Véndeme esta película, Leo: The Wolf of Wall Street
En el posmoderno mundo de la ambigüedad moral, la heroicidad y la malevolencia se confunden a menudo, juzgadas desde el impositivo patrón del maniqueísmo artificial. Arrobado por el equívoco encanto del ídolo malencarado, Martin Scorsese ha consagrado en su extensa filmografía al canalla como icono miserable, exaltando la mezquindad de sus protagonistas en un afán elogioso para imprimir sobre dichos personajes una identidad más allá del prejuicio peyorativo: blandiendo su infalible cámara, el director neoyorquino nunca ha temido sumergirse en lo más profundo de las tinieblas de la sociedad, en un compulsivo deseo de ilustrar las causas perdidas. De este modo, fluctuando desde los gángsters malencarados y procaces de sus films más clásicos, Scorsese fija su objetivo en el paradigma actual de criminal: el bróker bursátil. Ésta es la premisa de su última cinta, The Wolf of Wall Street.
Este criminal moderno no empuña su pistola, sino que su técnica de latrocinio resulta más sutil y más abyecta: desde la estafa y el embuste, explota la ingenuidad de sus clientes para que confíen en él sus fondos bancarios. Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio) es un corredor de bolsa que llega al corazón del sistema capitalista con una inocencia juvenil, donde es contratado por una firma menor. La experiencia ante la quiebra de la misma no es lo más relevante de este episodio, sino el consejo de su jefe, Mark Hanna (un estupendo Matthew McConaughey): el éxito reside una vida de excesos y desenfrenos. Siguiendo el consejo de este insólito Virgilio, a lo largo de la cinta observamos cómo Belfort va grangeando su fortuna, adentrándose en las entrañas del infierno y logrando crear su propia firma a base de engañar a unos cuantos bobos crédulos que depositan en él su confianza y sus cuentas, esgrimiendo falsas promesas de dividendos y beneficios. Como cabe esperar, las artimañas y los aclamados triunfos de Belfort pronto atraen la atención del gobierno norteamericano, que fija sobre él un minucioso control, en busca de cualquier detalle insignificante para condenarle ante tan imaginativa y aparentemente pulcra gestión.
La abrupta banda sonora entorpece el ritmo de la película
La cinta es un canto a la voluptuosidad y la magnificación de los vicios: en un ritmo de vértigo, se suceden las bacanales, los excéntricos pasatiempos de los brókers, la apoteosis de todos los deseos (sexuales, narcóticos…), la complacencia de sus más bajos instintos… Scorsese vertebra una parodia del desenfreno arrollador, haciendo de lo histriónico un arte menor y de lo grotesco una cotidianeidad exultante. La caterva de memos trajeados que se codean con Belfort, incluyendo su íntimo amigo y mano derecha Donnie Azoff (un eficaz Jonah Hill, de nuevo obeso para esta película) babean y contemplan a los dioses con desprecio desde su púlpito de morosos de lo ortodoxo, sobrepasando con sus libertinas prácticas (que incluyen el lanzamiento de enanos a una diana) la línea de lo políticamente correcto, una línea tan fina y efímera como una raya de cocaína.
Belfort es un personaje execrable, un fanfarrón charlatán que disfruta magreándose con rubias exuberantes en los márgenes de lo ilegítimo. Su única preocupación pasa por el vil metal, y desde esta profusa plutocracia abjura de toda responsabilidad y todo encargo, entregado a la única empresa que realmente lo entusiasma: alimentar sus bolsillos. Belfort comprende con poético desdén los entresijos del ámbito bursátil: en una industria donde sobreviven los hombres sin escrúpulos, tan sólo aquél que eleve hasta el paroxismo lo indecoroso se impondrá. Y lo voraz de su conducta, y lo indomable de sus instintos, le valen el sobrenombre idóneo de “El lobo de Wall Street”, un narcisista empedernido al frente de una manada igualmente hambriente de lascivia y billetes al contado.
Scorsese recicla en esta película el mismo dinamismo irreflexivo que ya cultivara en Goodfellas, con rápidos y efectivos cambios de cámara que logran impregnar la pantalla de una prosodia idónea para enmarcar un biopic de superávit de desmanes y desmesuras, pero que dentro de su fórmula revisada peca de errores mínimos, aunque trascendentes: quizás el más notable de ellos sea el uso indiscriminado e ilógico de la banda sonora que acompaña a la cinta, donde cada canción surge inopinadamente y, apenas atesorada, se esfuma para ser sucedida casi de inmediato por un nuevo tema, en un recital lacónico para melómanos desconsolados. Es evidente que esta sucesión de temas abruptos identifica la corrupción desbocada del estilo de vida de sus protagonistas, pero incluso los espasmódicos personajes amenazan con sentarse a reflexionar en algunas escenas; un temor, no obstante, que se supera con una nueva caída en lo trepidante, con una existencia a ritmo de tren que descarrila.
Scorsese no es un novato en el “arte della commedia”, por dar un giro a la fórmula tradicional: en su extensa filmografía cuenta con un manojo de películas cómicas como The King of Comedy (1982) o After Hours (1985). Sin embargo, en The Wolf of Wall Street su sátira adquiere unos tintes más ácidos y más sutiles: despersonifica a los individuos, les arrebata su integridad y sus principios y anula el posible elemento teleológico: los protagonistas zozobran en pantalla entregados a una apariencia extravagante, resultando en todo momento risibles, aunque temibles por la sobredimensión de su vehemencia. El humor campa a sus anchas en cada escena, superando en la jerarquía narrativa a la propia trama, que se diluye indefectiblemente ante la fellinesca jauría de ridículos agentes de bolsa.
Es lógico que el retrato del exceso requiera una energía cinética similar a la de una montaña rusa (o la de cualquier metáfora de la velocidad que se les pueda ocurrir a ustedes, que resultará perfecta para resumir la trayectoria de Belfort). No obstante, la película decae a medida que se suceden los mismos motivos estéticos, despojada de intensidad dramática y entregada a la cobertura de lo frívolo y lo superficial. El exceso de metraje anula el interés y despierta la impaciencia, precisamente por lo reiterativo de su mensaje y por la inferencia de su banalidad: todo se queda en una distinguida mascarada de miserables vestidos de Armani. Todavía hoy conservan mis botas las babas (y otros efluvios) de los espectadores durante la filmación: tanto Leonardo DiCaprio como su mujer en la ficción, Margot Robbie, idealizaban el canon y engrandecían el atractivo de ese mundo voluble. El sex-appeal de sus protagonistas obligaba a creer en el budismo y en una hipotética reencarnación en las yemas de los dedos de DiCaprio, que diría Woody Allen.
El exceso de metraje anula el interés y despierta la impaciencia
Y hablando de DiCaprio, me temo que su antológica carencia de Oscar sumará una nueva decepción este año. El error de la elegante sobreactuación encoge la figura de DiCaprio, que se muestre estridente y chirriante, como un mimado niño pequeño al que le han negado un capricho. Pese a tener alguna que otra notoria escena de dignidad actancial, el espectro general nos muestra a un Leo desencajado, carnavalesco, como una caricatura elocuente de sí mismo. Desde luego, elevar las idiosincrasias de Belfort hasta el más arrebatado frenesí era una exigencia del guión; pero DiCaprio abusa del temible recurso de la exageración sin destreza y sin audacia, representándose a sí mismo en un cotillon desvergonzado. Leo no ha sabido venderse como firme candidato al Oscar, y si logra hacerse con la estatuilla, la Academia habrá añadido una muesca más a su pared de crasos errores. Y ya van unos cuantos.
Entre desmanes orgiásticos y cómicos deslices, la contignación de esta comedia descomunal se cimenta sobre débiles materiales; en su afán de agigantar los hábitos de los brókers, se olvidan paulatinamente de sus labores, y van de sus cojones a sus asuntos con la manía especulatoria de quién no tiene plena certeza de sus acciones. Y con la desconfianza endémica del espectador suspicaz, ante el mensaje final de la cinta sólo tenemos dos opciones: la resignación o la indignación. Debemos entender que esa comandita de bárbaros impresentables y de bragueta trémula lideran el devenir de las finanzas mundiales. Y su naturaleza es tan vil que ni siquiera Scorsese ha sabido darle una cabida apropiada, por lo inconmensurable de la misma.