricamente no es Sabina o Serrat, cierto, pero es sin duda un excelentísimo escritor de canciones, género que, hablando de canción de autor, algunos se obsesionan con atar irrefrenablemente a la poesía, equivocándose de lleno y exigiendo con ello un precio altísimo a la larga inasumible. Ricardo es un genial letrista porque confiesa obviedades con sutileza, veladamente; se desnuda sin caer nunca en el patetismo y encuentra siempre el equilibrio perfecto entre lo que dice y lo que se escucha. Langostas en el Nilo, Era tan bello veros caer o la entrañable y minimalista John Houston, que cierra el álbum a modo de despedida en la estación, nos muestran esta faceta que tan bien maneja el cantautor maño: una simbiosis entre ternura desesperada y clarividente, que logra universalizar lo que canta pese a lo subjetivo de la propuesta.

En definitiva, ¿Qué haces tan lejos de casa? es una ópera prima fresca, mejor en el apartado musical que en el literario; con un conjunto de canciones profundas y transparentes, de cuidada producción y en la que destacan limpias guitarras acústicas junto a un intermitente piano. Si bien el resultado final puede resultar poco original para los más snobs, hará las delicias de todos aquellos que entienden la música como un espacio único para la expresión verdadera y nostálgica, y no como un yermo tedioso de virtuosismo aséptico; eso sí, advertimos: entrada sólo para locos, cuesta la razón.