Elogio a la universidad
El otro día, desarmado de elocuencia y cafeína, tomé el metro madrileño y atravesé por las gateras desahuciadas de la capital para ir hasta la facultad y alimentar mi imagen de universitario mediocre. Reclinado en aquella huesuda armadura de acero, leía con sudorosa urgencia una cierta novela de Tom Wolfe cuyo nombre arde en el recuerdo: el plazo para su claudicación ya había pasado, y me veía naufragando transversalmente entre páginas mientras hacía lo posible por retener algunos términos elementales que no expusiesen mi cuello a la imparcialidad de la guillotina.
El caso es que abstraerse en el metro y sumirse en la lectura resulta tarea ardua cuando a uno le tienden una encerrona las pisadas torpes y los catarros endémicos de la llegada de la primavera: conspiran para orquestar sus prosodias competentemente in media res de mi pavor, y van sumándose hasta hacer del vagón una rave de dimensiones urbanas. Sin embargo, intento sobreponerme y me acerco tanto a las tapas que podría usarlas perfectamente de antifaz: Wolfe sigue con sus filípicas y el metro se zarandea por las varices de Madrid. Pero hay algo mucho peor en el ambiente; algo que chirría como un Hyundai en un cuadro de Vermeer. Está esa cuadrilla de chicas que se ha sentado justo en frente.
Abstraerse en el metro es tarea ardua cuando a uno le tienden una encerrona las pisadas y los catarros
Se las ve desenvueltas, como un necrófilo en un geriátrico, y desde su registro coral toman rehenes los sentidos de sus compañeros pasajeros (están “como una loncha de quezo en un sándwich prezoz”), que niegan impotentemente la crispante estridencia con la que deben compartir trayecto. Hablan a gritos, como saludando a su novio, el del tercer anfiteatro, que es duro de oído (“¡Eh, que estamos aquí!”) y que además debe tener la paciencia de un ladrón de guante blanco. Se pasan el mutis por el forro de sus bolsos Louis Vuitton y taconean sobre el cadáver del duende. Despojado de la (poca) credibilidad lectora que me quedaba, arrojo el libro con desdén en la mochila y asimilo lo trágico de mi destino: tendré que jugarme la evaluación sin triunfos y con menos de diez puntos en la mano. Hago acopio de mi cólera y la proyecto en una única mirada interrogativa: bueno, ¿ya, eh? Cuando me lo propongo, soy una ruina así de convincente.
El caso es que mi guante cae exangüe al suelo sin que nadie responde al reto: se han obcecado tanto en sus frívolas batallas que mi presencia enclenque no levanta ni una pestaña de atención. De modo que reniego de la trinchera y me ofrezco como carne de cañón: acomodado en mi asiento, pongo atención y acepto mi tortura. I can be a hero just for one day. Craso error; el diálogo es tan correoso que sus palabras me trepanan a un ritmo deletéreo y me voy quedando catatónico hasta la aneurisma. Una de ellas, a sazón la líder (¿o se dice lideresa? Depende de los genitales del interlocutor) silencia a las demás con un gesto de su mano y comienza un soliloquio que sólo podría situar entre un eructo y un graznido: “´Sí, en plan, porque, en plan, no sé por qué, en plan, tenemos, en plan, que ir a la uni. En plan, es una mierda, en plan, y no vale para nada, en plan, estudiar es, en plan, una tontería, en plan, vaya gilipollez. En plan”.
Por poco me arrodillo allí mismo y le propongo matrimonio, en plan matrimonio: ¡cuánta sabiduría precoz! ¡Cuánta erudición derrochada para estos herejes de sangre fría! Bajo aquella luz mortecina de fluorescente fundido, aquella pagana derrotó a los ejércitos de la educación con la boca garabateada de carmín vinotinto: el color de las verdades dolorosas. Sin embargo, cultivé una cierta veta de cinismo y bajé la cabeza para que mi derrota no impregnase de escoria su discurso inmaculado. Al llegar a mi parada, la cuadrilla de chicas desapareció, claro: no están hechos los ángeles para este mundo. Me apeé atribulado y tiritando de pánico: despierto al fin del sueño dogmático, me hallaba ante la intemperie de una civilización devastada sobre la que construir una nueva realidad. Como un estribillo grasiento, aquel monólogo me rondó por las cenizas del cerebelo durante el resto del día: suspendí el examen, porque todas las palabras sonaban a un esqueleto hueco o a fosa común. No pude pegar ojo en toda la noche; es difícil dormir cuando han alterado tan mayúsculamente tu conciencia.
Les escribo estas líneas a todos los universitarios que aún creen en sus estudios; a todos los estudiantes dedicados, a todos los alumnos vocacionales, a todos los esperanzados discípulos: todo el ambiente ecuménico de vuestras carreras, todos vuestros proyectos de futuro, sólo representan una pérdida letal de tiempo, un grito en el desierto del devenir. Echen la vista atrás hacia su experiencia universitaria: ¿qué han podido obtener que represente algo valioso? La realidad siempre regresa esgrimiendo su torva sonrisa para inculcar impresiones falibles y juguetear con nuestra credulidad.
No pude pegar ojo en toda la noche: es difícil dormir cuando han alterado tan mayúsculamente tu conciencia
Todo compromiso político, toda sindicación estudiantil, tan sólo era un desperdicio de preceptos, y unas propuestas inanes: acatad los dogmas de la mayoría, ¡leches! Toda resaca al filo de la náusea matutina, todo escarceo entre el amor y la coreografía, amplian las dimensiones de un teatro de lo sórdido, de lo grotesco: representáis un papel, una circunstancia, una torpe coartada para unos empréstitos financieros, nada más. Y qué decir de la ridícula socialización, del implacable desfile de experiencias y descubrimientos, de la construcción de la conciencia desde el prisma de una madurez juguetona; tan inservibles como un manojo de azaleas en el desierto. Aceptad que todas aquellas lecturas y simposios, aquellas fiestas de apartamento antes de desplegar las tropas por las calles lluviosas, no son nada sino una pose vacía. Os han forzado a entrar en la universidad; desde el más despiadado chantaje, os han privado de vuestra privilegiada pereza y os han obligado a pedir becas sólo para ver cómo os las denegaban proverbialmente; habéis aceptado voluntariamente el martirio del sistema universitario, de las tardes en el sofá entre porros y videojuegos, asimilando con sumisión la emancipación del hogar familiar, abrazando el desamparo de la libertad y la castración de los grilletes. Porque detrás de la risa y del recuerdo, del desequilibrio de las emociones y de la ascensión de los saberes, sólo se representaba una elaborada farsa que os había puesto, como Truman, en el centro del argumento.
Hemos perdido una batalla que ni siquiera nos ha dado tiempo a librar. De la congoja al periódico gratuito, se destruye nuestro imaginario colectivo: el único grado que importa es el de la quemadura del fuego miserable; del licenciado hemos pasado al licencioso con arrebatos de analfabeto ágrafo. Los besos ya no saben a nicotina; las bibliotecas son cementerios para datos banales. Mirad a vuestro alrededor: ¡éste el terreno baldío de las selfies y los cadáveres de golondrinas! El whatsapp es la premura del murmullo insuficiente, y nada importa la expresión cuando la suple el emoticono. El césped frente a las facultades se vaciará de alumnos y se poblará de soledades, y un grito silencioso de debilidad atravesará las grandes avenidas, huérfanas de fiestas del kalimotxo. Y un frío tormento adivinará cuerpos a las seis de la mañana.
Porque ya no hay edad adulta, sino un adulteramiento tácito del júbilo y de la locura: y a los pies de la virgen del desengaño nos arrodillaremos con sognoliento fervor, esperando el milagro de otro otoño de carne débil. Luego vendrá la asunción de una rutina de suspiros deshilachados, y la revolución diaria de la desidia, con la felicidad secreta que esconde el telón cuando acaba la función. Atrás quedan taxonomías, manuales, dictados y plúmbeos volúmenes: el autodidacta requiere solamente su propia dignidad; la universidad es un presidio para tantas ideas grandilocuentes.
Mirad a vuestro alrededor: ¡éste es el terreno baldío de las selfies y los cadáveres de golondrinas!
Ahora padezco con gravedad la nostalgia de un tiempo inexistente; he palidecido hasta el arrobo del alabastro, y he dejado los estudios porque todos aquellos campus de tertulias y sarcasmos sólo hilvanaban mentiras, falacias y sandeces. Ante el espejo asoma ahora la victoria de todos los desdenes, y de este trauma laberíntico no existe ya salida. Me he recogido en perpetua cuarentena de desilusión, y ocupo los días parapetado en posición fetal entre las sábanas: he tapiado la ventana para que la febril realidad no se transfigure como una extraña compañera de lecho. Sin su sentido original, las palabras me parecen ahora islotes de un archipiélago inconexo.
¡Es verdad, ella tenía razón: la universidad es una estupidez! Me retuerzo humillado y derramo continuamente el elixir de la eterna salvación: la credulidad. Pormenorizo la destemplanza y asumo la indiferencia. Ya no soy un universitario mediocre; soy un superhombre sin moral ni principios que me dominen. Aquella chica, en el fondo, era una Zaratustra pervertida.