Ecos de la Guerra Fría
Un fantasma recorre Europa. El fantasma de la Guerra Fría. Ese peculiar e inusualmente largo conflicto, que muchos enterraron con la disolución de la URSS, toma de nuevo forma en el contexto de la crisis política y social que azota la República de Ucrania.
La situación que está sufriendo el país es seguramente una de las etapas más complicadas y delicadas desde la proclamación de su independencia. Continuos actos de protesta están sacudiendo el país. En los enfrentamientos entre manifestantes y miembros de las Fuerzas de Seguridad, de los antidisturbios, se ha derramado sangre. Decenas de personas han terminado en el hospital con heridas graves. Otros muertos. Ha habido días en los que Maidán ha congregado a cientos de miles de personas. Pero no sólo Kiev. Járkov, Odessa o Donetsk también han sido escenario de las protestas de ambos bandos.
Y digo ambos bandos porque cada vez es más evidente que Ucrania está dividida en dos. En la superficie, podría parecer que estamos ante una protesta espontánea del pueblo ucraniano que unánimemente aspira a integrarse en Europa y que está indignado por la decisión del gobierno de detener el proceso de ratificación del acuerdo de asociación y de su inclusión en la zona de libre comercio con la Unión Europea. Y en parte es así, pero esa no es toda la verdad, pues una parte del pueblo ucraniano no sólo no está de acuerdo con esto sino que está frontalmente en contra. El agravamiento de la situación era inevitable. El trasfondo y sus causas son mucho más profundas.
La sociedad ucraniana, después de veinte años tras la proclamación de su independencia sigue estando profundamente fracturada. Una nación dividida entre el oriente industrializado y prorruso y el occidente rural y de influencia europea. Con un gobierno interino que ha perdido el control de gran parte del país y unas arcas en peligro inminente de caer en la bancarrota.
La división se manifiesta en varias e importantes direcciones pero se reduce en lo sustancial a la elección de un bloque: Occidente o Rusia.
La eficiente ocupación del territorio de Crimea por parte de los rusos ha dejado claro quién estaba en el juego desde el principio y quién ha debido entrar a contrapié. A diferencia de Europa y de Estados Unidos, Rusia ha tenido siempre claros sus objetivos que han pasado por parar de raíz la pérdida de poder e influencia internacional que provocó la caída de la U.R.S.S. Desde la óptica rusa, los occidentales han ido adueñándose tras la caída del comunismo, de amplias zonas de tradicional influencia rusa. Primero la República Checa y Hungría, después Polonia, hace escaso tiempo las Repúblicas Bálticas. Ahora le toca el turno a Ucrania. O le tocaba. El gobierno ruso, con su presidente a la cabeza, ya dejo claro en Georgia en 2008 hasta dónde estaba dispuesto a llegar para defender sus conceptos políticos. Rusia no puede permitirse perder Ucrania, tanto a nivel político como económico, recordemos que el país está atravesado por un gran gaseoducto que nutre a Europa (especialmente a Alemania) de gas y a Rusia de dinero. Aquí entran en juego otros motivos estratégicos como la centenaria obsesión de Rusia por procurarse una salida hacia el Mediterráneo Algo que pretende integrando Crimea en una hábil maniobra que combina política diplomática y militar y que parece que de momento cuela a falta de otro remedio. Europa y Estados Unidos dan por perdida Crimea como mal menor a condición de salvar el resto de Ucrania y Putin, desde una posición de poder, ni confirma ni desmiente. El presidente ruso se muestra abierto al diálogo, sí, pero con sus condiciones. De momento retiene Crimea para sí, orquestando un referéndum relámpago que demuestra la completa adhesión de la región y sigue sin reconocer al nuevo gobierno ucraniano. Tampoco olvidemos la movilización de tropas a lo largo de toda la frontera ucraniana a la que tiene acceso, esto es casi dos tercios de la misma, la que limita con la propia Rusia y con Bielorrusia.
Europa y Estados Unidos dan por perdida Crimea como mal menor a condición de salvar el resto de Ucrania y Putin, desde una posición de poder, ni confirma ni desmiente.
Con esta situación en el tablero se disparan las alarmas de guerra. El recuerdo de las dos guerras mundiales que devastaron a la humanidad en el siglo XX pesa sobre Europa. Esos antecedentes y la evolución de la situación en Crimea hacen temer a buena parte del público que haya llegado el momento de la tercera guerra mundial. Quienes hayan visto las imágenes de los soldados rusos en acción podrían legítimamente tener un pensamiento así. Pero esto queda descartado por la política de Occidente, que ha dejado claro en todo momento que no está dispuesto a un choque de trenes. Esta claudicación, similar a la realizada en el caso de Georgia y de la que Rusia aprendió bien, es la garantía de que no habrá guerra abierta. Lo que deja al conflicto en inquietantes similitudes con otro periodo de tensiones, la Guerra Fría. Las llamadas de Obama a Putin, la calma tensa y la escalada de sanciones económicas y diplomáticas recuerdan más a la década de los sesenta del siglo pasado que al pleno siglo XXI, lo cual conviene a Rusia en su intento de retomar la política de bloques.
Podría pensarse entonces que habrá una regresión política de tales magnitudes. Pero no. No podría ser porque es totalmente incompatible que un modelo de política internacional del siglo XX conviva con un modelo económico internacional del siglo XXI. La baza ganadora de Occidente reside precisamente en la economía y el comercio. Aunque también como contrapartida, paradojas de la globalización, lo deja con las manos atadas. Entender la tibia respuesta de Europa pasa por comprender la dependencia energética de Rusia que acusan especialmente Alemania y Reino Unido. Es evidente para cualquiera que la economía rusa es patética en comparación con la de Europa y la de Estados Unidos. Los bienes de consumo rusos no son comprados por nadie en el mercado internacional y los ingentes beneficios que obtiene Rusia provienen del petróleo y el gas. Ambos le proporcionan montañas de dinero y, si hace falta, un arma con la que amenazar. Fue una locura que Alemania aboliera su producción de energía limpia y segura, de origen nuclear, para sustituirla por un acuerdo servil con Moscú para la obtención de combustibles. Quizá no en un futuro, pero de momento Europa está supeditada a la energía rusa, y de ahí el interés en no provocar en demasía a la quisquillosa compañía del gas. Pero el gas no es el único problema que plantea la tensión entre Moscú y Occidente. El tamaño de Rusia y de su economía y, sobre todo, su integración en la economía mundial, convierte cualquier sanción e incluso una represalia como la suspensión de la cumbre que tiene prevista el G8 en Sochi para el próximo mes de junio en un arma de doble filo, que daña tanto a quien la usa como a quien recibe el golpe.
Basta con tener en cuenta las inversiones o el turismo rusos en los países de la UE, y más concretamente en España, para imaginar las dificultades y consecuencias de un sistema de sanciones realmente severo, como merecería la acción emprendida por Putin en Crimea si atendiéramos únicamente a criterios morales. Es más fácil en todo caso dictar un rígido listado de sanciones desde Washington, que tiene a Rusia acotada en el 1% de su comercio, que desde las capitales de la UE, que tiene a Rusia como su tercer cliente mundial. Y todavía es más difícil para algunos países, como Reino Unido, donde residen y tienen negocios innumerables oligarcas rusos, o Alemania, que cuenta con políticos jubilados, un ex jefe de Gobierno entre otros, que asesoran a compañías rusas.
Esta Guerra Fría resucitada, cuenta con una disuasión nueva como garantía de estabilidad y esta es la amenaza de destrucción mutua asegurada, ya no por el arma nuclear sino por la globalización económica, que impide infligir daños al otro sin infligírselos a uno mismo. Puestas así las cosas, en Ucrania y Crimea, no hay nada que podamos hacer los occidentales aparte de mantenernos unidos, hacer planes y esperar. Sólo con habilidosa diplomacia y certeras decisiones económicas podemos combatir el golpe de mano ruso. Toca sacar de nuevo el tablero de ajedrez y esperar el siguiente movimiento de las piezas rojas.